Panza de burro. Andrea Abreu
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Cuando terminamos de comer, fui al mueble de la cocina de abuela y cogí la tableta de chocolate La Candelaria. Partí un trozo con los dedos y me puse a raspar los dientes contra el chocolate como un ratonito entristecido. Pensé en Isora, en si estaría también comiendo piñas asadas con la abuela y la tía, en si estaría pensando en la playa con tanta agonía como yo lo estaba haciendo. Me acerqué al cuarto de la tele y levanté el teléfono. Marqué el número de Chela. Shit, qué estás haciendo?, dijo Isora. Estoy aburrida porque ya se acabó el fuego. Mañana voy temprano pa tu casa?, le pregunté. Vale, shit. Trae el bañador que a lo mejor alguien nos lleva pa la playa.
Me acosté temprano pa ponerme a pensar en la playa. La última vez que fui era porque mi padre quería ir a pescar y mi madre y yo lo acompañamos. Fuimos a la Punta de Teno, era Semana Santa y hacía mucha ventolera, pero me bañé igual. Mi madre se puso encima de un risco a vigilarme porque, como decía abuela, la mar es el demonio y la niña no se defiende nadando, mientras comía pipas y miraba revistas de decoración de casas estilo rústico y revistas de punto cruz. La marea estaba alta. Pegadito a la orilla, yo metía la cabeza pal fondo, agarraba puñados de piedritas y los intentaba sacar afuera. Cuando las sacaba a la superficie ya casi no me quedaba nada en las manos. Una de las veces dentro del puño me salió un burgado vacío que parecía una luna gastada brillando.
Cremita, cremita por el cuello
Nos pasamos toda la mañana preguntándole a la gente si nos llevaba pa San Marcos, pero nadie podía. Las viejas eran las únicas que parecía que querían acompañarnos porque estaban que no cagaban con Isora, pero ellas no tenían coche ni sabían conducir y la verdad no nos iban a acompañar caminando por la carretera porque eran casi tres horas de camino y la vereda era muy estrecha, los coches pasaban muy pegado. Pensamos en ir solas. Isora cogió las cosas y las metió dentro de una maleta: la tualla, la crema, los bañadores y unos bocadillos de chorizo revilla y queso. Desde el mostrador Chela nos escuchó los escorrozos en la parte de abajo de la venta porque Isora estaba buscando los tenis viejos y vino corriendo pabajo. Pa dónde carajos van ustedes quisiera saber yo. Pa la playa, bitch, le dijo Isora. Y Chela se quitó la chola de levantar pa lanzársela a la cabeza gritando pa la playa te voy a mandar yo volando, cachopuuuta! Yo me pegué a una de las estanterías donde estaban colocados los jugos lybis llenos de polvo y telas de araña. Isora se escondió detrás de las neveras de los congelados corriendo y empezó a repetir por lo bajito foquin bitch, foquin bitch, ojalás te mueras. Cheee, que está aquí esperando el hombre los duuulces, muchaaacha!, gritó una voz de vieja desde la puerta de la venta. Chela salió escopetada parriba con la chola todavía en la mano. Iso, que ya se fue tu abuela parriba, sal pafuera, le dije despegando la espalda de la estantería. Lo volví a repetir y esperé, pero seguía sin salir de detrás de las neveras. Me senté encima de una caja plástica en una esquinita del cuarto y esperé de nuevo. En un momento me pareció que se había dejado dormir, o que se estaba estregando porque respiraba muy fuerte, pero no me atreví a mirar, me dio miedito no sé por qué. Una horita después salió arrastrándose de detrás de las neveras, arrastrándose como una lagarta envenenada, y me dijo shit, acompáñame al baño, que me estoy cagando viva. Y le vi los ojos enchopados, los ojos enchopados de haber estado llorando.
Comimos en cas abuela. Comimos coditos fritos, papas guisadas y mojo rojo. El mojo de abuela era aguachento, porque le echaba agua del aljibe. Cuando ella era pequeña había escasez de aceite y ya de manía lo seguía haciendo. También comimos gofio amasado. Abuela lo ponía dentro de un plato hondo y nosotras lo íbamos cogiendo y haciendo pelotas y lo pasábamos por el mojo aguado. Nos dejaba comerlo todo con las manos, decía que con las manos era más sabroso. Chela, cuando nos veía hacerlo, nos gritaba que éramos unas cochinas, que cómo mi abuela nos dejaba hacer esa jediondada. Y yo notaba cómo decía «tu abuela» con resentimiento. Ella sabía que abuela nos trataba a la papita suave. Cuando terminamos de comer, Isora dijo que se le había ocurrido que podíamos hacer que el canal era la playa San Marcos.
Al salir de a cas abuela, cogimos unos sombreros de ir a la güerta de tío Ovidio y nos fuimos a buscar a Juanita Banana para que fuese con nosotras a la playa inventada del canal a hacer machangadas. Juanita Banana era un niño que vivía al lado de mi casa y lloraba si lo llamaban por el nombrete. Isora gritó su nombre y Juanita Banana salió por el balcón con un bocadillo de lomo y huevo en la mano. Juanito, ven con nosotras que vamos a hacer que el canal es una playa y que criticamos la celulitis de las mujeres. No puedo, respondió, mi madre me mandó a arrancar la yerba. Juanita muy pocas veces podía ir a jugar porque tenía que arrancar la yerba o echar de comer a los animales o podar la viña o baldear los patios o lavar los coches o la minimoto del hermano. Su padre quería que trabajase. A Juanita no le gustaba estudiar y el padre le decía que lo iba a mandar a los tomates como no estudiase y yo a veces sospechaba que aquello no era solo una amenaza y que de verdad el padre quería que se fuese ya pa los tomates desde chiquitito. Me lo imaginaba ya de viejo, con la cabeza calva por el centro, con la cabeza como una güerta quemada. Y con la barba, la barba con algunos pelos blancos. Él mayor con los tomates en las manos y los otros hombres llamándolo Juanita Banana esto, Juanita Banana lo otro, y a él triste, triste y acordándose de cuando era chico y jugaba con nosotras a las barbis y a los ken y nos decía con la barbi: holachicassoychaxiraxiysoymuyguapa.
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