Perdido en Buenos Aires. Antonio Álvarez Gil

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Perdido en Buenos Aires - Antonio Álvarez Gil

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calle Esmeralda, Rolando habló de nuevo. Señaló hacia el pórtico del teatro Maipo, que asomaba a medianía de cuadra, y dijo que hasta hacía unos años aquel teatro llevaba el nombre de su calle. Y agregó que era uno de los sitios que más apreciaba en la ciudad. Capablanca lo miró inquisitivo, e Illa explicó que allí había oído cantar a Carlos Gardel cuando reapareció tras ser baleado en el pulmón. Fue una de sus primeras actuaciones con la bala dentro. Todavía cantaba a dúo con Razzano. ¡Qué clase de espectáculo! Ahora sí, vivamente interesado en lo que oía, Capablanca volvió el rostro hacia su amigo. Disculpe, dijo, pero no conozco bien la historia, ¿por qué no me la cuenta? Había leído algo en la prensa de Nueva York, pero la verdad es que no conozco casi nada de eso. ¿Quién quiso matarlo? Un hombre de apellido Guevara, dijo Illa. Fue en una discusión, a la salida del Palais de Glace. Rolando Illa se detuvo, lanzó una mirada sesgada a Capablanca y preguntó: ¿De verdad le interesa? Por supuesto, me interesa mucho. Y usted sabe que, además, me gusta mucho el tango. No conozco bien los detalles, reconoció Illa, pero lo que sí puedo asegurarle es que estuvo como un año sin actuar… Y que esa noche casi todo el mundo en el teatro lloró oyéndolo cantar de aquel modo, sabiendo que lo hacía con una bala en el pulmón. Fue impresionante. Gardel no había perdido la frescura de sus primeros tiempos; seguía siendo el «Morocho del Abasto», pero la bala se le había quedado para siempre en el pulmón. ¿Y anda así, con ella dentro?, preguntó Capablanca. Pues sí, respondió Illa, así anda y, por supuesto, canta. Y así andará por siempre, sentenció. ¿Qué me dice? Capablanca no podía contener su asombro. Realmente se sentía vivamente interesado por la historia que le contaba Illa. Y ahora, por cierto, ¿dónde está Gardel?, inquirió, hace tiempo que no oigo hablar de él. Rolando Illa sonrió. Ahora está aquí, en Buenos Aires, aunque viaja mucho. El año pasado estuvo en España, me parece que en Barcelona, y creo que pronto se irá de nuevo a Europa. Capablanca parecía haberse animado. ¿No sabe si está actuando en algún sitio?, siempre he soñado con oírlo cantar en persona. Rolando Illa sonrió, satisfecho. Puede ser, dijo. Creo que a veces actúa en el «Café de los Angelitos». En todo caso, dicen que ahí cena cada noche. Al escuchar el nombre del establecimiento, José Raúl Capablanca sonrió por primera vez en mucho tiempo. ¿Se llama así, de veras? ¿No sabe dónde está? ¿Podríamos ir? Sorprendido por la tanda de preguntas, Rolando Illa no podía responder a ellas. ¿Qué le parece?, dijo todavía Capablanca. Illa metió la mano en un bolsillo, sacó una cajetilla de cigarros y encendió uno. Cuando expelió el humo, replicó por fin:

      – Le propongo ir a cenar primero. La verdad es que yo tengo bastante hambre. Si le interesa, allí podremos hablar más sobre ese tema. De entrada, le prometo averiguar dónde Gardel está cantando ahora. No crea; a mí también me gustaría oírlo.

      Capablanca hizo un gesto de aprobación.

      – Creo que es buena idea. Por lo demás, yo estoy igual de hambriento.

      En la Avenida Leandro Alem torcieron a la izquierda y caminaron en el sentido de la Plaza Roma. Al llegar a la esquina, Capablanca preguntó hacia dónde se dirigían y dónde iban a cenar. Por lo visto, ya no será en Puerto Madero, dijo en tono jovial. Será mucho mejor, respondió Illa; y explicó que quería llevarlo a un sitio de comida criolla; un sitio, además, con una vista muy interesante sobre la ciudad. Anduvieron todavía unos minutos más, hasta que, finalmente, Illa se detuvo ante un edificio alto, de arquitectura modernista, en cuyo pórtico se veía un anuncio lumínico con el nombre del lugar: «Hotel Regina». Aquí es, dijo. Junto a la entrada, un hombre uniformado les dio la bienvenida y les abrió la puerta. En el vestíbulo, que estaba decorado en blanco con muebles de estilo clásico, Capablanca siguió a Illa hasta la cabina del ascensor. Allí el ascensorista les abrió la puerta y, una vez dentro, les preguntó a qué piso iban. Al restaurante, respondió Illa, y el hombre accionó una palanca de bronce que sobresalía de la pared y puso en marcha el artefacto, que comenzó a elevarse pesadamente hacia los pisos superiores del inmueble. Ya arriba, Rolando Illa le dejó una propina al empleado y salió del ascensor, seguido de Capablanca. Habían llegado a un vestíbulo más bien pequeño, provisto de una puerta que daba acceso al restaurante. Al verlos aparecer, un mozo vino hasta ellos y se hizo cargo de sus gabardinas y sombreros. La puerta del local se mantenía abierta, y por ella escapaba la música de un piano. En el vestíbulo había un par de sofás para la espera y una ventana hacia la calle. Instintivamente, Capablanca se acercó a la ventana y echó un vistazo a los tejados de los edificios circundantes. Entonces Illa explicó que el restaurante había sido construido en la última planta del edificio, y que tenía unas vistas magníficas, dignas de admirar. En gran medida, por eso lo había llevado allí.

