Yo Soy. Aldivan Teixeira Torres
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Están frente a un modesto edificio de mampostería de diez metros de largo y cinco de ancho, casa estilosa, con una pared corta al frente. Rafaela toma la iniciativa y llama a la pequeña puerta de entrada, que da acceso a una pequeña habitación. Llama una vez y no pasa nada. En el segundo intento, escuchan pasos y esperan a ser atendidos.
De la casa sale un hombre fuerte, pequeño, de piel clara, con vaqueros, camisa de punto, sombrero de cuero y chanclas. Viendo a su hija acompañada por los chicos, se sorprende y con vehemencia dice:
–Hija, ¿qué está pasando? ¿Quiénes son estas personas?
–Son mis amigos, padre. Vinieron conmigo de visita. ¿Está todo bien? (Rafaela)
–Ok. Disculpe los malos modales. Me llamo Antonio Ferreira ¿y vosotros?
–Soy Aldivan Teixeira Torres.
–Soy Renato
–Mi nombre es Rafael Potester.
–Y yo soy Uriel Ikiriri.
–El placer es mío. Siéntanse cómodos, vamos a entrar. (Antonio)
–Gracias. (El vidente)
–¿Está mi madre aquí? (Rafaela Ferreira)
–Sí. En el salón. ¿Vamos? (Antonio)
Todos aceptan la invitación asintiendo con la cabeza. Pasan por el vestíbulo, entran en el salón, y se sientan unos en el sofá de cinco plazas y otros en sillas. Gildete, la madre de Rafaela es presentada a los visitantes. Entonces empiezan a hablar.
–Bien, señora Gildete y don Antonio, conocimos a Rafaela por casualidad, cuando estábamos rezando. Díganme, ¿cuándo empezaron los problemas? (El vidente)
–No sabemos exactamente cuándo, pero sospechamos que lo peor ocurrió debido a la ruptura del compromiso. A partir de entonces, perdió las ganas de vivir. (Gildete)
–Creo que fue justamente así. (Antonio)
–Yo lo entiendo. Es realmente muy difícil. (El vidente)
–¿Ha visto a un especialista? (Rafael)
–Sí. Sin resultados claros. (Gildete)
–En mi desesperación, incluso consulté a un sacerdote santo. (Antonio)
–Ya os he dicho que nada ni nadie puede ayudarme. Son tercos. (Rafaela)
–No hables así. Nada es imposible. (Renato)
–Ella está deprimida, hombre. Es normal sentirse así. (Uriel)
–Oh, perdóname, Rafaela. (Renato)
–No es culpa tuya. ¿Qué hacer, Dios mío? Me siento perdida y sin posibilidades de seguir adelante. ¿Qué más podría pasar? (Rafaela)
–La respuesta que buscas está en mi padre. Cuando estaba en la noche oscura del alma ―un período oscuro en el que me alejé de Dios― él me buscó y con gran amor me salvó de la perdición. Él puede hacer más por ti, a través de mí. Por eso, les pido permiso a tus padres y a ti, para que me dejen intentar ayudarte. (El vidente)
–No lo sé. Aunque me asusta, confío en que…
–¿Qué debo hacer, papá y mamá? ―pregunta Rafaela.
–No tenemos nada que perder. Con lo poco que hemos hablado, he comprendido la grandeza del corazón de este hombre. Tengo fe. (Gildete)
–¿Qué tiene en mente? (Antonio)
–Conozca a su hija, y a través de su conocimiento podrá ayudarla. También quiero que ella venga con nosotros en un corto viaje. (El vidente)
–Por mí, está bien. Sin embargo, manténganos al día. (Antonio)
–Si estáis de acuerdo, yo también lo estoy. Voy a intentarlo. (Rafaela)
–Gracias por tu confianza. (El vidente)
–¿Quieren algo de comer o beber? (Gildete)
–Agua para mí. (El vidente)
–Quiero jugo. (Renato)
–Lo que sea. (Rafael)
–Gracias. (Uriel)
–Si me disculpan… (Gildete)
Gildete se levanta, se revuelve el pelo y con pasos firmes se dirige a la cocina. En unos pocos pasos llega allí y comienza a preparar algunos bocadillos. Mientras esperan, la conversación continúa animada en el salón, en relación con otros temas. Cuando termina de preparar la comida, la anfitriona llama a todos a la mesa de la cocina, donde todo estaba bien organizado. Responden a la llamada y durante veinte minutos siguen interactuando, en un ambiente de paz, tranquilidad y unión, como si fueran una gran familia, lo cual tiene algo de verdad, pues todos ellos forman parte de la gran familia llamada humanidad.
Finalmente, Rafaela va a hacer las maletas para emprender el largo viaje. Un viaje aún no definido e imprevisto que podría cambiar el futuro del mundo entero. Espera y verás.
Ipojuca (Arcoverde)
Con la ayuda de sus nuevos amigos, Rafaela termina de prepararse y el grupo abandona la casa. Afuera, el vidente para un taxi con destino al primer lugar que le viene a la mente. El lugar elegido es Ipojuca, en el municipio de Arcoverde. Se suben al auto y parten hacia allí.
Pasan por el barrio de San Cristóbal, llegan al centro, pasan Boa Vista y al final de la avenida principal se desvían hacia el pueblo. En este punto todos están atentos y expectantes. "Las líneas del destino están siendo trazadas incluso sin que ellos sean conscientes de ello. Ciertamente les esperaba el éxito".
En el camino, tratan de divertirse de la mejor manera posible con risas, chistes, chismes y alboroto. Sólo el vidente está muy serio y pensativo. Al menos en apariencia.
Y así, los quince kilómetros que los separaban del pueblo pasan rápida y relajadamente. Llegan al pueblo, con sólo una carretera principal y unas pocas casas aquí y allá. Piden al conductor que pare frente a la pequeña iglesia local, toman su número de teléfono, le dicen adiós, le pagan y se bajan. Observan cómo el coche desaparece en el horizonte y deciden deambular por allí. Es entonces cuando habla el vidente:
–Siento que todo está cambiando. Por fin voy a encontrar mi destino, encantaré al público y resolveré muchos conflictos. ¿Vosotros lo creéis, hermanos? (El vidente)
–Sí, tú eres el hombre ―le alabó Renato.
–Gracias. (El vidente)
–Todo el mundo tiene la capacidad de alcanzar el éxito. Sin embargo, muchos son desviados por los acontecimientos del destino y se rinden. Sé que este no es tu caso y te admiro por ello. (Rafael)
–Rafael, yo no soy Superman. Soy humano, y estoy muy orgulloso de ello. Soy como cualquier otra persona normal, con miedos,