Una obra de arte. Iván Dario Fontalvo

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Una obra de arte - Iván Dario Fontalvo

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      Portadilla

      IV Concurso Nacional de

      Novela Universitaria UIS 2019

      Una obra de arte

      Portada

      IV Concurso Nacional de

      Novela Universitaria UIS 2019

      Una obra de arte

      Iván Darío Fontalvo

      Bucaramanga, 2019

      Página legal

      Una obra de arte

      Iván Darío Fontalvo

      © 2020 Universidad Industrial de Santander

      Reservados todos los derechos

      Primera edición: marzo 2020

      ISBN: 978-958-8956-79-4

      Diseño, diagramación e impresión:

      División de Publicaciones UIS

      Carrera 27 calle 9, ciudad universitaria.

      Tel: 634 4000, ext. 2196. Bucaramanga, Colombia

      Correo electrónico: [email protected]

      Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra,

      por cualquier medio, sin autorización escrita de la UIS.

      Impreso en Colombia

      Dedicatoria

      Para mi padre y mi abuelo,

       con todo el corazón.

      Agradecimientos

      Estoy indiscutiblemente en deuda con muchas personas: mi esposa y su familia, mis padres, mis hermanos, abuelos, tíos y sobrinos. Con mis amigos queridos al margen de la literatura y sus respectivas familias: Arturo Cantillo, Tomás Cerpa, Jhoandry Misat, Juan Dávila, Manuel Molinares. Con los amigos literarios de mi vida: Pedro Conrado, Ramón Molinares, Aurelio Pizarro, Julio Lara, Julio Olaciregui, Carlos Ortiz, Martha Herrera, Álvaro Suescún, Philippe Mouchet, David Betancourt, Paul Brito, José Ramón Mejía, Pablo Caballero, Pedro Badillo, Jorge Charris, Antonio Caidedo, Enzo Ariza, Tatiana Guardiola y Claudia Dejean.

      Para ellos van todos mis agradecimientos, ahora y siempre.

      Epígrafe

      Allí está el fastuoso escenario de la vida

       para los que saben mirar un poco.

      Doménico Cieri Estrada

      Uno

      Cuando en la radio se anunció el final de la guerra, Brodel estaba fumando fuera de la tienda de campaña. No supo si fue un milagro, pero en el mismo instante en que la voz del locutor dio la buena nueva, sintió como si todos los motores asesinos en el cielo y la tierra se hubieran apagado de repente, sus oídos dejaron de zumbar y volvió a oír el soplo del viento. Lanzó el cigarro al barro— en medio de la hierba moribunda—, entró a la tienda de campaña y tomó la mochila con sus cosas.

      Quienes lo vieron pasar por el sendero no se sorprendieron de hallarlo sin una sonrisa en el rostro. Llevaba el mismo aspecto duro de siempre: la gorra hundida hasta las cejas, las mandíbulas apretadas y los ojos entrecerrados. Siguió de largo hasta la tienda del capitán y de la caja fuerte sacó diez de los lingotes de oro que una noche le habían robado a un comerciante estúpido que quiso burlarse de la pobreza. Desde su catre, el capitán lo vio guardarse los lingotes y no dijo nada.

      Brodel salió de la tienda y fue hasta las provisiones, que se encontraban a campo raso cubiertas por carpas gruesas. De debajo tomó una lata grande de combustible y otras cuantas de comida. Y así, con la mochila llena de oro al hombro, la lata de combustible en una mano y las de comida en la otra, se acercó al jeep que solía conducir durante las incursiones.

      Giró la llave y pisó el acelerador con violencia: la bota derecha subiendo y bajando, subiendo y bajando. Las llantas traseras patinaron antes de asentarse en el lodo blando y a Brodel eso le gustó. Detrás de sí iba dejando soldados que festejaban, un capitán discreto y agradecido, el campamento en el fango, disparos de libertad. Pero también dejaba atrás muertos y bombas y otras cosas peores. Adelante encontraría retazos de guerra, lo sabía: pueblos arrasados y mendigos hambrientos. Pero él solo tendría la vista fija en el horizonte atardecido, lejos de todo, más allá de las montañas, incluso más allá de las praderas. Seguiría conduciendo hasta que el combustible y la comida empezaran a acabarse, y entonces sabría que estaba a punto de llegar.

      Iría a una orfebrería y vendería parte del oro. Buscaría el lugar más desolado de las cercanías, compraría un terreno y empezaría a construir una casa con su jardín y su fuente, y después de terminarla colgaría en la verja del frente un letrero que diría «Se alquilan habitaciones para artistas decepcionados».

      Eso pensaba hacer Brodel.

      Y eso justamente hizo.

      Dos

      El lugar más desolado que encontró fue un terreno yermo, junto al desierto. El pueblo más próximo estaba a siete kilómetros, así que la soledad no iba a dejar a Brodel tranquilo con facilidad. El precio del terreno —cuatro acres y medio— lo negoció sin hablar con un anciano andrajoso que poseía documentos tan gastados que no había forma de que fueran falsos.

      —El precio que le di es muy bueno, ¿no le parece?

      El anciano se acercaba a Brodel como tratando de husmear en sus pensamientos, pero Brodel era inescrutable. La primera propuesta la desvió fijándose en la arena rojiza de los alrededores. El viejo —flaco y nervioso— entendió el mensaje.

      —Tiene razón, tiene razón —el índice izquierdo agitándose y la mandíbula temblorosa—. La arena está seca, así que bajémosle un poco.

      Brodel soltó un suspiro. Se hundió la gorra hasta los ojos y se limpió el sudor de las mejillas coloradas. El anciano palideció.

      —Claro —dijo—, el calor es insoportable. Bajémosle un poco más.

      Con gestos semejantes, Brodel indicó la ausencia de árboles y de agua, y el viento agreste que soplaba duro sobre tierras en las que alguna vez estuvo el mar. Con una mano en alto, Brodel detuvo por misericordia las rebajas sucesivas del anciano.

      Pagó lo que quiso.

      Pagó lo justo.

      Tres

      El terreno era una cosa rojiza y pelada. Lo primero

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