      Ya dentro, fueron recibidos por el maître, quien, después de darles las buenas noches, los invitó a seguirlos. El local estaba bastante concurrido, pero era espacioso y había varias mesas vacías. El hombre los condujo a través de ellas hasta una que estaba situada junto a la pared del fondo. Ésta daba al sur y estaba provista de un amplio ventanal acristalado. Al ver el panorama que se abría antes sus ojos, Capablanca no pudo reprimir una exclamación de júbilo. Y se quedó absorto, de pie junto al cristal. No recordaba los motivos, pero en ninguna de sus dos visitas anteriores había tenido la oportunidad de contemplar a Buenos Aires desde una altura como aquélla. Un océano de luces parecía extenderse hasta más allá del mundo imaginable. En medio de la estampa, la Casa de Correos blanqueaba en la noche como la cresta nevada de un monte lejano. De un lado discurría la Avenida Leandro Alem, un río de luz oscurecido a ratos por la espesura de su arbolado. Del otro, Puerto Madero era un tupido entramado de grúas, navíos iluminados y reflejos en el agua oscura del canal. Capablanca respiró profundo y comentó en voz alta que debía de ser muy agradable vivir en Buenos Aires. Se veía que era una ciudad muy interesante. Rolando Illa lo invitó a sentarse, al tiempo que se sentaba él mismo. Era verdad; en cualquier caso, a él le gustaba mucho. Y a usted, por cierto – agregó sonriente – , lo veo un poco más animado. Capablanca también sonrió. Sí, se sentía mejor. Es más, le parecía que ya había pasado lo peor. ¿De veras? Por supuesto. Durante todo este tiempo he estado pensando en la partida con Alekhine. La he reconstruido y ya sé muy bien dónde me equivoqué. Illa encendió un cigarro. ¿Compartiría esos errores conmigo? ¿Con quién mejor que con usted?, dijo Capablanca, además, no sé si sabe que voy a reseñar las partidas para el diario Crítica. Y antes de escribir sobre ésta, no me vendría mal hablar un poco de ella. En este punto hizo una pausa y echó otra rápida mirada al panorama que se extendía tras el cristal. A ambos lados de los diques, el alumbrado del puerto formaba una guirnalda parpadeante que se disolvía poco a poco en la oscuridad y la bruma de la distancia. Aquella vista de la ciudad nocturna comenzaba a hacerlo sentir de buen humor. Cuando se disponía a continuar hablando, el maître se acercó a la mesa y les entregó la carta con el menú. Gracias por la confianza, dijo entonces Illa; pero primero tendremos que decidir qué vamos a comer y beber. El hombre, que se había quedado de pie junto a la mesa, preguntó si deseaban algún aperitivo. Illa pidió un Martini y Capablanca una botella de agua mineral. Muy bien, dijo el camarero y se alejó.

      – ¿Me recomienda algo? – dijo entonces Capablanca, abriendo la carta – . Quiero decir, para comer.

      Illa se puso las gafas y comenzó a estudiar el menú. Se veía que le causaba gran placer hacerlo. De repente dijo:

      – No sé, realmente. De la comida argentina a mí me gusta casi todo. Pero ya sabe, lo principal aquí es la carne.

      Capablanca, por su parte, no sabía qué elegir. Todo sonaba bien. Finalmente, pidieron asado criollo y vino tinto de Mendoza, como no podía ser de otro modo. Cuando el maître se hubo retirado, Capablanca siguió hablando.

      – Le decía que ya puedo contarle algo sobre la partida. Todo este tiempo he estado estudiándola en la mente, tratando de precisar mis fallos…

      – ¿Y ha dado con ellos?

      – Sí, claro; aunque, si le digo francamente, el doctor Alekhine tampoco estuvo brillante. Él cometió

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