Perdido en Buenos Aires. Antonio Álvarez Gil

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Perdido en Buenos Aires - Antonio Álvarez Gil

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afirmó de manera categórica que cualquiera podía perder fácilmente una partida ante él.

      Aparte de la participación argentina en el Torneo de las Naciones, repasaron el panorama general del ajedrez mundial. Y hablaron de su enorme auge en la región del Plata, y de los nuevos valores que despuntaban por entonces en el país. Capablanca dijo que era muy grato oír hablar de ellos. Estaba seguro de que algunos llegarían muy lejos en el plano internacional. El mismo Grau, por ejemplo, era uno de ellos. Un jugador de sólo veintisiete años que se batía de tú a tú con los maestros del viejo continente era un activo del que cualquier país podía sentirse satisfecho. Me elogia usted inmerecidamente, lo interrumpió Grau – sin poder ocultar el placer que le causaba el halago – , me falta mucho para estar a la altura. No lo crea, replicó Capablanca, usted ya es uno de los grandes. Vamos, amigo, comenzó Grau, mirándolo a los ojos, usted sabe bien que el único jugador de habla hispana que en hoy en día puede codearse con esos maestros es José Raúl Capablanca, el actual campeón del mundo.

      Capablanca trató de descifrar la mirada del argentino. ¿Habría algún mensaje escondido en el término «actual»? ¿No excluía acaso éste el concepto de futuro? ¿O era sincero Grau? ¿Sentía en realidad lo que decía? Le pareció que sí, y sonrió complacido por las palabras de su interlocutor. Él, por su parte, de verdad creía que Grau ya estaba entre los grandes. En algo se parecía a él mismo: jugaba como le dictaba el corazón. Conocía la fuerza de su ajedrez, natural y espontáneo, y la profundidad con que solía analizar el juego de los demás maestros. Aún era demasiado joven para ser un teórico; pero algún día lo sería. Estaba seguro. Además, había algo de precursor en él. La Argentina, de verdad, podía considerarse dichosa de contar con un ajedrecista como Roberto Grau.

      Se despidieron esa tarde con otro apretón de manos. Cuando se quedó solo en el lobby del hotel, Capablanca se sentó en la butaca desde la que había hablado por teléfono con Grau. Muy cerca de él, a un costado, le quedaba el aparato… De repente, metió la mano en el bolsillo del saco, extrajo la cartera y buscó la tarjeta que le había dado la periodista – ¿cómo era que se llamaba? No recordaba. Buscó y buscó. Por fin, cuando tuvo la pequeña cartulina en la mano, pudo leer el nombre: sí, Marina, Marina Lemm, un apellido raro, sin duda; vio también su dirección …, y su teléfono. Se quedó un rato observando el número, sin saber qué hacer con todo aquello. ¿Llamarla? Aún era temprano, y ella había dicho que la llamara durante el día. ¿Qué hacer? De repente, obedeciendo a un impulso inexplicable, levantó el auricular y, al escuchar la voz de la operadora, le dictó el número que aparecía en la tarjeta.

      Hoy juegan de nuevo y tú, lleno de alegría, te acercas a la mesa y te pones a mirar el juego. Sobre el tablero hay muchas piezas, blancas y negras, alineadas en dos bandos contrarios. Igual que en una guerra con soldados de plomo. Sólo que aquí las pequeñas piezas de madera no pueden moverse libremente. Cada una lo hace a su manera, según determinadas reglas. Pero, al final, buscan lo mismo: luchar y ganar, ver cuál de los bandos puede más. Y como casi siempre ocurre, gana el que es más fuerte. Esta vez tu padre juega con las negras. El señor que se enfrenta a él es un amigo suyo, puede que compañero de trabajo. Viene con frecuencia a casa. Es un hombre serio, de bigote enorme y espejuelos de cristales cuadrados, montados al aire. Hoy viste una chaqueta negra y un chaleco del que sobresale la cadena del reloj. Aunque son amigos, ahora no lo parecen. Están sentados uno frente al otro, tan concentrados en el juego que ni siquiera prestan atención a tu llegada. Tú observas el tablero, la posición de las figuras… De repente, tu padre mueve una de sus fichas y, acto seguido, levanta la vista y nota tu presencia. Entonces te mira y sonríe satisfecho. Su amigo, mientras tanto, piensa y piensa. Notas que no sabe qué es lo que debe hacer para contrarrestar la jugada de tu padre. Tú ves las piezas casi a la altura de tus ojos. Te habría gustado poder subirte a una banqueta, a un mueble cualquiera que te permitiera apreciar mejor los movimientos de aquellas misteriosas figuras que casi cada tarde se enfrentan sobre el tablero de tu padre. Pero hoy ha ocurrido algo que no esperabas: tu padre ha hecho una trampa. Sí, ha movido el caballo de un modo diferente a la manera en que siempre has visto caminar al animal. Ésa es, precisamente, la jugada que acaba de realizar y tras la cual te ha mirado con esa sonrisa socarrona que enseña cuando se siente satisfecho. ¿Y por qué ha de sentirse satisfecho si ha engañado al amigo que juega con él? ¿No te han dicho siempre tus padres que no está bien engañar a tus hermanos o a ellos mismos? ¿Cómo puede tu padre enseñarte algo que él personalmente no practica? Y lo más interesante: el hombre no ha notado la trampa. Casi no puedes creerlo, y te levantas sobre las puntillas de los pies para ver un poco mejor lo que ocurre en el tablero. Y ocurren varias cosas. En primera, al amigo de tu padre no le basta con ser tan entretenido que no ve la trampa, sino que, además, juega y se equivoca. Tú no lo hubieras hecho así. El hombre no sabe contrarrestar el efecto de la jugada, y tu padre vuelve a mover ficha, y ahora ataca y arrincona a su contrario, que tras varias jugadas que a ti te parecen muy tontas, no tiene más remedio que rendirse. Entonces los adversarios se dan la mano y van a sentarse en la sala para tomar café y fumar. Tú te quedas mirando el tablero, tal como lo han dejado; reconstruyes a tu manera el juego y vuelves a ver la jugada deshonesta de tu padre. Sí, ha movido el caballo de un modo diferente al que lo has visto hacerlo siempre. No está bien que haya engañado a su amigo, aunque fuera su rival en el juego.

