Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari страница 22
—¡Te veo, inglés maldito! —aulló—. ¡Ay de ti si puedo ponerte las manos encima! ¡Quieres robarme la Perla, pero te lo impediré! ¡Pasaré a hierro y fuego todo Labuán, haré correr sangre y los exterminaré a todos!
Después de varios esfuerzos pudo levantarse; cogió una cimitarra y empezó a dar tajos desesperados por todos lados, corriendo tras la sombra del baronet. Hasta que, vencido por el sueño y el alcohol, cayó al suelo y se quedó profundamente dormido.
R
Capítulo 15: El soldado inglés
Cuando despertó estaba tendido en una otomana, adonde lo habían transportado los malayos que tenía a su servicio.
—¡No puedo haber soñado! —murmuró—. Estaba borracho y me sentía feliz. Pero ahora vuelve a arder el fuego en mi corazón. ¡Qué pasión tan inmensa ha invadido el alma del Tigre de la Malasia!
Se quitó el traje del sargento Willis, se puso otro adornado de oro y perlas, se cubrió la cabeza con un magnífico turbante coronado por un hermoso zafiro del tamaño de una nuez, pasó entre los pliegues de la faja un nuevo kriss y una nueva cimitarra, y salió.
Recorrió con sus ojos de águila la extensión del mar y miró los pies de la roca. Dispuestos a zarpar había tres paraos, con sus grandes velas desplegadas. En la playa los piratas iban y venían, ocupados en embarcar armas, municiones y cañones. En medio de ellos, vio a Yáñez.
—¡Mientras yo dormía, él preparaba la expedición! —murmuró.
Bajó la escalera y se dirigió a la aldea. Apenas los piratas lo vieron, resonó un grito:
—¡Viva el Tigre! ¡Viva nuestro capitán!
Y rodearon al pirata con gritos de alegría, y le besaban las manos, los vestidos y los pies, y casi lo ahogaron. Lloraban de contento al verlo vivo.
De sus bocas no salió ni un lamento, ni una sola queja por sus compañeros, sus hermanos, sus hijos, sus padres, muertos en la desastrosa expedición. Pero brotaban de cuando en cuando gritos tremendos.
—¡Venganza para nuestros compañeros! ¡Vamos a Labuán a exterminar a los enemigos de Mompracem!
—¡Amigos —dijo Sandokán, con su extraño acento metálico que los fascinaba—, la venganza no tardará! ¡Iremos otra vez a esa tierra de los leopardos y les devolveremos rugido por rugido, sangre por sangre! ¡El día de la lucha, los tigres de Mompracem devorarán a los leopardos de Labuán!
—¡A Labuán! -gritaron frenéticos los piratas, agitando las armas.
—Yáñez, ¿está todo dispuesto?
Yáñez pareció no oírlo. Miraba hacia un promontorio que se internaba en el mar.
—Por detrás de la escollera veo el extremo de un mástil —dijo.
—¿Será un parao nuestro?
—Otro no se atrevería a acercarse a nuestras costas. Falta el velero de Pisangu; ha de ser él.
—Puede traerme alguna noticia de Labuán —exclamó Sandokán— Esperémoslo.
Era en efecto el velero que Yáñez enviara a Labuán hacía tres días para saber algo del Tigre, pero, ¡en qué estado volvía! El palo mayor apenas se sostenía, los costados estaban llenos de tapones de madera para cerrar los agujeros abiertos por las balas.
—Se han batido —dijo Sandokán.
—Pisangu es un valiente que no vacila en atacar aun a los buques grandes -dijo Yáñez.
Parece que trae un prisionero, veo una chaqueta roja. -Sí, hay un soldado inglés atado al palo mayor. -¡Ah, si pudiera decirme algo de Mariana!
—Lo interrogaremos.
Cinco minutos después el velero entraba en la pequeña bahía y anclaba a veinte pasos del acantilado.
—¿De dónde vienes? —preguntó Sandokán a Pisangu en cuanto puso pie en tierra.
—De Labuán, mi capitán —fue la respuesta—. Fui con la esperanza de encontrar noticias suyas, y tengo la dicha de verlo aquí sano y salvo.
—¿Quién es el inglés?
—Es un caporal, mi capitán.
—¿Dónde lo hiciste prisionero?
—Cerca de Labuán. Registraba yo la costa y las playas, cuando vi salir de un pequeño río una canoa rápida tripulada por este hombre. Lo capturamos, pero cuando quise alejarme me encontré con un cañonero que me cortaba el camino. La lucha fue una verdadera tempestad, mi capitán, que me mató media tripulación y casi me despedaza el barco. Pero el cañonero también quedó en estado lamentable. En cuanto se retiró me lancé a alta mar y me volví aquí.
—Gracias, Pisangu. Trae a ese hombre.
Era un joven de unos veinticinco años, gordo, de baja estatura, rubio y rosado. Estaba asustado, pero de sus labios no salió ni una palabra. Sólo al ver a Sandokán exclamó:
—¡El Tigre de la Malasia!
—¿Dónde me has visto?
—En la quinta de lord Guillonk.
—Tu vida depende ahora de lo que me contestes —dijo Sandokán.
—¿Quién puede fiarse de un asesino que mata como si bebiera una copa de whisky?
—¡Perro, cuidado con lo que hablas! Tengo un kriss que corta en mil pedazos el cuerpo; tengo tenazas enrojecidas para arrancar la carne en trozos. Hablarás o te haré sufrir de tal modo que pedirás la muerte como un bien.
El inglés palideció, pero apretó los labios.
—¿Dónde estabas cuando salí de la quinta del lord?
—En los bosques.
—¿Qué hacías allí?
—Nada.
—¡Quiero saberlo todo!
—No sé nada.
—¡Habla o te mato! —dijo Sandokán y puso en la garganta del soldado la punta del kriss, haciendo brotar una gota de sangre.
El caporal vaciló, pero la mirada del Tigre era terrible. -¡Basta! -dijo apartando la punta del kriss-. Hablaré.
—¿Qué hacías en el bosque?
—Seguía al baronet Rosenthal. Lord Guillonk supo que el que había recogido moribundo era el terrible Tigre de la Malasia y, de acuerdo con el baronet y el gobernador de Victoria, preparó una emboscada.
—¿Cómo lo supo?
—Lo