El Aroma De Los Días. Chiara Cesetti

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El Aroma De Los Días - Chiara Cesetti

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en la casa o en los campos, el niño a menudo estaba con ellos y tomaba la merienda con los gemelos, comiendo grandes rodajas de pan con mermelada.

      Capítulo V Antonino y Clara

      A pesar de la maternidad Giulia no había engordado y su cuerpo, pequeño y bien proporcionado, había mantenido un aspecto juvenil, adquiriendo una madurez de rasgos y di movimientos que a los ojos de Giovanni la convertían en todavía más hermosa. Más que su aspecto, lo que amaba de ella era el aplomo de los gestos y las palabras, casi una dignidad que no era nunca monotonía o desapego sino una innata capacidad  para dar la debida importancia a las situaciones y comprender el momento en el que hablar o deber callar. Era las cualidades que desde el inicio había intuido y que ahora, conociéndola mejor, la convertían en única. Se fiaba de sus juicios y por la noche, finalmente solos en su habitación, mientras contaba con todo lujo de detalles su trabajo, ella lo escuchaba atenta y Giovanni se sentía capaz de compartir un peso. La parte secreta de Giulia estaba escondida muy adentro y se mostraba sólo por ciertas miradas intensas y distantes que desaparecían con un destello repentino de un objeto no visto, como si por un instante hubiese retenido, en un lugar íntimo y remoto, pensamientos intraducibles a los otros. Aquel imperceptible sobresalto, al principio casi atemorizó a Giovanni, luego se había sentido celoso porque intuía que un lugar sepultado en el alma de ella  le estaba prohibido, lejano e inalcanzable. Había renunciado a preguntar ¿En qué piensas?, esperando que aquel sobresalto pasase tan de repente como había surgido, un paréntesis del que se sentía dolorosamente excluido, breve inciso de soledad plenamente compensado por la Giulia que aparecía poco después.

      Aquella parte de su carácter que habría podido ser tan propenso al desasosiego, había sido atenuado por la vitalidad y el brío de Giovanni. En los tiempos en que el amor de una mujer era medido por la dedicación y la sumisión a un hombre, Giulia había sentido enseguida por él una fortísima atracción física que la había hecho descubrir la pasión todavía incipiente y reprimida de su cuerpo. Al principio de su noviazgo, cuando lo veía llegar desde lejos, sentía las piernas temblar nerviosas y el esfuerzo para dominarse la dejaba sin palabras. Experimentaba casi una sensación de incomodidad cuando pensaba en él, consciente como era de que este sentimiento tan nuevo escapaba a su control y la convertía en más frágil. Después de la boda sus noches enseguida estuvieron desprovistas de cualquier tipo de vergüenza. Felices de gozar el uno del otro sin reservas, guardaban durante el día, a los ojos de la familia, un secreto inconfesable, escondido en el rostro severo de ella y apenas perceptible en los gestos y las miradas de Giovanni.

      Giulia sabía que había transmitido a Clara mucho de sí misma, intuía sus pensamientos que, desde joven, había conseguido controlar. Los percibía extenderse incontenibles en la intimidad de aquella adolescente a la que le costaba dominarlos y se encerraba en silencios imperceptibles, casi hostiles. Cuando se dio cuenta de la predilección de Clara por el padre, con alivio había delegado en él el estar en contacto con el alma de la hija, tomando para ella el rol de mera observadora. Esta propensión era compartida secretamente por Giovanni, aunque nunca había surgido de manera racional, y era un gozo, porque con él Clara conseguía abandonarse a juegos infantiles sin la necesidad de esconder aquella inquietudes que él había aprendido a comprender y respetar en Giulia. Clara recibía de su proximidad el calmante para sus ansiedades, no se sentía observada como ocurría con la madre, ni en parte incomprendida como con las tías. Podía ser únicamente Clara, en la sencillez de sus silencios y en la lejanía de sus pensamientos.

      La tranquilidad de Antonino era, por el contrario, la felicidad de Giulia. Sociable y afectuoso había hecho brotar todo el instinto maternal de las mujeres de la familia.  Era fácil mimarlo y besarle hasta casi no dejarle respirar. No se resistía a los abrazos que lo estrechaban y reía de la misma manera en que se escuchaba a Clara sólo en sus juegos con el papá. Era por Antonino que Giulia abandonaba cada ocupación, cada pensamiento escondido que hubiese podido alterar la serenidad de aquellos momentos juntos. Lo observaba jugar con la hermana y lo sentía, no más débil, sino consciente de la mayor fuerza de ella, sereno en su papel. Esto hacía que lo amase infinitamente, tanto como para acercarse para darle una caricia fugitiva que habría levantado sospechas en Clara pero que a la que él correspondía con una mirada de gratitud.

