Panza de burro. Andrea Abreu

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Panza de burro - Andrea Abreu

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un agua que iba a dar a las profundidades del Atlántico.

      Esa misma noche, recordando el texto, sentí un destello de hambre editorial, un letrero luminoso que decía (disculpen mi vulgaridad): «Literatura millenial canaria». Un chisporroteo de todo lo nuevo y ultrafresco y jamás-publicado-antes que ese escrito anunciador podía contener. Para entendernos: de lo que me di cuenta en ese instante era de que nunca había leído literatura actual, joven, vibrante, que transcurriese en la isla en la que me había criado, que aprovechase su magia lingüística, que mostrase su extrañeza, su mezcla esquizoide. Siempre, desde que llegué a Madrid desde Tenerife, sentí una especie de rabia sorda al percibir que en el exterior se sabía más bien poco de las islas, y que mucho de lo que se sabía estaba de alguna forma errado o incurría en lugares comunes.

      Reconozco que al principio, cuando Panza de burro solo había crecido unos capitulitos, pensé que sería una novela sencilla y hermosa que abriría un hachazo en esa tela de invernadero que parecía ocultar un imaginario y un mundo que debían ser mostrados. Más adelante, la grandeza del libro, la inteligencia y el salvajismo de Andrea, su pulso poético y su falta total de miedo hicieron trizas la rafia, y quedó a la vista una plantación intrincada, dolorosa, inmensa, nada sencilla. Hice la primera edición en un salón de Lisboa, y creo que fue allí cuando me di cuenta de que el libro era mucho más grande de lo que imaginé. También, y esto es importante, sentí envidia. Una envidia por la imposibilidad de escribir yo algo así. Yo, eternamente mestiza vasco-canaria a pesar de haber pasado toda mi infancia en la misma isla en la que transcurre Panza de burro, a pesar de conocer y amar ese mundo tan valioso y tan lleno de flor y fruto y veneno que he vivido, pero que no puedo explicar. Ojalá siempre se editara con envidia. Quizás los psicoterapeutas de la edición nieguen preocupados con sus batas blancas impolutas; es posible que este estado mental en la persona que edita se trate de un desorden peligrosísimo, pero yo le estoy eternamente agradecida a la envidia que me empujó y me empuja ahora.

      Quiero decir esto. Quiero decir esto porque nunca se dice, y es importante: la gente se pregunta cómo se escribe una novela, cómo se logra sacar adelante y editarla y hacer una nueva versión y eliminar un capítulo o dos, e imagina quizás una estampa bucólica. Sentiría que no estoy siendo justa y sincera y que estaría callando cosas importantes si no dijera que a veces yo quería más capítulos y me impacientaba, y se los pedía a Andrea, que trabajaba de dependienta en una tienda de lencería y estaba agobiada y agotada, y cuando al fin me los enviaba, yo estaba en Benidorm haciendo un tour de verano enloquecedor de periodismo inmersivo, teniendo que pasar todo el día en una plataforma marina de la playa, menstruando al sol, y no podía leer esos capítulos que tanto había pedido. Panza de burro es, por tanto, una novela escrita a-pesar-de, en-contra-de, e inevitablemente atravesada por la precariedad y la urgencia. No son estos datos que afecten a la forma de la novela, pero hay fondos que no se pueden obviar.

      Dice José Luis Morales, escritor canario, en el prólogo de su libro Sima Jinámar, refiriéndose a la narrativa sudamericana que liberó de ataduras y casi creó un canon en el que más tarde Sima Jinámar se apoyó, que «a la lengua que habla tanto, que dice tantas cosas, se le prohíbe prácticamente hablar». Recuerdo con gran emoción un día, cuando la novela aún no estaba terminada y yo iba leyendo el libro desmenuzado, capítulo a capítulo, como la gotita que cae de la destiladera de arenisca y va determinando la forma de la piedra. Ese día dejé de preocuparme y dije con voz firme: No pongamos glosario. ¡No pongamos glosario! Andrea estuvo de acuerdo. Sentí que estábamos reivindicando con la naturalidad de Rita Indiana o Cortázar o quien sea, clamando por que la literatura sea un fluido que se cuele en el cerebro de forma compacta, sin detenerse en un eventual tropezón lingüístico. Que se lea como se escucha una canción, una canción en un idioma extraño que el cerebro, a fuerza de escucharla, vaya desentrañando. Además, casi nadie quiere viajar a un lugar donde lo entienda todo perfectamente.

