Spaghetti Paradiso. Nicky Persico

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Spaghetti Paradiso - Nicky Persico

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es que fuese estúpido, es verdad. Pero no estaba cerca del modelo primero de la clase. La definición más aproximada a mi modo de ser era probablemente un inteligente pero se distrae con facilidad.

      Y de esa manera durante el tiempo preciso para licenciarme (más o menos dos eras) me distraje, efectivamente, muchísimo. En particular con el universo femenino, delante del que me quedaba realmente encantado.

      El descubrimiento de nuevos universos, ya se sabe, despierta el instinto de exploración y otra serie de instintos.

      En ocasiones, con el otro sexo, no se disparaba esa sintonía psico-socio-relacional-sexual, a pesar de las aparentes promesas y de que yo no era exactamente un depredador, como sujeto. Para entendernos, siempre había sido definido como un tipo extraño, desde este punto de vista: necesitaba más cantidad de hechos concomitantes para acabar en la cama con una chica. En definitiva, necesitaba algo que no sabría ni siquiera cómo definir bien, en caso contrario ni siquiera lo habría intentado. No era un chico guapo, seamos claros. Pero a mi manera, gustaba, y sucedía –cómo decirlo –no demasiado a menudo. Sea como sea, cuando la alquimia funcionaba saltaban chispas, emociones absolutas, pasiones líquidas, experiencias irrepetibles. Como la ejecución de una orquesta. El punto de equilibrio perfecto. Es inútil negarlo o fingir no saberlo, ciertas veces no es química, es magia: complicidad, frescura, curiosidad, trasgresión y novedad.

      A un paso del Paraíso. Y a dos de la Universidad.

      Luego, después de fluctuantes compromisos de estudio, conseguí la licenciatura y llegaron las prácticas de abogacía.

      Un período de aprendizaje fundamental en uno o más bufetes, durante el cual el futuro abogado debe probarse a sí mismo e intentar poner en práctica el bagaje teórico acumulado durante los cursos de estudio.

      En definitiva, un recorrido formativo, para muchos, que en realidad, para algunos, era definido como la clásica experiencia de noventa grados.

      Realmente no a todos se les daba la posibilidad de aprender. Yo, por mi parte, pude, efectivamente, comprender un montón de cosas.

      Muchos sostienen que, en la vida, es importante tener unos valores. Una vez observé un furgón blindado, con guardias armados y su cartel de TRANSPORTE DE VALORES. Nunca la ética me había parecido tan maravillosa.

      Cerrati me alcanzó cuando estaba ya sin aliento. Estaba vestido como de costumbre, una mezcla entre un burócrata y un director de cine de la transvanguardia francesa.

      Llevaba una cartera en bandolera, de piel, ya completamente deforme y desgastada, llena de documentos de origen desconocido, y debajo del brazo unos folios, mezclados con páginas de periódicos y diversos tipos de correspondencia. El conjunto semi encerrado en un periódico semanal que habría hecho gozar a no se cuántos coleccionistas.

      «Abogado, cielos, perdone la tardanza, pero aparcar en el centro es siempre muy difícil, piense que mientras buscaba un lugar me ha ocurrido una cosa… Escuche… una cosa terrible… una señora… justo cuando ya había localizado la plaza de aparcamiento… y teniendo en cuenta que yo soy muy prudente… pues esta señora llega disparada, abogado, y digo disparada… porque está claro que siempre se corre… pero a una velocidad de locura… digo yo… hay niños… no se…»

      El Cerrati de siempre.

      «Cerrati, perdóneme».

      «No, abogado, por favor… perdóneme usted… es más… yo…»

      «Vale, Cerrati. Comprendo lo que quiere decir. Son cosas que ocurren. A propósito, ¿ha traído los documentos?»

      « ¡Claro, abogado!... Sí… aquí están: ¡los he puesto en orden como me ha dicho usted!»

      Mientras pronunciaba estas palabras me dio los expedientes que había observado antes. El concepto de orden, desde el punto de vista de Cerrati, era la demostración científica de la eficacia del término relativo. Bien. El montón informe de papel arrugados era para mí. Dudaba instintivamente si cogerlo y Cerrati tendió las manos un poco más. Me armé de valor.

      «Gracias, Cerrati: los miraré en cuanto pueda»

      « ¡Por Dios! Claro… sí… yo pensaba… quizás usted, con todos sus compromisos importantes… yo debo estarle agradecido…»

      Todos sus compromisos importantes, sí, claro.

      «De acuerdo. Ahora tengo que irme, porque por desgracia, sabe, tengo otra cita, y no puedo llegar tarde.»

      « ¡Ah! Pero escuche, abogado, que si tiene unos minutos le explico… a grandes rasgos…»

      «Gracias, Cerrati, pero prefiero hablar de ello con conocimiento de causa: en cuanto termine yo le llamo…»

      En cuanto escuchó esto Cerrati, de mala gana, se alejó, viendo como se desvanecía la ocasión de tenerme allí al menos una hora larga para ilustrarme sintéticamente sobre el caso. Yo, en cambio, a las 16:45 hora local estaba ya de vuelta: tenía una cita.

      ***

      Apenas había cerrado la puerta a mis espaldas cuando el fax que estaba al lado de Fanny, después de un campanilleo sutil, comenzó a graznar y a emitir, lentamente, desde aquel agujero tecnológico que a veces parece la evolución de la Boca della Verità, un documento proveniente de la Secretaría del Tribunal.

      La sonrisa burlona comenzó a desaparecer gradualmente de la cara de la inveterada secretaria de manera directamente proporcional a las líneas leídas a medida que aparecían. Cuando el documento fue completamente impreso, ya lo había leído todo, y mirándola a la cara se podía pensar que en aquel papel estaba anunciado el fin del mundo.

      Sin decir una palabra, recogió los dos folios, y con paso incierto se dirigió al despacho del abogado, entrando y reapareciendo en el umbral pocos segundos después. Volvió a su puesto y continuó jugueteando con el ordenador como si nada hubiese ocurrido.

      Pero en el aire se percibía un extraño silencio. Más que nada era como si una especie de agujero negro sonoro absorbiese cualquier sonido, incluso fisiológico, de todo el bufete. La atmósfera parecía irreal.

      Esther, la joven abogada, sobrina del abogado Spanna, que ocupaba la primera habitación a la izquierda, como obedeciendo a un silencioso reclamo asomó la cabeza: se acercó a Fanny y pronunció sólo cuatro palabras.

      «No me digas que…»

      Fanny la miró un momento y no respondió.

      Esther se llevó la mano a la boca y se atrincheró a todo correr cerrando la puerta tras de sí.

      A veces los acontecimientos de la vida se entrecruzan de manera inescrutablemente complicada, se confunden, en definitiva.

      El proceso de confusión es democrático, y a veces demoníaco. La bolita de la ruleta, aquella tarde, se había parado en la casilla del abogado Spanna.

      Todos los abogados, por definición, en el papel de defensores vencen o pierden causas. Es estadísticamente imposible que esto no ocurra en un porcentaje más o menos variable. De la misma manera que no es posible imaginar que un abogado no tena en cuenta –siempre –la posibilidad de que la parte asistida (como de manera

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