Panza de burro. Andrea Abreu
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Como turmas debajo de la pinocha
Azul marino, rosado, amarillo, más amarillo, amarillo quemado, amarillo güevo frito, rojo. Así eran las casas del barrio, de muchos colores, como las casillas del ludo. De todos los colores y a medio empezar, a medio terminar, pero ninguna completa, eran casas como mostruos incompletos. Casi todas con alguna parte sin encalar, con los bloques descubiertos, con los bloques con mujo y humedades. Casi todas construidas por sus propios habitantes. Piedra a piedra, bloque a bloque. Casi todas ilegales. Casi todas distribuidas por familias: Los Quemados, Los Puños, Los Güeveros, Los Casianos, Los Caballos, Los Chinos, Los Fajineros, Los Negros. Como pajaritos que fabrican los nidos unos cerca de los otros, unos encima de los otros, para protegerse.
Y todo empinado. Un barrio vertical sobre un monte vertical cubierto de nubes bajas, todo surcado por una cueva horizontal muy larga, que iba hasta la cumbre y bajaba hasta la mar, como el manto de la Virgen de Candelaria, la más bonita, la más morena. Tan vertical que a veces parecía que los bemeuves metalizados se iban a caer patrás con la música a todo dar. Y que les iban a salir las alas y nos iban a llevar volando pa la playa San Marcos. Pero no pasaba, eso no pasaba nunca. Y ponían el frenomano y metían la primera y empezaban a chillar goma y subían parriba y se presinaban. Siempre se presinaban cuando pasaban por delante de la iglesia de la Virgen del Rosario.
Eran de dos tipos, las casas del barrio, y estaban todas mesturadas. Unas eran viejas, como la de doña Carmen o la de abuela. Eran de piedra y tenían un patio en el centro en torno al que se repartían los cuartos. Un patio con un techo tapado con planchas de uralita, que mi abuela llamaba duralita, y que en aquel momento empezaron a decir que daba cáncer. Un patio por el que entraba una luz muy fuerte, una luz almacenada durante miles de años, que arrebataba a los canarios de dentro de las jaulas, que empezaban a cantar con los claros del día, pipipipipipipipipipi, descontrolados, y terminaban con la noche. Y los helechos y las buganvillas, que entraban por el huequito que quedaba entre la puerta de la entrada y el techo de duralita, también se arrebataban. Cuando la luz las alumbraba las matas empezaban a crecer tan rápido que parecía que caminaban por las paredes, que bailaban sobre las paredes.
Y luego las otras casas, las más modernas. Que eran de la gente más joven, de la gente que trabajaba en el Sur, en la costrusión y en los hoteles limpiando, que tenían los bemeuves azul metalizado, rojo metalizado, amarillo metalizado, con los faldones planchados al suelo, que subían por el barrio y dejaban mitad de la carrocería por el camino de lo bajos que eran y ponían Pobre diabla a todo dar, Agüita y Mentirosa y Una ráfaga de amor a todo dar y Felina mil veces a todo dar. Esas, las nuevas, eran casas que tenían dos plantas y muchas ventanas y balaustres y un portón en la primera planta, sobre todo un portón, muy grande, más grande, aún más grande, por el que podría caber un camión del tamaño de un pino cargado de pinocha, repleto de plátanos y tomates y regalos, como beibiborns y barbis enfermeras. Y esas eran las de más colores, las rosadas, amarillas, más amarillas, amarillas güevo frito. De estilo venezolano, decían. Las casas de Venezuela, nojoda.
Las casas del canto arriba comenzaban a nacer del suelo como turmas debajo de la pinocha cuando la lluvia dejaba húmeda la tierra. Comenzaban a nacer de la tierra las primeras casas del barrio junto a los pinos de las faldas del vulcán, el vulcán como lo llamaba abuela, y decía las faldas, como si el vulcán fuese Shakira. Las primeras casas del barrio, empezando desde arriba, tenían los tejados y las azoteas llenas de piñas de los pinos y muchas veces parecía que en vez de casas hechas por personas eran casas de brujas y duendes. El resto del barrio, lo que no eran casas, era todo verde oscuro, del color del monte. Los días en los que el cielo estaba despejado se podía ver el vulcán. Muy pocas veces ocurría, pero todo el mundo sabía que detrás de las nubes vivía un gigante de 3718 metros que podía pegarnos fuego si quería.
