Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari biblioteca iberica

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se volvió hacia los marineros. -Preparen la chalupa. Cuando la ola barra la cubierta, la sueltan y la dejan ir.

      ¿Qué pretendía el Tigre de la Malasia? ¿Intentar el desembarco en aquella chalupa, mísero juguete para las tremendas olas? Los hombres se miraron llenos de ansiedad, pero se apresuraron a obedecer. A fuerza de brazo izaron la chalupa sobre la borda, después de haber puesto dentro dos carabinas, municiones y víveres.

      —¿Qué intentas hacer? —preguntó Yáñez.

      —Saltar a tierra.

      —Nos estrellaremos contra las peñas.

      —¡No! Sube a la chalupa, Yáñez.

      —¡Tú estás loco!

      Sandokán lo empujó y lo hizo entrar en la chalupa; luego subió él de un salto. Una ola enorme penetró en la bahía rugiendo.

      —¡Paranoa! —gritó—. Dispónte a virar, dirígete al norte y ponte a la capa. En cuanto se haya calmado el mar, vuelve aquí. Yo voy a atracar.

      La montaña de agua, con la cresta cubierta de blanquísima espuma, se acercaba. Frente a las dos rocas se partió y entró en la bahía. En un abrir y cerrar de ojos envolvió al parao.

      —¡Suelten! —ordenó Sandokán.

      La chalupa, abandonada a sí misma, fue arrastrada por la gigantesca ola. Casi al mismo tiempo el parao viró y salió a mar abierto, desapareciendo detrás de una escollera.

      —Nosotros desembarcaremos en Labuán a pesar de la tempestad -dijo Sandokán tomando un remo.

      —¡Por Júpiter! —exclamó el portugués—. ¡Esto es una locura!

      La chalupa se agitaba de un modo espantoso. Sin embargo, las olas la empujaban hacia la playa. La barquilla se remontó en la cresta de una ola y se precipitó en el abismo, chocando con violencia. Los dos piratas sintieron que les faltaba fondo bajo los pies. Se había hecho pedazos la quilla. Con otro tremendo golpe de mar la chalupa volvió a flotar en las alturas, hasta que las olas la hicieron estrellarse contra el tronco de un árbol, con tal fuerza que ambos piratas salieron disparados. Sandokán, que cayó en medio de un montón de hojas y ramas, se levantó en el acto y recogió las carabinas y las municiones.

      Una nueva ola arrastró la chalupa y se la llevó mar adentro.

      —¡Al demonio todos los enamorados! —gritó Yáñez al levantarse molido por el golpe.

      —Pero todavía estás vivo, ¿no?

      —¿Querías que me hubiera desnucado?

      —No me consolaría nunca, Yáñez, si te pasara algo. ¡Mira, el parao!

      El velero pasaba entonces por delante de la embocadura de la bahía, con la rapidez de una flecha.

      —¡Qué compañeros tan fieles! —dijo Sandokán—. Antes de alejarse quisieron cerciorarse de que habíamos podido bajar a tierra.

      Se quitó la faja roja y la desplegó al viento.

      Un momento después resonó un disparo en el puente del velero.

      —Nos vieron —dijo Yáñez—.¡Ahora, Dios quiera que nos salven!

      El velero viró y emprendió su carrera hacia el norte. Yáñez y Sandokán se ocultaron bajo las enormes plantas para ponerse a cubierto de la lluvia, que caía a torrentes.

      —¿Sabes dónde estamos, Sandokán?

      —Creo que estamos cerca del riachuelo que sirvió de refugio a mi paso después de la batalla con el crucero.

      —¿Está lejos de la quinta de lord James?

      —No, a unos pocos kilómetros.

      —Mañana registraremos los alrededores.

      —¿Mañana? ¿Crees que puedo esperar? ¿No te das cuenta que estamos en Labuán?

      —No podemos ponernos en marcha con este tiempo infernal, hermanito. ¿A qué quieres ir a la quinta?

      —Por lo menos para verla.

      —Y luego cometer alguna imprudencia. Te conozco. Ten calma, hermano, piensa que somos dos y en la quinta hay soldados. Esperemos a que vuelvan los paraos.

      —¡Si supieras lo que siento al encontrarme en esta isla!

      —Me lo figuro, pero no te dejaré cometer locuras que puedan serte funestas. ¿Quieres ir a la quinta para averiguar si Mariana está allí? Iremos. Pero cuando haya cesado el huracán. Mañana, en cuanto despunte el sol, nos pondremos encamino hacia el riachuelo. Por ahora, refugiémonos bajo esa areca.

      Sandokán estaba indeciso entre seguir o no a su fiel amigo; pero al fin hubo de ceder, y se dejó caer junto al tronco del árbol, lanzando un largo suspiro.

      —¿Crees, Sandokán, que nuestros paraos podrán salvarse de una tempestad como ésta?

      —¡Nuestros hombres son marineros valientes! -contestó el pirata-. Verás cómo salen del atolladero.

      —Y si naufragan, ¿qué hacer sin su ayuda?

      —¡Raptar a Mariana!

      —Dos hombres solos, aunque sean dos tigres de Mompracem, no pueden hacer frente a cincuenta fusiles.

      —¡Recurriremos a la astucia! Yo no vuelvo a mi isla sin Mariana.

      Yáñez no contestó. Encendió un cigarro, se tendió en la hierba, que estaba casi seca bajo las enormes hojas del árbol, y cerró los ojos.

      En cambio Sandokán se levantó y se fue a la playa. Trataba de orientarse y de reconocer la costa. Cuando regresó comenzaba a alborear. La lluvia había cesado y el viento rugía con menos fuerza.

      —Ya sé donde estamos —dijo—. El riachuelo debe estar hacia el sur, y no muy lejos.

      —¿Quieres que vayamos a ver si damos con él?

      —Sí.

      Se echaron al hombro las carabinas, llenaron de municiones sus bolsillos, y se internaron en el bosque, procurando no alejarse mucho de la costa.

      Multitud de árboles arrancados por el viento interceptaban el camino y obligaban a los piratas a saltar y escalar troncos caídos, y a utilizar los kriss para cortar una cantidad de lianas que se les enredaban en las piernas y no los dejaban avanzar.

      Hacia el mediodía, Sandokán se detuvo.

      —Ya estamos cerca —dijo.

      —¿Del río o de la quinta?

      —Del río. ¿No oyes el murmullo bajo esa bóveda de hojas?

      —¿Será el que estamos buscando?

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