La perla del emperador. Daniel Guebel

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La perla del emperador - Daniel Guebel

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un golpe de agua demasiado caliente; esas hierbas carecían por completo de cuerpo y su sabor era a la vez indefinido y brutal.

      Las hierbas de calidad superior admitían en cambio alguna variación en la temperatura del agua. No había entre ellas organismos parásitos ni materia resecada por el sol. Si se las saboreaba en silencio, concentrándose en su cualidad, al segundo o tercer servicio se podía adivinar su matiz: era un dejo umbrío, intensamente fresco, que palpitaba en la punta de la lengua.

      Una vez iniciada en la disciplina de la purificación de mi organismo, me dispuse a consumir solo aquellas hierbas que probaran surtir en mi ánimo el efecto buscado. Sobre todo, quería ser ocupada por el sentimiento de ecuanimidad, de modo que, ante las confusas alternativas que se me ofrecieran en lo futuro, pudiese siempre escoger y discriminar sin llamarme a engaño. Para que ni siquiera un resto de mi vida anterior perdurara en mis hábitos alimenticios cambié los implementos de bebida; abandoné la vasija de madera y el conducto de paja, y adquirí un equipo de plata.

      Después de ocupar las horas cenitales en los asuntos del comercio, cuando la reverberación del polvo en los techos perdía su ardor más claro, yo bajaba las cortinillas y encendía el hornillo de alcohol. Ante ese fuego azul caía en sopor; quieta, mirando al trasluz la llama, me preguntaba qué habría sido de Li Chi. ¿Estaría viajando en esa caravana que atraviesa la desértica mansión de los dioses? ¿Se habría ocultado para escapar de la venganza de Chaw Mien? A través de la llama podía ver el movimiento de las masas humanas, abajo, en la distancia, apenas distintas de la tierra. Cualquiera de ellos podía ser Li Chi, o Chaw Mien, o Kwai Tao; casi nada, desde donde los miraba. Sin embargo, yo me acordaba de ellos. ¿Qué significaba eso? Tal vez (me decía) sería mejor olvidar lo sucedido en los últimos tiempos y empeñarme en expandir mi red de tráfico de antigüedades; el mismo doctor Cambridge se había admirado de las piezas únicas que se acumulaban en el cobertizo; según él, algunas de ellas habrían valido una fortuna en un país civilizado. En todo caso, yo confiaba en mi dieta. Si debía cambiar de actitud, el mismo proceso de purificación de mi organismo me lo señalaría. Por ahora, aún me sentía confusa. Mi única seguridad era la que encontraba en los ojos de los compradores: desde el inicio de la dieta, mi carnalidad había adoptado un carácter soberbio, y los visitantes, al verme, eran derribados por el rayo de una pensativa melancolía. ¡Son tan niños los malayos! Incluso habían venido mujeres; querían comprobar en persona la dimensión de mis atractivos. Yo las recibía, pero cuando preguntaban por mi secreto fingía incomprensión. “Si tuviera un secreto y me fuera posible confiarlo, ¿creen ustedes que no lo cedería?”, les contestaba convidándolas con una ronda de bebida malaya. Todas la rechazaban. La grotesca deformidad del pico convertía la succión en un acto innoble, remilgadamente se abstenían pretextando que era costumbre vulgar. “¡No comprendemos, oh Perla de Labuán, tu devoción por esa bebida propia de las clases bajas! —decían—. Sin duda solo la soportas debido a tu curiosidad de extranjera.” Yo sonreía y callaba.

      KUALA LUMPUR RESULTÓ SER UNA CAJA DE RESONANCIAS. El malayo ama fabular, y en su relato la vida de los personajes adquiere siempre proporciones enormes. El rumor de mi afición a la hierba se desparramó por la costa del archipiélago y siguió su camino hacia el interior de las islas. Pronto recibí la visita de emisarios de cultivadores que me ofrecían su producto; algunos de ellos no me conocían, pero la abstracción de mi apodo se les figuraba la máscara por medio de la cual una riquísima y enigmática sociedad comercial quería encargarse de la distribución de hierbas en la ciudad. Si para disipar el equívoco me negaba a discutir el punto, los emisarios parecían entender que había establecido acuerdos con algún competidor, y entonces sacaban de bajo la manga una oferta más ventajosa. Así gané enemigos, pero a cambio tuve oportunidad de probar toda variedad de hierbas. A la larga pude trazar un mapa de la geografía económica de la isla: supe el número de cultivadores, evalué sus fortunas, estudié las respectivas posiciones financieras. Me enteré también de los gustos personales, edades, vicios privados... Sin advertirlo claramente, había dado los pasos necesarios para convertirme en aquello que los cultivadores imaginaron que era. Poseía la información y los contactos, estaba al tanto de las disputas que los dividían. ¡Era hora de constituir una sociedad de comercialización de hierbas que asegurase mi futuro monetario y me instalase, de manera privilegiada, en la intrincada política del archipiélago! Naturalmente, necesitaba de un socio que me proveyese del capital: alguien astuto y sin demasiados escrúpulos. Pensé en recurrir a un extranjero como yo; pensé en Chaw Mien, pero me disuadió la memoria de su aura siniestra. Li Chi, en cambio... ¡hubiese sido el socio ideal!