      Pero huyamos de lugares comunes fácilmente explotables por los medios: Panza de burro no es una historia que refleje el habla canaria, porque es solo el habla de un lugar concreto, de un barrio concreto, de dos niñas concretas, de cien viejas concretas. En el proceso de edición, he sentido una identificación con su habla, ciertos momentos de comunión absoluta, pero también la extrañeza excitada de quien mira un animal desconocido —de nuevo la bestia salvaje siendo adoptada— pues la infancia de Andrea —o quizás debería decir la infancia de Isora y la protagonista— transcurrió a una hora y media en guagua de la mía —no es lo mismo La Laguna que los altos de Icod— y a once años menos de la mía (para entendernos: el día que cayeron las Torres Gemelas, vi el fuego en televisión mientras sentía entre las piernas el ardor gozoso de la reciente pérdida de la virginidad, y ese mismo día Andrea tenía solo seis años y no entendía por qué no ponían en la tele el programa que le gustaba y en cambio sí ese fuego). Es decir, Panza de burro no puede ser un canon del habla canaria —son tantas personas, son tantos momentos distintos— sino más bien una invitación a un ritual en el que no se conoce a mucha gente.

      Si tuviera que describir o invitar a alguien a leer Panza de burro, a pasar a ese patio de helechos arrebatados, a sentarse en esa sillita plástica para que se le metiese el demonio dentro, para llenarse —en lugar de vaciarse— de pasiones y envidias, no sabría cómo hacerlo, la verdad. Si tuviera que definir el libro delante de un público, no sabría cómo hacerlo sin llorar un poco, la verdad. Panza de burro es una novela febril. Contamina. Este párrafo, de hecho, está absolutamente manchado de su estilo, ensuciado. Como el chorro de sangre que cae en el agua de una tarjea que pasa por el barrio más alto del pueblo más alto, a las faldas del vulcán. Solo puedo decir: Déjense envenenar, misniños. A Lucía Díaz López, la hermana que siempre quise.

      A Lucía Díaz López, la hermana que siempre quise

      Tan echadita palante, tan sin miedo

      Como un gato. Isora vomitaba como un gato. Jucujucujucu y el vómito se precipitaba dentro de la taza del váter para ser absorbido por la inmensidad del subsuelo de la isla. Lo hacía dos, tres, cuatro veces por semana. Me decía me duele un montón aquí, y se señalaba el centro del tronco, justo en el estómago, con su dedo gordo y moreno, con su uña chasquillada como por una cabra, y vomitaba como quien se lava los dientes. Jalaba del agua, bajaba la tapa y con la manga del suéter, un suéter casi siempre blanco con un estampado de sandías con pepitas negras, se secaba los labios y continuaba. Ella siempre continuaba.

      Antes nunca lo hacía delante de mí. Recuerdo el día en que la vi vomitar por primera vez. Era la fiesta de fin de curso y había mucha comida. Por la mañana, la colocamos encima de las mesas de la clase, todas unidas, con papelito de fiestita de cumpleaños por encima. Había munchitos, risketos, gusanitos, conguitos, cubanitos, sangüi, rosquetitos de limón, suspiritos, fanta, clipper, sevená, juguito piña, juguito manzana. Jugamos a los borrachos dentro de la clase e íbamos dando tumbos agarradas Isora y yo de los hombros, como dos maridos que le habían puesto los cuernos a las mujeres y ahora se arrepentían.

      Se terminó la fiesta y llegamos al comedor y todavía había más comida. Las cocineras nos hicieron papas con costillas, piñas y mojo, la comida preferida de Isora. Y cuando pasamos con nuestra bandejita de metal, con nuestro panito, nuestro vasito de agua empozada (que sospechábamos que era del grifo, a pesar de que en la isla no se podía beber) y nuestros cubiertos y nuestros yogures Celgán, las maestras del comedor nos preguntaron que si mojo rojo o mojo verde e Isora respondió que mojo rojo, y yo pensé que qué echadita palante, mojo rojo, y no tiene miedo de que sea picón, no tiene miedo de comer cosas de gente grande, y que yo quiero ser como ella, tan echadita palante, tan sin miedo.

      Nos sentamos en la mesa y comenzamos a comer a la velocidad a la que se tiraban los chicos con las tablas de San Andrés. No había gomas al final de la cuesta. Los chorros de mojo deslizándose por nuestras barbillas, las trenzas aceitosas de meter los pelos dentro del plato, los dientes llenos de trozos de millo y orégano, cagadas de paloma blanca, como llamaba Isora a la comida de los dientes. Y mientras tragábamos yo ya sentía

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