Spaghetti Paradiso. Nicky Persico
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Habituado, también, a comportarse y moverse como un eslabón que está en los últimos escalones de la cadena alimentaria/burocrática: pocas presas, demasiados predadores.
Vestido a capas, cargado de todo tipo de documentación útil según la necesitaba, siempre provisto de agua (botellita de medio litro) y paquete de galletitas saladas para los momentos de hambre extrema, había hecho del mimetismo urbano su estrategia ganadora.
«… Un hombre adiestrado a ignorar el dolor, a ignorar el frío, a vivir de lo que encuentra, a comer cosas que harían vomitar a una cabra…»
El coronel Trautman usaba estas palabras para describir a Rambo en la película del mismo nombre, pero, de hecho, había descrito también a Mutolo.
En definitiva, era alguien que sobrevivía y que, se crea o no, estaba mejor que otros.
Era un héroe metropolitano al que invité a entrar en mi pequeña estancia al fondo del pasillo.
Se levantó, me siguió silencioso y se sentó, cortés como siempre.
Quién sabe lo que pensaba de aquella escena del fax a la que había asistido poniendo atención en el más nimio detalle: a Mutulo no se le escapaba nada.
En realidad me preguntaba a menudo qué pensaba durante todas esas horas.
De todas maneras, yo sabía lo que había ocurrido.
El motivo de la ansiedad general no era por una causa perdida, sino de abogados.
Abogados de la contra parte, para ser exactos.
Era muy difícil ver al abogado Spanna enfadado.
Pero cuando sucedía, la que te esperaba, y esa vez ocurriría.
El abogado que asistía a la contra parte, de hecho, era un tal Paceno. Achille Paceno.
Un gordo hijo de papá, tan odioso como incapaz, tan rico (por la familia) como presuntuoso, tan ignorante como idiota. Los tan como eran siete, las dotes negativas (aparte de gordo y rico, que por ellos mismos no implican, como se dice en jerga, aun que tengo amigos así y son muy buenas personas). La misma composición química de la nitroglicerina sociológica. Un tocapelotas, un gato enganchado a los huevos, etc.
A pesar de ser mucho más joven que mi jefe, el abogado Paceno había empezado desde el principio a faltarle al respeto. Era la clásica manzana podrida, como hay en cualquier sitio. Comportándose de manera incorrecta había conseguido, sin dar demasiadas vueltas, hacerse odiar también por Spanna, que fue a añadirse a la lista de aquellos que, como decirlo, lo tenían atragantado.
Una vez un abogado, dirigiéndose a un grupo de colegas, durante la pausa de una audiencia, había dicho: «Muchachos, si hiciésemos un partido con todos a los que Paceno les toca los huevos, en las elecciones locales conseguimos seguro un concejal.»
Era algo que había sucedido hacía mucho tiempo. Ahora se hablaría de consejero regional.
Por lo tanto, sucumbir, aunque solo fuese en primera instancia, todos en el bufete intuíamos que, para Spanna, constituía casi una afrenta que se debía lavar con sangre. Y sólo Dios sabe cómo Paceno había conseguido vencer y cuánto se habría enorgullecido, engreído como era.
En definitiva, una fea jornada. Fea para todos.
Mutolo parecía que lo había comprendido. Estaba más silencioso de lo habitual, y si fuese posible se hizo más invisible todavía. Como el perro de casa que cuando está el nerviosismo en el aire se mueve poco y con la cabeza baja prefiriendo los recorridos pegados a la pared para no hacerse notar. El perro de casa es la última rueda del carro y, en el recorrido social desde la maceta de barro a la de hierro, sabe que finalmente alguien la tomará con él.
Intuía su concentración. Creo que se repetía a sí mismo, como un mantra: «Yo no existo, yo no existo…»
Lo miré. Temía que se desmaterializase delante de mis ojos a fuerza de intentarlo. Porque, para poder ser más invisible de como era, la desaparición material era la única posibilidad.
«Bien, Mutolo» me mostré tranquilo « he recibido una respuesta por el recibo del gas devuelta: todo se ha resuelto.»
Sonrió.
Mutolo alzó ligeramente los párpados y relajó los músculos de la espalda. Para alguien como él, una manifestación exterior de este tipo era el equivalente al grito de un aficionado cuando gana su equipo.
«Gracias, abogado» dijo. Estaba exultante y me apreciaba. Era capaz de percibirlo.
«Eh… cuánto le… cuánto debo… » me preguntó.
Había visto acaudalados empresarios salir del bufete de Spanna sin pronunciar esta petición: si Spanna (debido a la inútil espera) decía algo a ellos tomando la iniciativa a propósito de los honorarios, se mostraban desconcertados, dando a veces de manera meliflua una excusa por no haberlo preguntado. El olvido. Luego, quizás, pedían disculpas por no haber llevado el talonario de cheques, pero de hecho tardaban meses en pagar.
Ni siquiera era un problema de astucia sino de olvido, de aquella patología rara y dramáticamente incurable de la que Mutulo, sin embargo, era sospechoso, denominada científicamente dignidad. Por otra parte, agravada por el respeto por el trabajo ajeno. En los casos fulminantes, se mantienen con vida durante pocos meses caracterizados por atroces sufrimientos.
«Nada, Mutolo, está bien así, es sólo un fax en el fondo.»
Al pronunciar estas palabras me levanté y le di unos papeles envueltos en un folio blanco doblado en dos como si fuese un expediente.
«Ahora, me debes perdonar, pero tengo mucho que hacer. Conserva con cuidado estos papeles. Le debe llegar una respuesta, en un futuro podrá presentarlas. Me confirman la condonación de la suma por correo certificado. Cuando llegue le llamo, de esta forma viene a recoger también esta.»
Mutulo cogió el expediente, lo metió con cuidado en un bolsillo interno y enorme de la chaqueta, un bolsillo tipo bolso, y desapareció. Creo que la puerta se quedó cerrada mientras pasaba. Él las puertas las atravesaba sin abrirlas. Ahora ya estaba seguro.
Volví con mis pensamientos.
El día había sido muy largo y comenzaba a sentir el cansancio. Debía terminar todavía el examen de un expediente. Un problema de vecinos. Un tema realmente poco emocionante.
Pero Spanna había dicho que debía hacer yo los informes de este nuevo contencioso que había sido pescado por el bufete hacía poco. El cliente se había enfadado con el abogado que lo asistía poco antes y nos lo había confiado a nosotros. Era experiencia y debía hacerlo, e incluso bien.
Con el mismo entusiasmo de un condenado que se dirige al patíbulo, comencé a leer la voluminosa documentación de una causa que duraba ya años. Después de, más o menos, tres horas, sabía casi todo aquello que competía a los gastos comunitarios concernientes a los frentes de los balcones y los canalones.
Ya era bastante, decidí.
***
Tenía hambre, estaba cansado y Fanny