      Más tarde, cuando el señor se va, te acercas a tu padre y lo acusas de haber actuado mal. Has hecho trampas papá, dices, no sin temor a ser enviado de castigo al desván, le hiciste trampa al hombre, que yo lo vi. Al principio él se indigna, ¿qué dices, niño? Tu padre no hace trampas. ¿No ves que soy una persona legal? Y te echa en cara tu desconocimiento del juego. Esto es cosa de personas mayores, insiste, y aun así, hay mucha gente que ni siquiera puede comprenderlo. Pero yo, padre…, tratas de sacarlo de su error. Nada, hijo, dice él, como para terminar la discusión, ¿por qué mejor no te vas a jugar con tus hermanos? Te da rabia que no te crea, pero los mayores son así. Tú insistes, no obstante, seguro de lo que dices: hoy le ganaste a ese hombre haciéndole una trampa. ¿De dónde sabes tú, pequeño justiciero, cómo se mueven las piezas del ajedrez? Yo sé jugar, revelas; he aprendido mirando cómo juegas con tus amigos. Entonces tu padre detiene su pelea, como si hubiera entendido de repente lo que hace rato estás tratando de explicarle. Ves que la noticia lo ha sorprendido de verdad. ¿Cómo dices? Sí, repites, puedo jugar a eso. ¿Dices que tú, un chiquillo que todavía no sabe leer ni escribir…? Tu padre se interrumpe, mira hacia el tablero y luego parece medir con la vista la altura de tus cuatro años. Finalmente, te pone la mano en la cabeza. ¿Has dicho que sabes mover las fichas? Sé jugar, padre, lo corriges, no sólo mover fichas. Tu padre señala hacia la mesa, ¿por qué afirmas que hice trampa? Porque la hiciste, que yo la vi. ¿Cuándo?, insiste él, ¿podrías demostrármelo? Sí puedo, dices tú, acercándote al tablero. Y como desde tu estatura no puedes ver bien el conjunto de las piezas, te trepas a la silla que ocupó durante el juego el contrincante de tu padre. Él vuelve a colocarse en su sitio y entonces tú, ante su incrédula mirada, reconstruyes la partida hasta el punto en que se encontraba cuando movió el caballo de manera incorrecta. ¿Ves?, le dices, aquí fue; e inmediatamente repites la jugada del amigo de tu padre; y luego la siguiente de éste, y así hasta el final. Tu padre te mira boquiabierto. Sí, hijo, tienes razón; pero créeme que no fue intencional. Ni él ni yo somos muy buenos en esto. Por eso ninguno de nosotros se dio cuenta. Por cierto, ¿te atreverías a echar una partida conmigo? Tu padre casi no se sorprende cuando le dices que sí, que eso es lo que más querrías en el mundo, que te gane; pero que te enseñe todo lo que sabe, aunque no sepa mucho. Así que, de rodillas sobre la silla que había estado ocupando el amigo de tu padre, te enfrentas a él en la primera partida de tu vida. Mueves fichas, y sientes que lo haces con placer, pero también con convicción, como si fueras una persona mayor y durante toda tu vida hubieras practicado aquel extraño juego de combatientes enfrentados, matando y eliminando al adversario sin compasión alguna. Juegas y juegas…, hasta que, pasado no sabes qué tiempo, ves el rostro de tu padre contraerse en una mueca que encierra a un tiempo disgusto, sorpresa y admiración por ti, por su pequeño hijo, que ha ganado la primera partida de su vida, precisamente ante su padre.

      CAPÍTULO 5

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