Confesiones De Una Sinvergüenza. Dawn Brower

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Confesiones De Una Sinvergüenza - Dawn Brower

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Shelby suavemente. Se acercó y colocó su mano en el brazo de Jason. “Ve a ver al abogado. No puedes evitar esto durante más tiempo.”

      Extrañaba mucho a su abuelo. Aunque Shelby tenía razón. Tenía que ir a ver al abogado. Ignorar esto era tonto. “Escucho lo que dices e incluso estoy de acuerdo…Ahí es donde siempre fallo.”

      “¿Quisieras que fuera contigo?” preguntó Shelby. “¿Te ayudaría a hacer lo que finalmente debes hacer?”

      ¿Le ayudaría? ¿Realmente necesitaba a alguien que lo llevara de la mano, para que hiciera lo que debía y dejara de actuar como un niño? Sería mucho más fácil si iba y terminaba con esto. No importaba si quería o no. Debía hacerlo. “Quizás necesitaría a alguien que me pateara el trasero para llegar allí. ¿Sientes que puedes ocuparte de este asunto?”

      “Sería un placer,” Shelby hizo una mueca. “Pero tengo un pedido antes.”

      Jason frunció el ceño. Casi tenía miedo de preguntar. “¿Qué necesitas?”

      “Es una cosa pequeña. Estoy seguro que te podrás encargar.” Estiró su mano. “Dame tu pistola.”

      Jason no iba a ningún lado sin su pistola. Era una de las cosas que lo hacían sentirse siempre seguro. No se sentía confiado de poder salir del club sin ella amarrada a él. “¿Por qué?”

      “Porque es hora de que dejes de lado algunas de tus redes de seguridad,” Shelby hizo una mueca. “Y voy a patearte el trasero todo el camino hasta allí, preferiría no resultar herido por mis esfuerzos.”

      “Yo nunca…”

      “Si, lo harías,” Shelby lo interrumpió. “Quizás no dispares a matar, pero no voy a dejar que aprietes el gatillo, porque te enojas conmigo.”

      Jason inclinó su cabeza a un costado y lo consideró. Había habido muchas veces en que Shelby lo habría merecido. Su amigo no era la persona más amable en el salón. Demonios, la mayoría de las veces ni siquiera cubría las expectativas. “Si te prometo que no voy a usarla, ¿me la puedo dejar?”

      “No,” dijo Shelby firmemente. “Se queda acá.” Alzó su mano a Jason haciéndole un gesto como para que terminara de hablar. “Antes de que digas más… aunque me prometas no hacerme daño, no te tengo confianza que no vayas a hacerle algo al abogado, si él no tiene buenas noticias para darte. Entonces deja el arma aquí.”

      “Bien,” Jason aceptó. No dijo nada de dejar su cuchillo. Al menos tendría esto. Aunque prefería su arma…”Si insistes, la dejaré en el escritorio de Harrington. De esa manera, ninguno de los advenedizos que él deja entrar, jugarán con ella y accidentalmente herirán a alguien.”

      “No debes explicarme eso a mí. Nadie es tan malo como el Conde de Barton. Juro que se está volviendo más tonto cada día.” Shelby puso los ojos en blanco. “Harrington debería restringir sus privilegios pronto, si sigue comportándose como un tonto.”

      Habiendo tenido varios encuentros con Barton en el pasado, Jason conocía la falta de sentido del joven duque. Decir que era un idiota, no mostraba el alcance completo de ineptitud. “Esa es una de las razones de las porque te tiene a ti y a Darcy.” Sus labios se inclinaron hacia arriba en una sonrisa maliciosa. “Debes pelear con los imbéciles que no pueden distinguir su cabeza de su trasero.”

      “No me lo recuerdes,” Shelby se estremeció. “Ahora, ve a poner la pistola en el escritorio, así podemos irnos. Odiaría perderme al buen abogado, antes de que deje su oficina por el día.”

      Jason se quejó un poco, pero hizo lo que le pidió Shelby. Después volvió donde su amigo todavía estaba descansando. Shelby terminó su brandy y colocó el vaso en la mesa, para que un sirviente lo retirara después. “Vamos, “dijo.

