Spaghetti Paradiso. Nicky Persico

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Spaghetti Paradiso - Nicky Persico

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abierto con dificultad un poco los ojos me di cuenta de que era de noche. Bien entrada la noche.

      Intentaba, como siempre ocurría, calmar el nerviosismo. No pasa nada, me repetía, no pasa nada. Lo conseguimos: ha sucedido otra vez.

      Ha sido un sueño.

      Un sueño que conocía muy bien.

      Es siempre igual y terminaba todas las veces así, porque me despertaba de repente.

      LA MAFIA NO EXISTE

      Entre todas las cosas que habían llamado mi atención del abogado Spanna cuando lo conocí una en particular me había asombrado.

      Los zapatos.

      Sus zapatos.

      Eran viejos, realmente viejos. Pero bien conservados. Muy trabajados, diría: negros, costura inglesa, limpios. Probablemente con las suelas cambiadas una y otra vez. Probablemente Church Burwood3. Con cada pisada emitían siempre un característico y leve crujido que convertía todavía en más austera la forma de andar de aquel hombre anciano, bien plantado y arreglado.

      Sus zapatos.

      Cuando me lo encontré la primera vez mi mirada fue atraída, no tanto por la figura, sino porque me evocaba un encuadre específico de la película Cadena perpetua: un primer plano de los zapatos de Brooks.

      Brooks era uno de los presos condenados a cadena perpetua; ahora, ya anciano, está encargado de labores socialmente útiles. Libre, en la práctica, pero deshabituado al mundo fuera de la prisión, tanto que la echa de menos. Seco y musculoso, a pesar de la edad, bajo, con la espalda y los hombros curvos y las manos como tenazas.

      El encuadre partía desde un primer plano de sus zapatos: viejos pero cuidados. Negros, brillantes y robustos como los de los marines americanos (tipo Church Shannon,4 para hacernos una idea). La cámara seguía subiendo lentamente por las piernas de aquel hombre canoso para a continuación, girar a su alrededor y llegar hasta el rostro curtido: de pié encima de una mesa de madera, estaba intentando grabar con una navajita la frase Brooks estuvo aquí en la viga donde se mataría poco después.

      Quién sabe porqué me había venido a la cabeza aquel encuadre. Me lo he preguntado muchas veces pero nunca he encontrado la respuesta. Jamás.

      Quizás porque siempre he pensado que por los zapatos de un hombre es posible entender muchas cosas sobre él. O quizás también porque Brooks era cuidadoso, austero y comedido en todos los aspectos. Lo fue incluso en la forma de morir. Y también de él me habían llamado la atención los zapatos.

      Con aquellos zapatos, paso a paso, decía, el abogado entró en la habitación.

      Sobre el empeine se apoyaban los bordes de unos pantalones azules a rayas. Un clásico, con rayas claras muy finas y no muy juntas5. Los pantalones tenían la largura justa: ni un milímetro de más ni un milímetro de menos. Le caían bien. Debajo del traje, perfecta también en los hombros y probablemente hecha en una sastrería, una camisa con el cuello de puntas rectas, turndown collar6, de color blanco con rayas azules, corbata regimental7 azul con un nudo equilibrado, no demasiado grande, un medio Windsor, naturalmente.

      Esta era la combinación perfecta para el trabajo de abogado: se adapta a todas las ocasiones, comunicaba autoridad pero no señales identificables a primera vista. Ponía al abogado en el sitio justo respecto a cualquier interlocutor y en cualquier contexto.

      Su lenguaje corporal decía: no soy superior a ti pero tampoco inferior. No quiero aparentar pero te respeto y pido respeto por mi trabajo. No soy ostentoso, no busco cubrir defectos de carácter (es decir, tengo puntos débiles reconocibles). Soy una persona equilibrada. Lo que suceda también dependerá de ti. Traducido: autoritario con los clientes, irreprochable con los funcionarios, un escalón debajo de los jueces que lo querían un escalón por debajo. Sin excesos. Spanna, sencillamente, evitaba y prevenía potenciales equívocos y contrastes basados en el lenguaje no verbal.

      Y usaba esta manera de vestir cuando la necesitaba: si se quería proteger aparentaba inexpugnable, recordaba su pertenencia a un orden. Si sus tonos eran más comunes, se convertía en modesto, preparado para dar un paso atrás, elásticamente, para sugerir estar dispuesto a un acuerdo, a una propuesta atrevida, incluso indecente pero necesaria. Podía tomar partido, sí, pero por una razón de deber legítimo. Irreprochable frente a su colega adversario, pero debía hacer su trabajo. Creíble con los jueces, respetuoso con su papel, pero también de la correcta aplicación de las leyes o de las excepciones a pesar de lo inocuas que podrían ser. Y así todo.

      Eficaz, es el término exacto para describir su forma de vestir.

      Para resumir, en él, en conjunto, nada desentonaba. Los cabellos eran grises, cuidados en su corte y todavía espesos. Las gafas de vista tenían una elegante montura en cromo y las lentes siempre limpísimas.

      El abogado Egidio Spanna había entrado en la habitación, todavía no había pronunciado una palabra, sin embargo ya había dicho lo que pensaba a su interlocutor, que había adoptado la pose psicológica más idónea.

      Me miró durante un momento (aunque fuesen milésimas de segundo, Spanna era capaz de repetirlo empleando exactamente el mismo tiempo) y se dirigió, acompañado por el crujido de sus zapatos negros, a la gran butaca de piel detrás del escritorio, sobre la cual se puso con el habitual movimiento, casi sin producir ruido que no fuese el del cuero que la revestía.

      Después de una rápida ojeada a una nota puesta de manera ostentosa por la secretaria, se quitó las gafas con lentitud, las puso encima de la mesa, se apoyó en el respaldo, relajándose y pasando a continuación, una sola vez, las dos manos por la cara. Era el único momento de relax que se concedía y sólo con personas que conocía: colaboradores, amigos o familiares. Enseguida se puso las gafas de manera rápida y precisa, y me miró.

      Yo estaba sentado, antes de que él entrase en la habitación, en una de las dos pequeñas butacas de madera al otro lado del escritorio. Incomodísimas. Y estoy seguro que ni siquiera esto era fruto de la casualidad.

      Ahora ya había comprendido bien a ese hombre. Y había llegado el día en que le cantaría las cuarenta. Estaba harto, no me dejaría engañar por sus juegecitos y su dialéctica florida.

      Con una expresión interrogativa me dirigió la palabra en tono amigable. Vagamente paternal.

      «Bien, Alessandro, ¿cómo va todo?»

      Pregunta abierta: necesitaba sondear el terreno.

      «Bien» respondí con rapidez, «estoy intentando orientarme, abogado»

      Respuesta cerrada: hoy te vas a enterar.

      Había comprendido desde el principio que con ese hombre no necesitaba malgastar nada, y menos las palabras. Las palabras llevan tiempo, y las que se derrochan provocan un esfuerzo suplementario en el diálogo, una dispersión de conceptos, un efecto dominó que convierte en agotador cualquier enfrentamiento. La palabra mágica con el abogado Spanna era «esencial».

      Creo que una de las razones principales por las que le era simpático, innegablemente, fuese porque había comprendido enseguida: «habla poco, escucha mucho, se sintético, y también rápido»...

      Para ser claros: con el abogado Egidio Spanna estás en tu derecho de ser un completo idiota y él

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