El Aroma De Los Días. Chiara Cesetti

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El Aroma De Los Días - Chiara Cesetti

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un joven alto y muy delgado, con un uniforme andrajoso que llevaba encima y que, no obstante la delgadez conseguía que le colgase por todas partes, era demasiado corto. Las manos descarnadas eran elegantes con dedos largos y uñas redondas cortadas con cuidado. Las muñecas que salían de las mangas de la camisa eran huesudos pero robustos, de la misma manera que los hombros, un poco inclinados hacia delante, que sin embargo tenían una estructura vigorosa. Los cabellos largos, rubios y lisos, caían desordenados sobre la frente demasiado alta y encuadraban el rostro iluminado por unos ojos vivaces y atentos que la vida todavía no había domado, a pesar de que los años de guerra habían hecho de todo para conseguirlo. Caminaba apoyado en una muleta y el esfuerzo para sostenerse sobre una sola pierna le hacía encorvar todavía más los hombros.

      Rudi lo miró sin responder a su saludo.

      Frizmaier, moviendo velozmente la mano delante de los ojos, dijo riendo.

      –¿Estás ahí? ¿Paso más tarde?

      Rudi, finalmente, sonrió.

      Fosco había sido herido en una rodillas durante un combate contra los austro-húngaros.

      –Una lucha casi entre parientes ―decía dado que su abuelo había nacido en Viena y se había mudado muy joven a Milano. Era un enviado de guerra de un periódico que tenía la sede en la ciudad y lo que le ponía como una fiera era el haberse dejado pillar por una bala cuando nunca jamás había disparado un tiro.

      –¡Malditos boches, ni siquiera saben disparar, de otra forma hubieran dejado fuera de combate a alguien más peligroso que yo. Así han eliminado una pluma, no una bayoneta!

      En la habitación era casi imposible reposar ya fuera de día como de noche. Desde el frente llegaban continuamente nuevos heridos. Las jóvenes de la Cruz Roja trabajaban sin tregua al lado de los médicos que se alternaban para ejecutar las intervenciones con lo que tenían a mano. Muchos de los que traían al hospital eran muchachos muy jóvenes, destrozados por las bombas o dominados por un estado de terror que no conseguían vencer.

      Alguno gritaba Mamá, mamá, ayúdame hasta que tenía voz. Luego el grito se convertía en un suspiro, un resoplido. La invocación que debería llegar lejos era recogida por aquellas jóvenes mujeres que acariciaban los rostros y mantenían con dulzura entre sus manos las suyas, pronunciando palabras que hubieran dicho las madres. Hasta que el resoplido se apagaba y el apretón convulso de los dedos se aflojaba con la última ilusión de haber sido acariciados por la tierna mano de la madre.

      Era la otra cara de la trinchera, aquella donde la guerra podía quedar sólo interrumpida o acabar para siempre. Después de unos días Rudi comenzó a encontrarse mejor. El dolor del hombro había disminuido y aunque todavía estaba bastante débil comenzó a levantarse y a caminar. Fosco estaba todavía convaleciente pero la rodilla no quería saber nada de funcionar. Si intentaba doblarla sentía unas punzadas que lo inmovilizaban. Debido al dolor fruncía la frente y entornaba los ojos hasta que los convertía en dos ranuras, siseando con rabia.

      –¡Malditos boches! ―y encendía un cigarrillo.

      Fumaba a menudo, en pie, apoyado en la muleta. Con el cigarrillo entre los dedos  recuperaba su actitud despreocupada, conteniendo la amargura y la preocupación en un ángulo escondido pero no del todo invisible de su mirada. Siempre tenía cigarrillos y los ofrecía a todos los que le pedían unas caladas.