      Un atardecer vino a visitarme otro oriental. Dijo llamarse Ming Wu, y ser emisario de un cultivador del sureste del archipiélago. En un exceso de vanidad, el amo de Ming Wu prefería no exponer su nombre antes de que yo tuviese la benevolencia de considerar una muestra de su producto. Ming Wu era alto, obeso, de mediana edad, y se esforzaba por ser afable. Pero yo estaba cansada y sabía que mi brusquedad cautivaba:

      —Solo soy una degustadora solitaria que está perdiendo la afición a esta bebida debido a la cantidad de gentes que han creído imprescindible el obligarme a estimarla —dije, y susurré—: En verdad he probado hierbas deleznables.

      Ming Wu doblegó la cabeza. Pude observar que a su coleta de servidor la realzaba una piedra preciosa del tamaño de una nuez.

      —Oh —dijo cuidadosamente el chino—. No soy quién para juzgar, pero ¿no es posible acaso que La Perla de Labuán haya debido soportar esas desilusiones a fin de estimar en su justa medida el embeleso que le traigo ahora?

      —Todos prometen que su hierba será de excepción. Es un agobio... En realidad no me siento con ánimos. Sin embargo, me has caído en gracia, ¿Ming Wu dices que te llamas?, y voy a concederte unos minutos. No quiero que de mí se diga que desdeño sin razón lo que no he conocido.

      Tendí la mano y Ming Wu me entregó una bolsa de rafia que cupo enteramente en el hueco de la palma; solté los cordones y aspiré el perfume de la hierba. Era un poco fuerte y no prometía gran cosa, pero al menos no estaba infestada de picadura de cáscaras de fruta ni de granos de pimiento. La hierba era de un verde parejo y carecía de polvillo; sus hojas parecían recién cortadas. Aspiré de nuevo. Me invadió una agradable sensación de frescor.

      —Sin duda no eres un farsante —dije—. Puede que esta sea de la mejor hierba del sureste. Ten la bolsa un segundo, mientras voy a buscar los implementos —suspiré—: temo que deberemos probarla.

      —Es un privilegio —dijo Ming Wu.

      Me dirigí al interior de la tienda, encendí el hornillo y llené un cacharro; luego lo puse sobre la llama. En unos minutos rompería el primer hervor. Fui hacia el bargueño, tomé una acuarela de Vishnú (que soplaba una flauta para que de su extremo brotaran centenares de pequeños Vishnúes, envueltos en burbujas, hasta ocupar todo el firmamento) y la deposité en el piso. Retiré la caja donde guardaba los implementos, puse en su sitio el diosecillo multiplicado, y volví a la terraza. Ming Wu contemplaba respetuosamente el atardecer.

      —Es un espectáculo impresionante —dijo.

      —Piérdetelo —sugerí—. Ve a vigilar el agua.

      Ming Wu se inclinó en señal de asentimiento. Eran mis momentos preferidos, los del atardecer, y no quería arruinarlos escuchando los comentarios de mi visitante. Enormes nubes llegaban desde el norte, avanzando en dirección del estuario. Las sombras recorrían el río en un hormigueo que disgregaba la vela blanca de las embarcaciones. En una hora, a lo sumo, tendríamos tormenta. Me tendí en la reposera, crucé las piernas y acomodé la caja sobre ellas. La tapa estaba cubierta de apliques de ébano, en rojo y negro, que dibujaban figuras concéntricas hexagonales. Me solacé unos instantes en ese vértigo y luego la deposité a un costado. Retiré la tela de tisú y el paño de orzoyo. Luego deshice el envoltorio de lana cruda y de un movimiento saqué

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