Perdido en Buenos Aires. Antonio Álvarez Gil

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Perdido en Buenos Aires - Antonio Álvarez Gil страница 3

Perdido en Buenos Aires - Antonio Álvarez Gil

Скачать книгу

esto. Son las anotaciones de la partida. Ahí puede ver todo lo que pasó.

      Illa estuvo un rato leyendo los apuntes. Cuando levantó la vista hacia Capablanca, éste siguió hablando.

      – Creo que ahora me entenderá si le digo que ninguno de nosotros dos hizo una buena partida. Yo, en particular, me equivoqué en varias jugadas.

      Illa sonrió escéptico.

      – No sé qué decirle…

      Capablanca señaló hacia la hoja de las anotaciones.

      – ¿Quería ejemplos? Ahí los tiene. Mire la jugada 14. Me entretuve moviendo la torre sin crear ningún peligro y dejé de comerme un peón suyo con mi caballo más adelantado. Calculé mal el tempo y perdí la oportunidad de sacar ventaja material. Él vio mi pifia y resguardó el peón moviendo su caballo. De paso, ganó en posición. Luego, en la jugada 15, él saca la dama, que en combinación con su caballo representaba un serio peligro para mí. Yo lo debí haber visto venir; pero me di cuenta demasiado tarde.

      – Un momento – dijo Illa – , déjeme ver… Sí, tiene razón.

      – Con todo, todavía pude haber salvado la partida, logrando aunque fuera tablas; pero en la siguiente jugada cometí un error más serio aún: si hubiera retrasado el caballo lo habría obligado a retirar el suyo de esa casilla. No sé por qué, pero no vi el peligro y moví la torre hacia esa ingenua posición que usted ve ahí. Yo había calculado sólo un cambio de caballo por alfil; pero él jugó con el caballo, me comió un peón en la segunda fila y me amenazó la torre seriamente. ¿Lo ve?

      Rolando Illa movió la cabeza, como si no pudiera creer lo que veía y escuchaba.

      – Sí, claro – dijo – ; pero en su siguiente movimiento, él desaprovechó la oportunidad de sentenciar el juego.

      – Exactamente. Me alegro que lo haya visto. Y estará usted de acuerdo conmigo en que aquí las cosas entraron en una dinámica que conducía a tablas. En la jugada 32 yo le comí un peón y recuperé la simetría en la calidad. Con esto, Alekhine perdió la ventaja que había tenido. Sin embargo, en el siguiente paso volví a equivocarme, y este error sí ya fue definitivo. Debí haber movido el rey y protegerlo; pero jugué con la torre. Como puede usted ver, ahí perdí la partida. ¿Qué le parece?

      Rolando Illa estaba desolado.

      – Una pena.

      – Yo, francamente, nunca había cometido tantos errores juntos. Jamás. No quiero restarle méritos a mi adversario; pero desde el encuentro que disputé con Corzo por el campeonato nacional de Cuba, con sólo doce años, desde entonces, insisto, esta es la primera vez que mi rival me toma la delantera en el conteo. Y eso tiene, al menos, el mérito de la novedad.

      Illa sonrió sin demasiada convicción.

      – Imagino cómo se sentirá…

      – Me he sentido mal, por supuesto. Aunque ya no tanto. Sin embargo, lo que más me molesta es saber que perdí contra un rival que tampoco estuvo a la altura. En general, la partida en sí no fue digna de un campeonato del mundo. Pienso que eso tiene que ver con el hecho de que fue la primera. Ni él ni yo hemos jugado bien; pero no hay duda de que el juego de alguno de nosotros mejorará con las partidas venideras. O quizá el de ambos.

      – Aquí en la Argentina todo el mundo apuesta por usted. La gente estaba segura de que ganaría esta partida. Más, siendo la primera…

      – Yo lo sé, Rolando; por eso me duele más esta derrota. Usted sabe cómo ha sido durante todos estos años mi relación con los ajedrecistas argentinos, con la gente de este país. Lo menos que imaginaba yo, la verdad, era que no podría darles una alegría en el día de la inauguración.

