El Aroma De Los Días. Chiara Cesetti

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El Aroma De Los Días - Chiara Cesetti

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que Italia, finalmente, ha declarado la guerra a Austria, recuperaremos nuestras tierras.

      –¿Significa que deberéis ir al frente? –dijo Giulia mientras la sangre se le escapaba de sus mejillas.

      Tuvo que apoyarse en el hombro del hermano porque, de repente, todo a su alrededor se había vuelto incoloro y las piernas ya no la sostenían.

      –Hace meses que se combate en Europa, ya era hora de que también nosotros hiciésemos nuestra parte. Será una guerra breve, ya verás, breve y victoriosa.

      –¡Tío Rudi! –la voz feliz de Antonino los hizo girarse hacia la puerta mientras que el niño se dirigía corriendo hacia él. Rudi lo levantó, lo cogió en brazos y comenzó a saltar cantando:

      –¡Venceremos, venceremos, hay guerra y venceremos…

      Mientras, al fondo del camino una nube de polvo blanca anunciaba que en la calesa también Giovanni estaba volviendo a casa a toda prisa.

      Capítulo III 1917

      La guerra que, según Rudi, habría sido breve, duraba ya más de dos años, ni breve, ni fácil, ni victoriosa. Nada de la espléndida aventura a la que muchos se habían dirigido con entusiasmo sino una campaña distinta de cualquier otra, dolorosa y difícil, donde se combatía con armas desconocidas y mortíferas contra las cuales no servía afilar los sables. Muchos jóvenes había ido voluntarios, muchos habían sido llamado y en el campo eran las mujeres las que sacaban adelante los trabajos, incluso los más pesados. En verano, antes del amanecer, se las veía llegar en grupos desde los pueblos vecinos, con la cabeza cubierta por grandes pañuelos blancos, como un tejado a dos aguas, para cubrir la cara de los rayos despiadados del sol y, bajo el sol, trabajaban todo el día segando la mies y ordenando los haces con largos cordeles.

      El momento de la comida era un alivio. Cuando el calor de la maremma1 se convertía en implacable se paraba el trabajo y el descanso, aunque fuese pequeña, era una liberación. Sentadas en el suelo o sobre gavillas consumían la comida que había sido distribuido y muchas escondían el pan en los grandes bolsillos de los delantales porque, por la noche, en casa, había niños pequeños y si los que ya eran un poco grandes estaban ya trabajando, los más pequeños tenían hambre. Terminada la estación los campos eran abandonados, entonces se veían grupos de mujeres y de niños que con los sacos atados en bandolera recogían de la tierra las espigas caídas.

      Tantas espigas, tanto grano, tanta harina, tanto pan.

      Pan.

      Pan para ellas y para los hijos y para los viejos que ya no trabajaban.

      Pan que los hombres no llevaban a casa porque estaban atrapados en el Carso2.

      Y así era en invierno, acabada la temporada de la aceituna. En primer lugar la recogida en los árboles para el patrón, luego, si el patrón lo permitía, las que estaban en el suelo, para ellos, para extraer algún litro de valioso aceite.

      Cuando estalló la guerra Rudi se había enrolado voluntario pero Giovanni se había quedado en casa. Sus treinta y cinco años y la posición de cabeza de familia le había ahorrado ir al frente. En los últimos dos años la situación económica de la familia Barrieri incluso había mejorado. El ejército pedía grandes cantidades de caballos y de víveres y él había duplicado su ganado, muchas tierras que se habían quedado sin cultivar, por culpa de la falta de mano de obra, habían sido vendidas y Giovanni había comprado sin especular que, si podía, era uno de esos que ayudaba a los demás, no se aprovechaba de las desgracias ajenas. En casa, en ciertos períodos del año, cuando las labores del campo estaban paradas y la gente no sabía cómo ganarse la vida, se producía un peregrinaje de mujeres que llegaban ofreciendo servicios de todo tipo, llevando como regalo un cesto de achicoria o de frutos del bosque, esperando recibir algo a cambio.