      Al crecer Antonino mantuvo la tranquilidad que lo había distinguido desde siempre y demostraba más amor por la vida del campo.

      Siempre había sido voluntarioso. Durante las vacaciones de verano y los días de fiesta ayudaba en el campo. Se levantaba por la mañana temprano, antes del amanecer, contento de poder compartir con el padre los primeros momentos de soledad de la casa, casi como buscando con él una complicidad sin trabas. Todavía un niño se interesaba por el desarrollo de los trabajos y por los turnos de las bestias que se llevarían a los campos. Creciendo se había alejado de los juegos con Clara que, por su parte, cada vez permanecía más tiempo en su habitación leyendo, apartada de aquellos trabajos femeninos que las tías habían intentado, inútilmente, enseñarle.

      A Antonino le gustaban sobre todo los caballos que los Barrieri criaban en estado salvaje, en el bosque. En el momento de la doma, la manada de animales era llevada a campo abierto y encerrada en un recinto; no se habría perdido ese espectáculo por nada del mundo. Semanas antes comenzaba a pedir a su padre que le dejase faltar a la escuela para asistir a ese evento. Giovanni consentía de buena gana, complacido por esta pasión, pero no lo demostraba porque…

      –… antes de nada la escuela… pero por esta vez ―y sonreía para sus adentros por la doble alegría del hijo: un día de vacaciones y el espectáculo de la doma.

      La doma ocurría habitualmente en mayo. Las mañanas eran todavía frescas, luminosas, con aquella claridad que prometía ya el verano. Los hombres, montados en sus caballos con una larga pértiga de madera en la mano y una gruesa cuerda colgando del hombro, calzaban robustas botas y vestían anchas chaparreras de cuero. Con los primeros rayos de sol se dirigían en fila hacia el bosque, silenciosos y preparados para una jornada de trabajo distinta de las otras, animados por un desafío en el que no existía la incertidumbre del resultado sino la destreza del hombre, para demostrarla a sí mismos y a los otros. Casi una fiesta.

      Antonino la noche anterior no pegaba ojo, nervioso y atento a los ruidos de la casa, preocupado por si se olvidaban de él. Antes del amanecer ya estaba preparado. Bajaba a la cocina con el estómago cerrado por la agitación y no conseguía comer nada. Giulia preparaba para los hombres la comida para llevar y añadía alguna cosa para él.

      –… para comer dentro de un rato ―le decía.

      Veía al hijo radiante a la espera de aquel día y se alegraba por él. Antonino se movía en aquellas primeras horas de la mañana, casi las últimas de la noche, con energía, ansioso por salir. Con los ojos incitaba al padre para que se diese prisa, a levantarse de la mesa, a no perder tanto tiempo. Cuando Giovanni, después de haber acabado separaba apenas la silla de la mesa él ya estaba fuera de la puerta. Lo precedía en cada uno de sus movimientos. Giulia sonreía mirándolo y, antes de que se alejasen, no conseguía contener unas últimas palabras.

      –Ten cuidado… ―una recomendación dirigida al hijo que también subrayaba otras mil al padre ―Te lo ruego, mira que no corra riesgos, si va a caballo haz que monte el más dócil, no lo mandes solo… ―y otras que podría haber añadido y que no era necesario formular. Sabía que a Giovanni no le gustaba que las repitiese como si fuese un inconsciente que habría dejado correr al muchacho riesgos inútiles. Les bastaba una mirada para decírselo todo.

      Escuchaba preparar la carreta y en la oscuridad que comenzaba a aclararse los veía alejarse juntos. Oía a Giovanni incitar en voz baja al caballo y el ruido tan familiar del trote sobre la gravilla del camino. Observaba desde detrás de las ventanas sus figuras sentadas juntas en el pequeño asiento, hasta que desaparecían en la luz incierta. Todavía sentía dudas durante unos momentos, incluso cuando ya no los veía o no ya no quedaba más que el eco de aquellos ruidos, manteniendo una

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