Perdido en Buenos Aires. Antonio Álvarez Gil

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Perdido en Buenos Aires - Antonio Álvarez Gil

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habló casi nada más con él. Sólo de vez en cuando se volvía y le guiñaba un ojo o le dedicaba una media sonrisa. Así las cosas, estuvo un buen rato tratando inútilmente de desentrañar el misterio que rodeaba a la muchacha. De repente, los integrantes de la pareja se pusieron de pie y, despidiéndose ambos con un «buenas noches», se alejaron en dirección a la puerta. Bueno, mejor así, se dijo Capablanca, al diablo. Sin embargo, aún no había salido de su perplejidad, cuando la vio detenerse junto a la puerta de salida y dedicarle una fugaz mirada. Y enseguida, tras susurrar algo al oído del marido, se encaminó hacia el sitio donde había estado sentada. Entretanto, el hombre había salido del café. Al llegar junto a Capablanca, la mujer mostró una nueva sonrisa, esta vez sí esplendorosa, y dijo:

      – ¿Pensaba que iba a dejarlo así no más, plantado? Pues no. Me gustaría volver a verlo. Mire – y extendiéndole una pequeña tarjeta, agregó – . Es el número de mi teléfono. Llámeme si puede, mejor durante el día. Adiós, señor Capablanca.

      – Adiós, Marina – respondió él, aún sin dar crédito a la extraña aventura que había acabado de vivir. ¿O no sería mejor decir: que acababa de empezar a vivir?

      CAPÍTULO 4

      La mañana siguiente Capablanca se levantó cerca del mediodía y, tras tomar una ducha fría y afeitarse cuidadosamente, se puso un traje fresco y bajó a desayunar a la cafetería del hotel. Luego pasó por la recepción para enviar un telegrama a Cuba. Quería dar a su mujer la dirección y demás datos de su hospedaje y decirle que se encontraba bien, a pesar del contratiempo de la primera partida. En la carpeta preguntó si podían ayudarlo en la gestión. Claro que podían, contestó el empleado que, junto con el modelo impreso para telegramas, le entregó una pequeña nota con un mensaje que alguien le había dejado allí. Antes de ponerse a escribir el texto de su propio mensaje, Capablanca leyó la nota. Estaba escrita por Roberto Grau, que había pasado a verlo porque, según decía, quería hablar con él. Como no era nada urgente, no había querido molestarlo. Finalmente, le dejaba su número de teléfono para que lo llamara si podía. Capablanca se tomó unos segundos para considerar la situación. Por una parte, no tenía muchas ganas de comenzar el día hablando con Grau, que, como quiera que fuese, era el asistente de Alekhine, con todo lo que esto conllevaba. Sin embargo Grau era desde hacía dos años el campeón de ajedrez de la Argentina y, al mismo tiempo, uno de los colegas que más habían luchado porque el encuentro se realizara en Buenos Aires, y no debía – ni quería – ser descortés con él. Además, aunque no podía considerarlo un verdadero amigo suyo, Roberto Grau era una persona fina y educada que siempre le había mostrado aprecio y buena voluntad. No, no podía dejar de contestarle, así que decidió llamarlo en cuanto despachara el telegrama a su mujer.

      Cuando estuvo listo, entregó al carpetero el modelo impreso con el texto de su mensaje escrito, y le dictó el número de Grau, pidiéndole que lo ayudara a establecer la comunicación. El hombre se encargó de hacerlo y, tras unos instantes, le señaló un aparato que había sobre una mesita situada en un ángulo apartado del vestíbulo. Capablanca fue hasta el lugar y levantó el auricular, al tiempo que se sentaba en una butaca aledaña. Enseguida se oyó la voz de Roberto Grau desde el otro lado del hilo. Quería decirle que la tarde anterior lo había estado buscando para saludarlo y expresarle su solidaridad; pero no lo había encontrado. Cuando preguntó por él, le informaron que ya se había marchado. Capablanca recordaba cómo, al final de la partida, Grau se había apresurado a acercarse a Alekhine para felicitarlo. Él no lo había visto mal. Era la cosa más natural del mundo, dada su condición de asistente del maestro ruso, y el hecho en sí no constituía ningún problema. Cada cual estaba en su derecho de sumarse al bando que mejor le pareciera. Pero se militaba en uno u otro bando, no en los dos… Sin embargo, en lugar de responderle con estas ideas, Capablanca le dio las gracias por su apoyo y le dijo que no se preocupara por eso. Por lo visto, el encuentro iba a resultar muy largo, y ya tendrían tiempo para hablar sobre cualquier asunto. Grau guardó unos instantes de silencio y luego propuso que almorzaran juntos esa tarde. Así podrían conversar con más tranquilidad, agregó. Capablanca se lo pensó muy rápido. Pese a su trabajo como asistente de Alekhine, Grau presumía de equidistancia en su amistad con ambos contendientes, cosa que a él, Capablanca, le costaba muchísimo creer. En cualquier caso, seguía sin tener deseos de «conversar con tranquilidad» con la persona encargada de asistir técnicamente a su rival en el encuentro y que, además, iba a comentar sus partidas en un diario tan importante como era La Nación. No obstante, volvió a decirse que no sería correcto negarse a compartir un almuerzo con él. En fin, le dijo que sí, aunque aclarándole que sería él, Capablanca, quien invitaría esta vez. Grau aceptó a regañadientes, y quedaron en verse a las dos en el vestíbulo del hotel. Luego Capablanca colgó y salió a dar una vuelta por el barrio.