      Giulia, María y Ada conocían a aquellas mujeres, conocían su historia y no dejaban nunca de mandarlas de vuelta con lo necesario para la cena. Antes de aceptar muchas, como bromeando, decían que habían venido por si acaso se necesitase hacer algún trabajo pero ya antes de recibir el pequeño regalo lo agradecían con los ojos porque las palabras que lo acompañaban no era de caridad y no envilecían:

      –Has llegado en el momento justo, acababa de preparar esto ―decían entregando un paquete ―Tómalo que he hecho muchos de estos y se estropeará.

      –Regalar sin humillar ―recomendaba Giovanni ―porque la humillación es más triste que la miseria ―y esto lo habían aprendido las tres mujeres de casa.

      Esa mañana Ada se había despertado con el habitual dolor de cabeza. Ocurría a menudo y cuando sucedía la única cura era permanecer en la cama, en la oscuridad, en silencio durante unas horas hasta que lentamente el dolor disminuía y, sólo entonces, un poco atontada y pálida, podía levantarse.

      El doctor Marinucci, el anciano médico de cabecera, había siempre atribuido la causa de esto a alteraciones de tipo nervioso.

      –Son los nervios, no es grave. Ada es una mujer fuerte y robusta. Tendría que haberse casado…

      Y, en cambio, también ella se había quedado en casa con el padre y la hermana mayor. Era más joven que María sólo dos años y su aspecto era menos resignado. Más cerca de la delgadez el de ella, su cuerpo resultaba casi regordete, más femenino, con el pecho impetuoso sostenido por un busto que le afinaba la cintura y le pronunciaba las caderas redondas.

      Se movía por la casa con energía, a veces excesiva, que en los arrebatos de actividad hacía intuir una agitación incontrolable y una especie de descontento nunca adormecido del todo. En estos días era capaz de trabajar durante horas sin cansarse, limpiaba la casa de arriba a abajo, lavaba cortinas y mantas, restregaba con empeño manchas endurecidas desde hacía años. Por su parte era muy generosa. Era capaz de arrebatos de afecto tales de quitar la respiración a los niños cuando los estrechaba en un abrazo robusto contra su seno suave y los sofocaba a besos. Antonino reía a más no poder, Clara intentaba huir a la tortura y los más pequeños, Agnese y Luciano, se quedaban asombrados, suspendidos entre la risa y el lloro, todavía vacilantes sobre si aquel pequeño sufrimiento valía la pena de ser sufrido.

      El primer día de noviembre fue gris y el sol no era más que una luz opaca detrás de una nube un poco más clara que las otras. María estaba todavía en la cama y Ada, superado lo peor, estaba indecisa si levantarse o no. La casa, extrañamente silenciosa, la hizo decidirse y bajar. Antonino y Clara estaban ya en la escuela y las voces de los más pequeños no se oían.

      Se levantó y se visitó. En la cocina el fuego estaba ya encendido para quitar la humedad del ambiente. Giovanni estaba vestido para trabajar y estaba sentado con los brazos apoyados delante del periódico abierto. Giulia estaba enfrente de él, pálida. El rostro, habitualmente severo pero no ceñudo, estaba surcado por una arruga sobre la frente que indicaba una profunda preocupación. Los ojos, como ausentes, perseguían un pensamiento lejano. María se movía silenciosa, empeñada en preparar algo para comer para los pequeños que, sentados en el suelo, parloteaban entre ellos en voz baja, sumisos a la atmósfera preocupada que envolvía la habitación. Ada, parada en el umbral de la puerta, apareció de repente en el interior de aquel ambiente insólito.

      –¿Qué ha sucedido?

      –¿Cómo estás, Ada, estás mejor? ―preguntó Giulia pidiéndose a sí misma un esfuerzo para salir de sus pensamientos.

      –Sí, estoy mejor. ¿Ha sucedido algo?

      –… es que las cosas

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<p>1</p>

Nota del traductor: Amplia región geográfica que comprende parte del Lazio y de la Toscana.

<p>2</p>

Nota del traductor: Región alpina teatro de violentas batallas durante la I Guerra Mundial.