Perdido en Buenos Aires. Antonio Álvarez Gil

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Perdido en Buenos Aires - Antonio Álvarez Gil страница 10

Perdido en Buenos Aires - Antonio Álvarez Gil

Скачать книгу

con el halo de luz y permaneció un instante inmóvil, plantada en medio del salón y dando la espalda a la mayoría de las mesas. Llevaba el pelo negro recogido sobre la nuca y un vestido bermellón que le ceñía las caderas y caía suelto hasta más allá de las rodillas. Los zapatos, de tacón alto, eran también rojos. Pronto sonaron los primeros acordes provenientes del piano, y su cuerpo comenzó a ondular como un campo de trigo frente al viento. Enseguida entró la guitarra y se oyó la voz del bandoneón. Ella elevó un brazo, y luego el otro, hendiendo el aire con sus manos y dedos, mientras se dejaba llevar por las progresiones del violín, que parecía gobernar toda su anatomía. Según la música subía en el aire del local, la muchacha agitaba las caderas en un incitante y sinuoso movimiento de rotación, al tiempo que deslizaba suavemente un pie tras otro sobre el piso, dibujando imaginarios círculos con ellos. Su manera de moverse estaba llena de sensualidad. Bailaba como si flotara sobre las notas que llegaban en oleadas desde el estrado de los músicos, y se veía que disfrutaba haciéndolo. Capablanca no había presenciado nunca un espectáculo semejante, ni siquiera en sus anteriores visitas al país. En cualquier caso, el hecho de ver a aquella mujer moviendo brazos, manos y cintura en el único punto iluminado del salón, le producía un enorme placer estético.

      Muy pronto entró en escena el muchacho, que iba vestido de negro, incluido el sombrero y los zapatos de charol. Lucía bigote y llevaba el pelo liso, con la raya a la izquierda y profusamente engominado. Al verlo aparecer, la muchacha retrocedió unos pasos, como si se pusiera en guardia. Parecía recelosa. Entonces él le tendió la mano y ella, sin dejar de marcar el compás de la música, dio algunos pasos hacia su compañero y se dejó tomar en los brazos del hombre para seguir bailando juntos. Capablanca los miraba arrobado. Y Marina lo miraba a él, entre arrobada y suspicaz.

      – ¿Te gusta?

      – Es un placer verlos bailar.

      – Sí, ya me di cuenta cómo se te iban los ojos cuando la chica meneaba ese cuerpo que Dios le dio.

      Él le sonrió, sin poder ocultar las ansias, cada vez más fuertes, que habían empezado a carcomerle la conciencia. Entonces empujó el plato con los restos de la cena y, señalando a la pareja, preguntó:

      – ¿Qué tal se te da el tango?

      – Creo que bien – respondió ella, con voz sugestiva – . ¿Y a vos?

      – Para no ser argentino, me defiendo algo. Claro, con una profesora del país, seguramente mejoraría mucho. Por cierto, ¿aquí no se baila?

      – Sí, claro; y eso forma parte del show. Ya lo verás.

      – ¡Qué bien! – dijo él, visiblemente contento – . Veremos qué tal nos va.

      Marina sonrió feliz, y Capablanca volvió la vista a la pareja de bailadores. En aquel momento el muchacho se inclinaba sobre su compañera, cuyo cuerpo se dobló hacia atrás como una caña de bambú. Estuvieron un instante así, aparentemente inmóviles, mientras la música elevaba el tono y la insistencia del violín los mantenía enlazados en aquel estado de incitación, como dos pinceladas de una misma pintura. Luego, a un llamado del bandoneón, volvieron a la posición erecta y continuaron entrecruzando piernas, rozando pechos y vientres, enredándose uno sobre el otro en un baile que era toda una exaltación del juego erótico. Parecían las dos mitades de un organismo vivo que se revolvía sobre sí mismo, estirándose y encogiéndose con los acordes de la música que tocaba el cuarteto. Aún estuvieron un rato girando, sacando y metiendo las piernas, moviéndose suavemente al compás de la música que llegaba del pequeño estrado donde cuatro virtuosos regalaban lo mejor de su arte al público que esa noche llenaba El Café de los Angelitos.

