Spaghetti Paradiso. Nicky Persico
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«Sí» dije respondiendo a su pregunta silenciosa «también yo me voy. Por hoy ya es suficiente.»
Ella sacó las llaves y, después de cerrar la puerta, se pegó al teléfono móvil. Se despidió con un gesto en cuanto estuvo fuera del portal, mientras todavía escuchaba a su interlocutor de la otra parte de la línea y desapareció rápidamente en la penumbra de las calles del centro.
Yo pensé en las anchoas, la cerveza, y me fui también. Vivía con mi padre. Un tipo tranquilo, desde hacía poco tiempo jubilado.
Mi cena preferida, la que me esperaba, estaba compuesta de anacardos, anchoas en aceite, albaricoques secos y cerveza helada. Comería lentamente delante del televisor, intrigado por el espectáculo de la gente que, más allá de la pantalla, se peleaba por convencer a la gente que estaba de la parte de acá. Hace tiempo se llamaba lucha libre. Ahora se dice debate: un competición entre campeones de la nueva lucha del siglo. El presentador/árbitro anuncia con orgullo el primer asalto y a los grupos contendientes: «Esta tarde tenemos en el ring al hombre-mierda, por el equipo de los granujas, que inicia el combate contra la mujer misteriosa, del equipo de los que parecen-buenos.» Sorprendentemente ágil y divertido a pesar de la figura rechoncha, con la pajarita y las mangas de la camisa remangadas hasta el codo, el árbitro daba la señal de comienzo.
Me producían curiosidad estos encuentros.
Entre un anacardo y una anchoa, observaba las técnicas: golpes por debajo de la cintura moral, agarres bloqueando el razonamiento, puñetazos verbales en ráfagas. Todo cosas que, de hecho, en el adversario no provocaban ningún daño real.
Los miraba enfrentándose mientras simulaban golpes mortales, tomando impulso en las cuerdas del ring para, a continuación, lanzarse sobre el antagonista. De vez en cuando los protagonistas de la pelea, exhaustos, se alternaban con otros compañeros de equipo, y en ese caso no se entendía una mierda.
El combate, habitualmente, acababa de esta manera, entre ropas hechas pedazos y trozos de cabello sueltos: el grupo vencedor se decidía a través de la autoridad competente, tal como yo lo veía, y el combate tenía el regusto de un tongo colosal. Sin embargo, al día siguiente, en el bar se podría comentar la feroz pelea: « ¿Viste cuando el hombre-carroña ha aferrado por los conceptos al hombre-grisino?» decía un tipo grueso a su amigo.
« ¡Sí!» respondía entusiasmado el otro. «Lo ha cogido y golpeado más veces en la cara contra sus afirmaciones irrefutables. ¡Qué leñazos, chicos!»
Llegado a este punto casi siempre llegaba un tercer amigo del café y entraba de manera impetuosa: «Olvidaos… la mujer-rapaz ha estado genial cuando ha hecho el movimiento de los razonamientos en doble espiral envolvente contra las dos gemelas-corruptas… ese movimiento ganó el combate.» ¡Que me trague la tierra! Pocos minutos más tarde en el bar ya no se entendía nada. Insultos, encogimientos de hombros para mostrar condescendencia, frases hechas y repeticiones de ideas cogidas prestadas, clientes que eran discretos pero que acababan por adherirse a un grupo un poco más tarde, después de haber dicho: «Yo no he querido intervenir, con esos paletos, pero te lo digo: la mujer-escort tenía razón.». Algunas veces se equivocaban al valorar el equipo del interlocutor, y la pelea comenzaba en otra parte de la ciudad.
LA RED
La mañana estaba sombría y hacía un poco de frío.
Me esperaban unos cuantos trámites. Todo rutinario: ir hasta la oficinas de notificaciones para solicitar las de aquel día, luego a las secretarías de los tribunales para varias peticiones de copias de actas, verificar un par de citas de audiencia, desempolvar viejos expedientes y otras cosas parecidas. Papeleos.
Siempre me ha gustado levantarme temprano. Una costumbre que se estaba mostrando muy útil en este período de mi vida.
A veces conseguía llegar a los alrededores del tribunal poco antes de las 7, con las ventajas añadidas de: encontrar fácilmente sitio para aparcar, no estar angustiado por el retraso y, sobre todo, respirar la atmósfera del barrio en que se encuentra el edificio donde se administra la justicia.
Un barrio popular y populoso, lleno de vida.
Vida que se te escapa, si llegas más tarde de las 9, aplastada por el río de autos ruidosos y rabiosos, con el ojo en el reloj, los minutos contados y el tribunal en parada coronaria: la cola delante de los ascensores, el personal ya estresado y poco inclinado a la cortesía y todo lo demás.
Una hora antes, en cambio, el mismo lugar parece pertenecer a otro mundo. Caminaba lentamente y sentía cómo se despertaba el barrio. El café en un pequeño bar a rebordar, mientras leía un periódico de esos distribuidos de manera gratuita, y luego caminaba entre las aceras limpiadas con detergente, cortinas metálicas todavía cerradas o que apenas se estaban abriendo, furgonetas que descargaban pan, y humanidad de cualquier tipo.
Llegaba, por lo tanto, a las oficinas cuando apenas habían dado las 8.
Todavía estaban cerradas al público pero tampoco había mucha rigidez en lo de observar la prohibición de entrar. Los registros de las audiencias, llamados pandecta15 eran ya consultados sin deber esperar a la cola con otros abogados o, más a menudo, abogados en prácticas como yo, que ya los estaban ojeando mientras buscaban las referencias que necesitaban: fecha de reenvío, nombre del juez, etcétera.
Luego, si había tenido suerte, me cruzaba con alguno de los funcionarios del departamento que, sin atrincherarse tras la frase «abrimos al público dentro de media hora», aceptaba llevar a cabo el encargo por el que me había dirigido allí. En definitiva, algunas veces, incluso antes de las 9, había ya hecho cosas que, si hubiese llegado más tarde, habrían requerido, en total, unas dos horas. Y además sin estresarme.
Pero también había otras ventajas.
Lo admito, no siempre era correcto, porque a veces, si Fanny o Spanna me llamaban al teléfono móvil para saber si tenía tiempo para hacer una cosa, decía que acababa de llegar. Por lo tanto deducían que no habría tenido tiempo para hacer nada más aunque fuese urgente. Ante este obstáculo optaban inevitablemente por la solución alternativa y yo me limitaba a mi trabajo.
Pero este comportamiento mío, non muy limpio, tenía algunos atenuantes.
En el pasado, de hecho, había sucedido que cuanta más eficiencia mostraba más aumentaban los encargos finalmente el llegar temprano se transformaba en una razón para sobrecargarme de encargos. Y sólo porque era madrugador.
Así, con la conciencia en paz, decidí que era justo, digamos que como método de defensa, no revelar que estaba ya libre a las 9, cuando ocurría.
Terminados los encargos, aquella mañana, estaba por entrar en la Secretaría y en ese momento el viejo y eficiente teléfono móvil con forma de Bollycao 16 que tenía en el bolsillo emitió un obsoleto trino.
«Ya empezamos» me dije a mí mismo «será el bufete que intenta endosarme cualquier pesadilla burocrática, quizás, qué se yo, depositar una instancia en la Fiscalía de Mompracen17.» A veces me mandaban a sitios que ni siquiera estaban en el mapa.
Un suspiro y estuve listo para responder con tono cansado, simulando que estaba agotado.
« ¿Quién es?»