Perdido en Buenos Aires. Antonio Álvarez Gil

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Perdido en Buenos Aires - Antonio Álvarez Gil

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uno igual en Nueva York. Tenía la forma estilizada de un cisne y el empuje y la velocidad de un ave de presa en pleno vuelo. Se decidió por él y firmó un contrato por una semana, con posibilidad de renovación y descuentos por kilómetro recorrido. Allí mismo compró un mapa de la ciudad y otro de la provincia de Buenos Aires, por si en algún momento tuviera la necesidad o el deseo de viajar por la región. Luego, cuando salió conduciendo su esplendente luciérnaga, no se dirigió al hotel, en donde tenía previsto encontrarse con la muchacha, sino que recorrió durante un rato las calles de la ciudad, que ahora parecía transformarse continuamente ante sus ojos. Sentado al volante, inmerso en el tráfico de sus avenidas y con el aire del anochecer batiéndole la frente, Capablanca sentía que la enorme urbe se le había vuelto de repente más pequeña y manejable. Cuando aparcó por fin en las inmediaciones del hotel, en una estrecha calle de Recoleta, ya la noche de domingo se cernía sobre la ciudad, poniendo un halo de misterio sobre las casas y las calles del viejo Buenos Aires.

      Ella había llegado a la hora señalada, un poco antes que él. Traía puesto un traje azul de chaqueta y falda ancha, y llevaba un pequeño sombrero que parecía una cofia de enfermera y dejaba al descubierto buena parte de su cabello rubio. Allí, en el vestíbulo del hotel, a la luz de la enorme araña del techo, la muchacha parecía aún más joven y hermosa que la noche anterior. Al verlo, ella se levantó del asiento que ocupaba – casualmente, el mismo desde el que él la había llamado esa tarde – y vino a su encuentro con una expresión en el rostro que, pese a ser alegre, evidenciaba cierto nerviosismo.

      – Hola, señor Capablanca. ¿Llega siempre tan puntual a las citas con sus admiradoras?

      Sin poder evitar la sorpresa por la pregunta, él echó un vistazo a su muñeca.

      – No, no siempre. Sólo cuando me interesa mucho la persona que espera. ¿Podemos sentarnos?

      Mientras lo hacían, ella lo miró asombrada, sin saber por lo visto cómo tomar la respuesta del recién llegado. Finalmente, le sonrió complacida.

      – Muy gracioso. Pero la culpa es mía. Creo que he venido demasiado temprano.

      – Si quiere, podemos compartirla. Por lo que a mí me toca, acabo de alquilar un coche y no pude resistirme a la idea de dar una vuelta por las calles de Buenos Aires.

      – ¿Sabe ya orientarse en ellas?

      – No mucho. Precisamente por eso llegué tarde. La ciudad es enorme y yo todavía no la conozco bien. No me ha dado tiempo.

      – Tampoco es un monstruo. Cómprese un plano y verá cómo se la aprende en unos días.

      – Ya tengo uno. Por cierto, ¿me perdonaría la tardanza si la invito a tomar algo en el bar?

      La muchacha ladeó el rostro y dejó ver una sonrisa que afectaba recelo.

      – Depende de cómo se comporte.

      Él se levantó del asiento y le tendió la mano, al tiempo que decía, siempre medio en broma:

      – Yo soy un caballero, señora.

      Y la tomó del brazo para conducirla en dirección al bar, que se encontraba en otro ángulo del vestíbulo, a algunos metros de distancia.

      – Gracias – respondió Marina, y se dejó llevar.

      Se sentaron en un rincón y pidieron de beber, ella un vermouth y él un refresco de cola. Cuando el camarero se alejó, Marina preguntó a Capablanca si no le gustaban las bebidas alcohólicas. La noche anterior había tomado sólo limonada… Él la interrumpió, sin dejar de lado cierto tono jocoso.

      – Cualquiera diría que he estado siempre controlado. Desde el primer momento.

      La muchacha se llevó la mano a la boca, como si tratara de contener la risa.

      – ¡No, por favor! ¿Cómo se le ocurre? Desde luego que no. Pero es algo que llama la atención. Y hablando de Buenos Aires, ¿qué es lo que más le gusta?

      – El tango, el ambiente que se respira aquí. Me encantaría conocerlo mejor, aunque tal vez no llegue a hacerlo. Desgraciadamente, apenas sé andar por la ciudad.

      – Veo que necesita alguien que lo ayude en eso, una especie de guía, ¿no?

      – Sería fantástico; pero no sé… Por cierto, ¿no podría ser usted?

      – Quizás. Bueno, sí, podría; aunque, eso sí, con una condición.

      – Usted dirá…

      – De eso se trata, precisamente: basta ya de «usted» – y elevando ligeramente la voz, como si le riñera, agregó – : Si no me tratás de vos, pues no podré hacerte de guía.

      Capablanca sonrió divertido, sobre todo porque era la primera vez que alguien se dirigía a él usando el voseo porteño.

      – De «vos» no puedo, seguro. Pero me encantaría poder decirte «tú».

      – Son equivalentes; la relación es la misma.

      – Bueno, pues ya está hecho, Marina; te trataré de tú. ¿Qué tal te suena?

      – Suena mucho mejor, señor Capablanca.

      – Me alegro; pero si me vas a tratar de vos, será mejor que dejes eso de «señor Capablanca» y me digas José Raúl. O Capa, como casi todos mis amigos.

      – Me gusta más «Capa». Voy a llamarte así.

      – Perfecto. Es más, me agradaría que fuéramos amigos, que me consideraras, pues eso, un amigo tuyo.

      – Pues yo, encantada – dijo la muchacha, tendiéndole su mano por sobre la mesa. Él alargó las dos suyas y la tomó entre ellas, acariciándola un instante, hasta que Marina reaccionó y, delicada pero firmemente, la retiró de nuevo. A Capablanca le pareció que la pequeña mano hervía.

      – Oye, ¿sabes, por casualidad, dónde está El Café de los Angelitos? – dijo entonces.

      – Claro, y no por casualidad. Es el sitio preferido de Gardel. Siempre está ahí.

      – ¿Canta en ese café?

      – No, ahora no está cantando en ningún sitio. Es decir, no canta en público. Está grabando. Se pasa el día en el estudio, y cuando va a Los Angelitos es para cenar. Casi siempre tarde.

      – ¿Cómo sabes todo eso?

      – Porque mi marido es quien le paga.

      Capablanca sacudió la cabeza, sorprendido.

      – No me digas. ¿Podrías explicármelo mejor?

      – No tiene mucha ciencia. Mi esposo es el director de los estudios Odeón en La Argentina. Todos los cantantes quieren grabar con él. Quieren vender discos y ganar mucha plata. Así de simple.

      – ¿Dónde está tu esposo ahora?

      – De viaje. Va a estar unos días por el interior. ¿Y vos, lo querés conocer a Gardel?

      – Sí, me gustaría conocerlo. Creo que es el mejor cantor de tangos. Es muy conocido fuera

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