Mi casa era una montaña de muchas casas construidas sobre la casa de mi bisabuela Edita, la única legal, la única que tenía número. Como mi casa estaba hecha de muchas casas, teníamos que coordinarnos pa poner la tele y cocinar. Si encendíamos dos hornos a la vez la luz saltaba. Si mi padre y mi madre y abuela y el hermano de abuela tío Ovidio y yo, que éramos todas las personas que vivíamos en esa casa, encendíamos todas nuestras teles a la vez yo sentía que la casa explotaba y salía volando pal aire.
Por debajo de nuestra casa estaba la de Juanita Banana y más abajo la Cueva del Viento y más abajo la de una alemana que me regalaba combas de saltar y más abajo la de un hombre que se llamaba Gracián que tenía las cejas tan gruesas que parecía que tenía dos bichos carreteros pegados en la cara con cintasiva y más abajo la de una niña media amiga nuestra que se llamaba Saray, que tenía dos años más que nosotras y se las echaba de famosa porque los padres tenían un bar y más abajo la casa de Eulalia, en la que se reunían las mujeres del barrio a pelar papas y a decir cosas sobre lo gorda que estaba Zuleyma la chica de Antonio y sobre lo que había pasado en El diario de Patricia el día anterior y más abajo estaba la casa donde antes vivía una chica que se fue a la universidad de La Laguna y que cuando volvía los fines de semana decía en plan amigos en plan garimbas en plan mi prima en plan bragas y mi madre decía que si la universidad hacía que la gente se volviera boba. Y más abajo la casa de Eufracia, y más abajo la de un primo de abuela que tenía muchas viñas y muchos naranjeros y que decían que tenía dos mujeres la esclava y la mujer porque vivía con la mujer y la cuñada y la mujer siempre estaba de punta en blanco y la cuñada le fregaba la casa y le atendía el terreno y más abajo la casa de Melva y más abajo la casa de los homosecsuales y más abajo la casa de Conchi y justo debajo la venta de Isora y justo enfrente el centro cultural y más abajo el bar y más abajo la iglesia y más abajo la casa de doña Carmen y ya más abajo no sabía, porque para mí la casa de doña Carmen era como el límite del mundo.
Esto es pa lluvia
La noche de San Juan mi abuela formó una fogalera gigante. La hizo en el medio de la güerta y tenía varios metros de altura. La noche de San Juan no se podía respirar, porque todo el mundo quemaba la yerba seca que había acumulado en el año. A la manta de nubes que normalmente estaba acechando sobre el barrio se le sumaba la humasera y ya todo era como una masa blanca y pesada que se pegaba a la piel. Del cielo llovían papeles y trozos de gomas de los coches. Estaban abuela, tío Ovidio, mi padre y mi madre. Desde la azotea de abuela se podía ver todo el barrio lleno de puntitos de fuego. Las aldoriñas estuvieron toda la tarde volando arrebatadas, chillando, mientras abuela y papi echaban los escombros que habían sobrado de construir cosas durante el año y toda la yerba que habían arrancado. Esto es pa lluvia, decía todo el tiempo tío Ovidio mirándolas volar descontroladas, esto es pa lluvia.
La fogalera que hicieron tenía un muñeco en el centro con los ojos pintados con rotulador y una gorra de la ferretería Los Dos Caminos. Papi cogió un palo viejo de fregona y le puso una ropa que antes era de abuelo: una camisa de rayas azules y blancas con un bolsillo grande, que a él le quedaba estrecha y que recuerdo que se le veía la barriga por fuera, redonda y grande como un bimbo, y unos pantalones de pinza negros que también eran de él. Cuando vi la ropa que le habían escogido me entró miedo, me entró miedo de si un día abuelo quería dejar a la alemana y volvía pa cas abuela y le daba por buscar la ropa esa.
Ya cuando el cuerpo del muñeco era pura ceniza, empezaron a caer las primeras gotas. La lluvia de verano me daba mucha agonía. Al principio fue el sereno, y después las barranqueras de agua bajando