      Cuando se fueron los bailarines, la orquesta la emprendió con Caminito, uno de los tangos preferidos de Capablanca, y la gente, conocedora de las reglas del lugar, comenzó a salir a la pista para bailar. Marina miró a su nuevo amigo cubano y le sonrió. Éste entendió inmediatamente y, levantándose de su asiento, tendió la mano a la muchacha y la sacó a bailar. Ninguno de los dos lo hacía mal, por lo que muy pronto se acoplaron mutuamente.

      Marina se había quitado la chaqueta, y la blusa que llevaba bajo ella, de color blanco, dejaba al descubierto gran parte de su espalda. Capablanca sintió aquella carne joven y tibia agitándose bajo su mano, y no pudo evitar que una incipiente erección llamara a su bragueta. La sensación se hizo aún más aguda cuando, en uno de los pasillos del baile, Marina se pegó a su vientre y apoyó los senos en su pecho. Así estuvieron bailando buen rato, ella provocando, él dejándose provocar y haciéndole sentir a la mujer que la noche que los esperaba estaba llena de promesas. De repente, cuando Capablanca pensaba que la partitura de Caminito estaba próxima a su fin, una mujer de espesa cabellera negra, estatura más bien baja y modales desenfadados se acercó al micrófono y comenzó a entonar los versos del entrañable tango. Su voz no era muy alta, pero cantaba con mucho temperamento y trasmitía una cálida sensación de inmediatez.

      – ¿Quién es? – murmuró Capablanca al oído de Marina, aprovechando la ocasión para dejarle allí un poco del calor de su aliento.

      – Es una cantante que ha surgido en los últimos tiempos. Se llama Nina Mederos y es una bataclana.

      – ¿Una bataclana? – se extrañó él – . ¿Qué significa eso?

      – Una bataclana es una corista del teatro Bataclán, que queda en la zona portuaria. Ya te podés imaginar.

      – Pero no canta mal, ¿verdad?

      – No sé qué decirte – la voz de Marina revelaba desdén – . En todo caso, ése no es su estilo; no sé por qué se metió a cantar Caminito. ¿No sentís que a veces desafina? Lo de ella es otra cosa. Pero aparte de eso, creo que su éxito se debe en gran medida a su amistad con Gardel. Hace poco él habló con mi marido para que le grabara un disco a ella.

      – Pues a mí me parece que no canta mal – repitió Capablanca – . Y, además, se ve que tiene ángel.

      – Sí, ya veo que te gusta.

      Él dejó correr un asomo de sonrisa por su rostro y apretó a la muchacha un poco más. Su erección había aumentado y se le estaba volviendo irresistible. Ya ella había comprendido lo que ocurría y se veía feliz, apretándose cada vez más a Capablanca. De repente, él sintió que la tensión de Marina se aflojaba, que por algún motivo ella se había separado de su cuerpo y cambiaba incluso la expresión de su rostro. Observó, igualmente, que muchos de los bailadores desviaban la mirada hacia un grupo de hombres que habían entrado en el salón y avanzaban por el pasillo en dirección a la parte trasera del local.

      – ¿Qué pasa? – preguntó Capablanca.

      – Nada. Llegó Carlos Gardel. Seguramente se sentará a su mesa de siempre y cenará. Después pasaré a saludarlo y le diré que estás aquí.

      – ¿Tú crees que esté bien? No quisiera…

      – ¡Hombre! – rió ella divertida – . No te preocupes. Ya te dije que vos sos más famoso que él. Estoy segura que se volverá loco por conocerte. Quizá hasta quiera ser tu amigo.

      Cuando Nina Mederos terminó de cantar Caminito recibió una salva de aplausos. Sobrevino entonces una pequeña pausa, y Capablanca y Marina regresaron a su mesa. No bien se hubieron sentado, la muchacha dijo que iría a hablar con Gardel. Y con una mirada que él no pudo descifrar del todo, se alejó en dirección al fondo del local. Casi al instante Nina Mederos se acercó de nuevo al micrófono y le hizo una seña a los músicos. Desde el estrado llegó la percusión de un tamboril,

Скачать книгу