      Jason asintió y lo siguió fuera del salón. Salieron del club y fueron hacia la oficina del abogado. No sabía con que se encontraría allí cuando llegaran, pero lo solucionaría. Jason no era un cobarde, y era tiempo de dejar de actuar como tal. Respiró hondo y se dirigió a hacer lo que debía. Sería difícil, pero lo tenía a Shelby con él. Eso debía ayudarlo en algo…

      CAPÍTULO DOS

      Lady Samantha Cain dio un suspiro y dibujó una sonrisa en su rostro. Se detuvo en la entrada de la casa de su querida amiga, Marian, la condesa de Harrington, y se preparó a golpear. No había ninguna razón para su miedo, pero no podía evitar el sentimiento. Tal vez era que se sentía fuera de lugar. La última de ellas que permanecía desapegada sin ningún signo de tener alguna pareja…Ella estaba feliz por ellas. Sus amigas habían encontrado el amor y – ¿a quién estaba engañando? Cada parte de su alma gritaba la injusticia de todo esto. Ella. Estaba. Sola.

      Su hermano, Gregory, el Conde de Shelby, se había ocupado de alejar a todos los pretendientes de ella. Nadie más había pedido bailar con ella. Había dejado de ser una beldad para transformarse en una solterona. No habría amor para ella, ni marido, ni hijos. En vez, sería la tía solterona de los descendientes de Gregory y Kaitlin. Odiaba sentirse egoísta, pero no podía evitarlo.

      Samantha cerró sus ojos y se preparó mentalmente para la visita. No dejaría que ninguna de ellas se diera cuenta de lo infeliz que se sentía. No era su culpa que ella hubiera fallado en encontrar el amor o que el hombre que amaba no le hubiera correspondido en sus sentimientos. Nada iba a cambiar, y tenía que aceptarlo. Levantó su mano y tomó la aldaba, golpeándola contra la puerta tres veces. Después de unos minutos, la puerta se abrió y el mayordomo de los Harrington se presentó delante de ella.

      “Por favor, pase,” le hizo un movimiento para que entrara. “Lady Harrington la está esperando en la sala de estar.”

      “Gracias,” dijo ella y entró. No había necesidad para otras amabilidades. Samantha visitaba la casa suficientemente a menudo para que los sirvientes la conocieran, y ella conocía bien la disposición de la casa. Caminó a través del vestíbulo y luego giró hacia la sala de estar. Kaitlin y Marian estaban ambas dentro, tomando té.

      “Por favor, acepten mis sinceras disculpas. No esperaba llegar tan tarde,” dijo Samnatha, mientras entraba despreocupadamente al salón. Parecía que no le importaba nada del mundo. “Tuve varias cartas que escribir y perdí noción del tiempo. Espero no haberme perdido nada importante.”

      “Para nada,” dijo Kaitlin. “¿Quisieras tomar una taza de té? Puedo servírtela.”

      “Yo lo haré,” respondió Samantha, tomando asiento en el sofá. Miró a Marian. “¿Cómo está ese pequeño tuyo?”

      Marian blanqueó sus ojos. “Adoro a mi hijo, pero ha estado lejos de ser un querido niño últimamente. Ha estado revolucionando la casa hora tras hora en la noche. Casi no hemos podido dormir.”

      El pequeño Vizconde Rosbern tenía seis meses de edad y era la luz en la vida de sus padres. “No el pequeño Jeremy,” Samantha suspiró, llevándose la mano a su pecho. “Él nunca sería tan diablillo.”

      “Veo que te ha conquistado,” rió Marian. “Él sacó el temperamento y el encanto de su padre. Dios salve a las jóvenes cuando crezca. No estarán seguras. Temo que vaya a dejar un montón de corazones rotos en su camino.”

      Era un bebé precioso. No es que Samantha hubiera estado en contacto con muchos niños, para saber si era así con todos los infantes, pero se mantenía parcial con Jeremy. Tenía que estar de acuerdo con su madre. El pequeño Jeremy probablemente siguiera los pasos de su padre y

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