Una obra de arte. Iván Dario Fontalvo

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Una obra de arte - Iván Dario Fontalvo

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tierra en jornadas arduas bajo un sol de cobre. Pasaron casi dos semanas rompiendo fuente tras fuente en busca del agua más dulce de las profundidades. Fueron días duros, pero cumplieron su misión. Brodel les pagó sin regateos por la bendición que definiría el futuro de sus planes y los despidió de sus tierras sabiendo que jamás los despediría de su corazón. La guerra le había enseñado que en la vida importa menos el honor que el agua; que los hombres sedientos son bestias embravecidas. Había aprendido una cosa, en definitiva: que la diferencia entre un manicomio y un oasis es esa poción tornasolada que los siete sujetos lograron hacer brotar de la tierra marchita.

      Aquellos obreros sudorosos eran algo menos que magos. O quizás algo más.

      Brodel había alquilado una habitación en el pueblo, en un hotelucho desvencijado en donde la madera chirriaba y los zancudos daban vueltas todo el día sobre las macetas de helechos. Ahí esperó a que los obreros excavaran su pozo y ahí diseñó los planos de la construcción futura. La doméstica le proveyó papel y lápiz a cambio de nada, pero él no se sentía cómodo con las deudas y le pagó cada centavo. Le dejaba billetes entre las sábanas y sobre las encimeras de la cocina, y siempre que ella trataba de devolverle el dinero él la detenía con una tos de desagrado.

      Un día la mujer alcanzó a ver el dibujo del plano y soltó una risilla. Era la primera risa que Brodel veía en años, así que sonrió también y los huesos de su quijada de acero tronaron como un viejo mecanismo oxidado.

      Cuatro

      En los dibujos su proyecto había quedado menos claro de lo previsto. El albañil que fue a verlo al hotel por recomendación de la doméstica descifró los papeles con los ojos hechos una sola línea, y borró trazos y esquemas hasta que el plano fue lo que debía. La casa iba a ser de dos plantas, con una alberca grande en el patio y un jardín exterior que la rodearía por completo. Afuera, después del jardín, construiría una verja de rocas y sembraría palmeras. El albañil se comprometió a hacer los cálculos de tal manera que Brodel supiera cuánto le costaría.

      —Sepa, de todos modos, que no será barato —explicó el viejo constructor, cuya piel correosa parecía hecha para un sol más bravo que el de esas tierras y cuyo bigote grueso parecía armado de alambres de hierro oxidado—. Tome en consideración que aquí no hay nada, que debemos pagar el transporte de los materiales y de los obreros; debemos pagar por todo. Menos mal tuvo usted la idea de mandar a excavar un pozo, que si no…

      Brodel le estrechó la mano rasposa y lo esperó hasta la semana siguiente.

      El precio que el albañil le trajo escrito en una hoja de libreta de colegial en el reencuentro le pareció muy bajo en comparación con lo que se había imaginado. Pactó con él para que contratara una cuadrilla hábil y empezara con la construcción cuanto antes.

      Dos días después ya zumbaban picas y palas en la mitad de la nada, forjando las zanjas para los cimientos.

      Y unos meses más tarde, la casa estuvo terminada.

      Cinco

      Era mediados de julio cuando Brodel se mudó a la nueva casa. Pasó las primeras noches durmiendo como un perro en el piso desnudo, pero después se compró una hamaca y más adelante trajo la cama. Se la mandó a hacer a un carpintero que le recomendó la doméstica del hotel en donde se había hospedado por casi ocho meses. El hombre vivía muy lejos —incluso llegar hasta su casa en el jeep demandaba tiempo— y era un anciano alto y delgado que parecía que él mismo había sido esculpido durante años por un ebanista sabio y capaz. Sus ojos —cómo no— eran del color de la madera seca.

      Le habló a Brodel de todos los tipos de cama que se podían concebir, de los árboles posibles que derribaría en un bosque mágico apartado de todo, del modo en que grabaría las figuras que le fueran solicitadas, de los barnices, de las colchas, de las sábanas y las almohadas. Hablaba con tal felicidad de su oficio que en algún momento Brodel creyó ver salir sus palabras convertidas en nubes de muebles magníficos que revoloteaban por los aires saturados de aserrín y se desvanecían lentamente sobre las virutas tibias en las mesas de labor.

      El anciano sacó de su bolsillo una libreta con hojas amarillas de tan vieja, e invitó a Brodel a dar sus ideas. Brodel le describió su deseo lo mejor que pudo, con su laconismo habitual, y aguardó hasta que la traducción en el dibujo estuvo terminada. Se sorprendió de que la hoja expresara mejor que él lo que estaba en su mente, y le pagó al anciano por adelantado. Una semana después volvió en su jeep y se llevó la cama desarmada con las partes envueltas en gruesos cartones que no quiso quitar, a pesar de la insistencia del anciano que casi le suplicó que le echara un ojo antes de llevársela.

      —Confío en usted —fue el consuelo que Brodel le dejó al viejo.

      Cuando estuvo en casa, en la soledad de la habitación, arrancó los cartones y revisó detenidamente cada pieza. Eran en verdad una maravilla. Esculpida con la delicadeza de un maestro, la cama armada daba la impresión de ser una obra de exhibición y no un simple mueble de reposo. Brodel decidió de inmediato que le encargaría al anciano todas las labores de carpintería que requiriera para la casa, lo que incluiría las camas de las habitaciones de alquiler, las mesas, las sillas, los estantes y los pasamanos de la escalera. Cuando fue a visitarlo, se acordó de encomendarle, además, una pieza extra: un letrero.

      —¿Qué quiere que diga? —preguntó el carpintero.

      —Se alquilan habitaciones para artistas decepcionados.

      —¿Solo para artistas?

      —Sí.

      —¿Decepcionados?

      —Sí.

      —Piénselo bien; quizá nadie lo visite. Personas decepcionadas puede que consiga, pero artistas nunca he visto por estos lares.

      Seis

      El músico recorrió los grandes escenarios de Europa, tocó para reyes, jeques y dictadores, apareció como portada en revistas reconocidas y concedió entrevistas a los canales de televisión más importantes del mundo. Un día, sin embargo, despertó en la medianoche de París y se sintió cansado de su vida de fantasía. En la buhardilla clausuró sus instrumentos, cerró con llave su estudio y salió de viaje llevando nada más que un bolso y sus tarjetas del banco.

      Decidió hacer senderismo, pero se aburrió pronto.

      Visitó África.

      Hizo la ruta de la seda.

      Podría decirse que estaba buscando algo que desconocía.

      Cuando la guerra estalló, se quedó varado en la selva del Brasil, atormentado por la bullaranga de los micos y las cacatúas y el calor amazónico de aquella arena de hojas muertas. Así que, en cuanto supo que la paz había llegado, huyó en la primera expedición de locura que se le atravesó en el destino y tomó rumbo al desierto.

      Avanzando a ratos en mula, a ratos a pie, sorteó la crudeza de ese mar de arena que casi reclama su vida. Se extravió. Cuando la mula murió, tuvo que caminar solo por un par de noches entre los cejos suaves de las dunas, esquivando caracolas antiquísimas y escarabajos más vivos. Estaba al borde de la muerte cuando divisó, como un espejismo de mediodía, una hermosa casa en el centro de la nada, en cuyo pórtico colgaba un anuncio ilusorio: «Se alquilan habitaciones para artistas decepcionados». Todo aquello era tan sospechosamente oportuno que se dio un pellizco para comprobar que no lo estuvieran traicionando los sueños. Le dolió. Entonces llamó a la puerta, y un hombre con una gorra de militar

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