      En ese momento el camarero trajo el vino, lo descorchó con manos de prestidigitador y preguntó quién iba a probarlo. Tras un breve intercambio de gestos de cortesía, fue Capablanca el encargado de dar el visto bueno al precioso líquido de las tierras de Mendoza. Habían traído también biscochos, pan y mantequilla, y los dos amigos cogieron sendas rodajas de pan y les untaron mantequilla. Luego Rolando Illa sirvió vino y propuso un brindis:

      – Por su éxito en el encuentro.

      – Gracias – dijo José Raúl Capablanca levantando su copa – . Por mí no quedará.

      Los dos bebieron varios sorbos, sumidos cada cual en sus pensamientos. Mientras, en el restaurante ocurrían cosas: al piano se habían sumado un violín y un bandoneón, y los tres juntos se entregaban ahora a la interpretación de conocidas melodías de tangos, valses criollos y milongas. Capablanca aprovechó el silencio para mirar una vez más a través del cristal. No sabía la razón, pero la vista nocturna de Puerto Madero lo atraía como un imán. Sentía que le provocaba un efecto tranquilizante. Contó tres filas paralelas de farolas: la que iba a lo largo de los docks, la del paseo y la del otro lado de los diques. Las tres parecían alargarse hasta el horizonte, para perderse luego en lo que seguramente era el estuario del Río. En este punto Capablanca retomó la conversación. Lo hizo para preguntarle a su interlocutor:

      – ¿Y usted cómo fue que vino a la Argentina? ¿No estaba mejor en Nueva York?

      – Es un relato largo. Primero tendría que contarle por qué nací en Nueva York. ¿Quiere saberlo?

      – Por supuesto. No sé por qué no se lo había preguntado nunca; pero es muy interesante.

      – Mi padre participó en la primera guerra de independencia en Cuba. Luego tuvo que emigrar a Nueva York. Allí conoció a Martí y colaboró con él en la preparación de la campaña del 95 – Rolando Illa hizo una pausa, y Capablanca no pudo evitar pensar en su propio padre, que aun siendo cubano había optado por militar en el ejército español. Por suerte, Illa continuó enseguida su relato – . Allí nací yo y allí crecí y me formé como hombre. Al finalizar la guerra, mis padres no pudieron regresar a Cuba. Creo que lo dejaron para un poco más adelante; pero un día mi padre murió y mi madre no se atrevió a volver sin él. Creo que le resultaba difícil empezar de nuevo sola. En fin, que nos quedamos definitivamente en Nueva York…

      De repente, Illa se interrumpió, fijando la atención en el camarero que acababa de hacer su aparición junto a ellos.

      – Mire esto. ¡Qué clase de espectáculo!

      Se refería al asado. Lo habían traído sobre un carrito y tenía, en efecto, una presentación espectacular. Despedía, además, un olor tan sabroso que era imposible no sentir un fortísimo deseo de hincarle el diente lo antes posible a aquella hermosa carne. Enseguida, el camarero se puso a la obra y lo deshuesó allí mismo, antes de sacarlo del carrito. Después sirvió la carne, el chorizo y el resto del acompañamiento y, con sus mejores deseos de buen provecho, lo dejó todo sobre la mesa y se alejó. Capablanca estaba encantado. Luego de haberse servido un buen trozo de asado, y de los pertinentes cumplidos a la cocina argentina, fue el primero en hablar.

      – Esto está exquisito – dijo, y tras unos sorbos de vino, agregó – : Por cierto, sé que usted tiene la nacionalidad argentina; y me parece bien. Pero permítame que le haga una pregunta: ¿No se siente un poquito cubano también?

      Rolando Illa pareció crecer en la silla.

      – Desde luego que sí. Mientras viví en los Estados Unidos siempre me sentí cubano, un cubano nacido en Nueva York, pero cubano al fin. Parece que es algo

Скачать книгу