      Sentados sobre la misma cama Fosco y Rudi tuvieron tiempo de conocerse. Rudi contó cosas de él, de su pueblo, de sus sobrinos y lo hizo con la nostalgia de quien saborea cuán importantes son las cosas que antes dábamos por descontadas. Fosco escuchaba con la curiosidad de quien descubre la tranquila vida de provincia y preguntaba sobre Giulia y Giovanni, Ada y Maria como si los conociese. Luego habló de su vida en el periódico, de su familia tan distinta, de sus viajes detrás de un padre embajador. Rudi escuchaba lo que el compañero decía con la curiosidad de quien abre una ventana sobre un paisaje completamente nuevo. El mundo que les rodeaba desaparecía por lo menos durante el tiempo que duraban las conversaciones. La guerra, el dolor, el terror que leían en los ojos de los compañeros se perdían, lejanos de las conversaciones que los  hacían retroceder en el tiempo, cuando no había nada de esto. Hablaron de mujeres, de cómo las habían conocido, de aquellas que habían creído amar al menos un poco y de aquellas con las que habían hecho el amor. De cómo ahora, el cuerpo de una mujer, su piel cálida , sutil y lisa, habría saciado la sed de sus sentidos y de cómo habrían sanado enseguida después de haber hecho el amor con ella. Luego, en el primer momento de silencio que transcurría entre los pensamientos y las palabras, la realidad reaparecía y el hedor de los cuerpos, la voces de dolor que los rodeaban volvían a existir y los desanimaban con prepotencia para anclarles a la vida real.

      Capítulo VII Rudi en casa

      Dos semanas después Rudi salió del hospital con un mes de permiso. Fosco fue dado de alta y había intentado convencerlo para que se quedase en su casa, en Milano. La propuesta era tentadora pero el deseo de escaparse a la tranquilidad de su tierra era demasiado fuerte, como si volviendo pudiese liberarse de la carga de inquietudes que le oprimían el pecho y respirar con la ligereza que había olvidado. Acordaron que antes de acabar el permiso se quedaría en Milano durante unos días.

      A Fosco la rodilla continuaba doliéndole. Antes de irse había regalado todos los cigarrillos a los muchachos que quedaban y apoyándose en la muleta, todavía cojeando, se había despedido de las muchachas de la Cruz Roja más jóvenes besando a cada una en la mejilla. Aprovechando su proximidad y la espontaneidad con que se abandonaban a aquel gesto de despedida, las había estrechado contra él y había apoyado sus labios en los suyos, dejándolas desconcertadas y divertidas.

      –Esto para que os acordéis de mí. Cuando acabe la guerra venid a buscarme a Milano.

      Inclinando ligeramente la cabeza había liberado sus manos, mantenidas en un apretón más amigable que una simple despedida.

      –Hasta pronto ―había susurrado mirándolas a los ojos.

      En el umbral de la puerta, volviéndose hacia atrás, levantó la muleta hacia lo alto y girándose hacia todos gritó.

      –¡Memento gaudere semper!

      Muchos no lo habían entendido, quien podía lo había despedido con cordialidad y Rudi había reído por aquel augurio tan fuera de lugar.

      Después de unos días también él fue dado de alta. En el bolsillo el permiso y en el hombro bueno la mochila con las pocas cosas que poseía. Llegó a Verona a bordo de un camión militar S.P.A. 8000 destinado al transporte de municiones que iba de aquí para allá desde el frente a la retaguardia y allí cogió el tren hasta Orte. Intentaba tener el brazo en cabestrillo lo más inmóvil posible, pero sentía que repercutían en la herida los saltos del camión. El joven conductor recorría las carreteras accidentadas y llenas de agujeros con el entusiasmo de los veinte años. A pesar de que le había pedido continuamente que corriese menos y disminuía la velocidad por un par de kilómetros, luego, sin darse cuenta, volvía a lo de antes. Más de una vez Rudi dijo palabrotas y temió desmayarse de dolor. El viaje en tren le pareció, en comparación, tranquilísimo.

      Llegó una mañana de lluvia helada, se incrustó en la cabeza el gorro para protegerse del aguacero y esperó una media hora a que llegase el autobús para Viterbo. Sentado en el banco de madera de la estación sintió que el frío le llegaba hasta los huesos. En el vehículo casi vacío subió junto con él una mujer anciana vestida de negro, el rostro demacrado y sin expresión, los ojos hundidos escondidos detrás de una telaraña de arrugas. Puesto en el brazo llevaba un gran pañuelo recogido en las cuatro puntas, del que salían las hojas de una coliflor y el olor fuerte del queso. Se sentó enfrente con los ojos bajos, absorta quién sabe en

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