      Ya en la calle, cayó en cuenta de que realmente no tenía ni idea de adónde quería ir. Además, a primera hora de la mañana había lloviznado y el asfalto se mantenía húmedo, al igual que el aire, que se sentía ligeramente frío. Por todo ello, después de andar un rato sin rumbo fijo por la zona, Capablanca se dijo que era mejor regresar a casa y aprovechar el tiempo escribiendo los comentarios que debía enviar al diario Crítica. Luego le propondría a Grau almorzar allí mismo en el restaurante del hotel.

      La redacción de la crónica sobre su derrota no le tomó demasiado tiempo, dado que ya había analizado el juego la noche anterior con Rolando Illa. Así y todo, cuando lo llamaron desde la recepción para decirle que Grau estaba esperando abajo, Capablanca recién acababa de revisar el artículo. De manera que antes de salir apenas tuvo tiempo de meter las hojas escritas en un sobre, escribir sobre éste la dirección de Crítica y coger el paquete para enviarlo más tarde a la redacción del periódico.

      Roberto Grau lo esperaba sentado en una butaca, hojeando un periódico. Al verlo llegar, se levantó sonriente y se dirigió a su encuentro. Los dos hombres se saludaron en medio del lobby con un fuerte apretón de manos y se dirigieron juntos al restaurante, que estaba en la planta baja del hotel. Al pasar junto a la recepción, Capablanca le mostró al empleado el sobre que llevaba en la mano, y le preguntó si podía encargarse de hacerlo llegar al destinatario que estaba escrito allí. El individuo cogió el sobre y asintió con una sonrisa. Después los colegas siguieron su camino al restaurante y se sentaron a una de las mesas.

      Aunque se habían visto varias veces en los últimos días, ésta era la primera ocasión en que tenían la oportunidad de conversar «con tranquilidad», como deseaba Grau. Y, realmente, podían hablar de muchos temas, descontando, claro, su encuentro con Alekhine. Uno de los más interesantes era, sin duda, la participación argentina en el Torneo de las Naciones que había tenido lugar en agosto de ese año en Londres. Como Capablanca no solía estudiar las partidas de otros ajedrecistas, no podía valorar en detalle el desempeño de Grau en la competición. Sí conocía, en cambio, su trayectoria general en el evento. Por eso no quiso mencionar sus partidas con Thomas o Reti – que terminaron en derrotas – , aunque sí le preguntó por las tablas que había hecho con Euwe y Tarrash, jugadores de gran prestigio en el plano internacional. Y, claro, también propició la oportunidad para que Grau le hablara de sus triunfos ante el ajedrecista español Golmayo o el maestro sueco Nilsson. El argentino le relató los pormenores de algunas de estas y otras partidas suyas, aunque también le contó varias anécdotas sobre el torneo en general. Grau era un excelente conversador, con un sentido del humor y una energía dignos de envidiar. Según lo oía hablar, a Capablanca le parecía ver los entresijos y meandros de la competición, cuyas claras imágenes se reproducían en aquel momento frente a él gracias al arte innato de Roberto Grau para narrar historias.

      De manera que aquella tarde el cubano se limitó prácticamente a escuchar – eso sí, con sumo interés – el relato del colega argentino sobre el Torneo de Londres. Lástima que, a no ser que mintiera o pecara de cínico, no podía elogiar el papel de la Argentina en el evento, ya que, en conjunto, el país había ocupado el puesto doce de la tabla. Prefirió, por tanto, ponderar los méritos personales

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