7 Compañeras Mortales. George Saoulidis
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Читать онлайн книгу 7 Compañeras Mortales - George Saoulidis страница 5
―¿Qué te ha parecido? ―dijo la mujer rica.
La rubia respondió:
―Aún no estoy segura. Tiene potencial, pero está por verse.
El restaurante en aquella azotea con vistas al Partenón era uno de los mejores de Plaka. Un camarero sirvió más champán en sus copas y brindaron con un leve toque, como las damas.
―Por uno bueno, entonces ―dijo la mujer rica. Se limpió la comisura de los labios con una elegante servilleta de tela, y respiró como si se estuviera preparando para algo―. ¿Hiciste que aceptara los términos?
La rubia sonrió.
―Ni siquiera los leyó, aceptó en el acto.
―Excelente, querida ―dijo la mujer rica con alegría contenida.
―Estoy segura de que nuestras hermanas están de camino a él mientras hablamos.
La mujer rica levantó la vista, pensando. Sus joyas doradas titilaban cuando movía el cuello.
―Me acabo de imaginar a Desidia corriendo hacia él.
―Bueno, podría correr, así tendría más tiempo para sentarse y no hacer nada.
La mujer rica se rió de eso.
―Buena. En realidad, yo no lo descartaría. Realmente tiene motivaciones extrañas. O ausencia de ellas. ―Agarró su bolso ridículamente caro para sacar su tarjeta de crédito. Hizo un ligero gesto y el camarero se acercó para recoger la tarjeta y completar el pago.
―¿Por qué siempre vienes aquí antes de un trabajo?
La mujer rica miró al antiguo templo en la cima de la colina de la Acrópolis. Con una cierta introspección, contestó:
―Me… ayuda a poner los pies en el suelo. A recordar quiénes somos.
La rubia gruñó y asintió, aparentemente satisfecha con la respuesta.
―Sin mencionar que este es el último lujo que podré disfrutar en mucho tiempo ―dijo la rica mujer, deleitándose con el aroma del champán.
Capítulo 5: Horace
Horace hizo cola para pasar por las puertas automáticas de la estación de metro. Hizo equilibrios con su caja para sacar el pase electrónico. Cuando estaba a punto de atravesarla, un hombre grande se coló y deslizó el suyo, pasando delante de él. Horace lo encontró grosero pero lo dejó pasar, gruñendo mientras caminaba con cuidado por el estrecho acceso.
Esperó un poco, y se le cansaron los brazos. Miró alrededor y el único lugar en el que podía sentarse era en un banco, justo al lado del hombre grande. Horace pudo verlo mejor ahora, era el típico musculitos idiota. Camiseta ajustada sobre cuerpo inflado, cabello teñido a la última moda, tatuajes, vaqueros ceñidos. Hacía rodar en su mano un komboloi, una pequeña pulsera de cuentas, la alternativa griega tradicional a la pelota antiestrés.
Horace no tenía ningún problema con el tipo, por lo que se sentó a su lado. El sitio era estrecho y aparentemente el hombre se sintió obligado a reclamar su espacio porque se estiró girándose y empujando lentamente a Horace hacia un lado. Horace soltó un gruñido pero no dijo nada.
Después de unos minutos, llegó el metro. Entró y se quedó en el medio del vagón, con la caja en el suelo, asegurándose de que no interrumpiera el paso.
Horace miró hacia afuera y se perdió en sus pensamientos. No se dio cuenta de que el hombre grande se había inclinado y sacado una de sus figuras de acción de la caja. Era la guerrera de un juego, a Horace sólo le gustaban las figuras de acción femeninas, y esa era particularmente tetona, con un traje muy revelador.
―¿Qué es esto? ¿Material para masturbarse? Jugando con muñecas, ¿no? ―dijo el hombre grande, agitándola.
Horace se puso rojo de vergüenza y sintió hervir su sangre, pero no quería enfrentarse a otra persona aquel día. En realidad, no quería enfrentarse a otra persona aquel año, ya había agotado su cuota. Por no mencionar que el hombre grande le sacaba una cabeza y unos veinte kilos de puro músculo.
―Por favor, dame mi figura de acción.
―¿Esto? ―El hombre grande sonrió, pero no amablemente.
―Sí. Es mía. Por favor, devuélvemela. ―Esperó con la palma hacia arriba.
―¿Quieres tu muñeca de vuelta? ―dijo el hombre grande lentamente.
―Sí… ¿Qué? No, no es una muñeca. Es una figura de acción, y es de colección. Por favor, devuélvemela.
Horace no quería enfrentarse al hombre grande en este espacio cerrado. Esperó, preparándose para cualquier cosa.
Pero no para un codazo en las costillas.
―¡Ay! ―Dio un paso atrás. Había venido de abajo. Una mujer bajita estaba allí, mirándole cabreada. Tenía el pelo negro enroscado en rizos cortos y enfadados, una cara enfadada en una cabeza que era un poco más grande de lo que debería ser para su altura, y brazos enfadados más gruesos que los de Horace. Definitivamente tenía enanismo, Horace lo sabía por las proporciones de su cabeza y sus extremidades comparadas con su cuerpo.
―¿No vas a defenderte? ―preguntó ella, golpeando el puño en su pequeña pero muy poderosa palma.
Horace no tenía ni idea de cómo responder a eso.
―No tengo ni idea de cómo responder a eso ―dijo, mirándola fijamente, con la boca abierta―. ¿Luchar contra quién? ¿Contra ti?
―¡Contra mí no, idiota! Pero no me importaría hacer un par de asaltos contigo. Pareces un sangrador, sería divertido. No, estoy hablando de este montón de carne. Dale un puñetazo en la ingle.
―¿Qué? No, ¿por qué? ―dijo Horace, agitando la cabeza.
―Te ha quitado algo, ¿no?
―Sí…
―¡Pues dale un puñetazo y tómalo de vuelta! ―dijo ella, golpeándose el puño en la palma de la mano de nuevo y haciendo que Horace retrocediera.
―No voy a hacer eso ―dijo Horace, tan calmadamente como pudo―. ¿Qué pasa hoy con las mujeres locas que me dicen lo que tengo que hacer?
―Por supuesto que no lo harías. ―Ella le hizo un gesto para que se fuera con su pequeña mano―. Si estuvieras listo, no estaríamos aquí, ¿verdad? Vale, bien, no le des un puñetazo en la ingle, aunque esté perfectamente expuesta. Entonces, al menos, recupera lo que te ha quitado.
El hombre grande no estaba prestando atención. Miraba los pechos de la figura de acción y se la mostraba a la gente, riéndose y señalando a Horace.
Qué grosero.
Horace cerró los puños, pero se mantuvo calmado. Decidió resolver la situación con astucia. Metiendo la mano en la caja, sacó dos figuras