Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari страница 28

Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari biblioteca iberica

Скачать книгу

poder examinar la quinta.

      Seguros de que no había centinelas escondidos en esos lugares, se aproximaron a la empalizada y la escalaron.

      Una vez dentro, se ocultaron en medio de un grupo de grandes peonías. Desde allí podían observar cómodamente lo que sucedía en el parque y en la casa.

      —En una ventana veo a un oficial —dijo Sandokán.

      —Y yo veo un centinela cerca del pabellón —dijo Yáñez—. Si se queda allí después que se haga de noche va a molestarnos más de la cuenta.

      —¡Lo despacharemos! —contestó el Tigre.

      —Sería mejor sorprenderlo y amordazarlo. ¿Tienes algún cordel?

      —Mi faja.

      —Muy bien. Entonces... ¡Ah, bribones!

      —¿Qué pasa, Yáñez?

      —¡Han puesto rejas en todas las ventanas!

      —¡Malditos! —exclamó Sandokán con los dientes apretados.

      —Lord James ha de conocer muy bien la audacia del Tigre de la Malasia. ¡Por todos los rayos, cuántas precauciones!

      —Entonces, también vigilarán a Mariana y no podrá venir a la cita.

      —Es probable.

      —¡Pues yo la veré, como sea!

      —¿Cómo?

      —¡Escalaré la ventana! Para eso me pediste que trajera una cuerda.

      —¿Y si nos sorprenden los soldados?

      —¡Lucharemos!

      —¿Los dos solos?

      —Ya sabes que nos tienen miedo, y que nosotros nos batimos por diez.

      —Sí, siempre que las balas no vengan demasiado espesas. ¡Mira! Unos soldados se marchan, salen del parque.

      —¿Irán a vigilar los alrededores?

      —Eso temo.

      —¡Mejor para nosotros!

      —Puede que sí. Ahora esperemos a la medianoche. Encendió con grandes precauciones un cigarro, se tendió al lado de Sandokán y fumó con tanta tranquilidad como si estuviera en la cubierta de uno de sus paraos.

      En cambio Sandokán, rojo de impaciencia, no podía estar quieto un instante. Creía que le habían preparado una emboscada. ¿No habría caído el mensaje en manos de lord James?

      Por fin llegó la medianoche.

      Sandokán se levantó dispuesto a dirigirse a la casa. Pero Yáñez lo detuvo.

      —¡Despacio! —le dijo—. Prometiste ser prudente.

      —¡No tengo miedo! ¡Estoy decidido a todo!

      —Pero yo estimo mucho mi pellejo, amigo. ¿Olvidas que hay un centinela al lado del pabellón?

      —¡Pues vamos a matarlo!

      —Bastará con que no dé la voz de alarma.

      —¡Lo estrangularemos!

      Al llegar a unos cien pasos de la quinta, Yáñez dijo: -¿Ves ese soldado? Creo que se durmió con el fusil entre las manos. Lo amordazaremos con mi pañuelo. Yo tengo preparado el kriss. ¡Si da un solo grito, lo mato!

      Arrastrándose como serpientes, llegaron junto al soldado.

      —¿Estás listo? —preguntó Sandokán en voz baja.

      —¡Adelante!

      Con un salto de tigre Sandokán cayó sobre el joven soldado y lo tiró a tierra.

      Yáñez se lanzó detrás. Amordazó al prisionero, lo ató de manos y pies y le dijo, en tono amenazador:

      —¡Si haces un solo movimiento, te atravieso el corazón!

      En seguida se volvió hacia Sandokán.

      —Y ahora, ¿sabes cuáles son las ventanas de Mariana?

      —Sí —exclamó el pirata—. Encima de aquel emparrado.

      De pronto retrocedió con un verdadero rugido. -¡Han cerrado con rejas sus ventanas!

      —¡No importa! -repuso Yáñez.

      Recogió varias piedrecillas y lanzó una contra los vidrios, produciendo un ligerísimo ruido. Los dos piratas retenían el aliento, presa de viva emoción.

      No contestaron. Yáñez lanzó otra piedra, y luego otra más.

      De súbito se abrió la ventana y Sandokán vio dibujarse a la luz azulada de la luna una figura que reconoció en seguida.

      —¡Mariana! -murmuró levantando los brazos hacia la jovencita, que se había inclinado sobre la reja.

      Al verlo la joven lanzó un grito ahogado.

      —¡Ánimo, Sandokán! —dijo Yáñez, saludando galantemente a la joven—. ¡Súbete a la ventana! Pero apresúrate, no corren muy buenos vientos para nosotros.

      Sandokán se encaramó en el emparrado y se aferró a los hierros de la ventana.

      —¡Tú! —exclamó la joven, loca de alegría—. ¡Gracias a Dios!

      —¡Mariana! —murmuró el pirata, cubriéndole de besos las manos—. ¡Por fin vuelvo a verte!

      —¡Verte después de haberte llorado por muerto! Esta es una alegría demasiado grande, amor mío.

      —No muere con tanta facilidad el Tigre de la Malasia, Mariana. Pasé sin un rasguño entre los tiros de tus compatriotas; atravesé el mar, llamé a mis hombres y he vuelto a la cabeza de cien tigres, dispuesto a todo para salvarte. -¡Sandokán! ¡Sandokán!

      —Dime, Mariana, ¿está aquí el lord?

      —Sí, y me tiene prisionera por temor a que reaparezcas. En las habitaciones bajas hay vigilancia durante la noche. Estoy encerrada entre bayonetas y rejas y no puedo dar un paso al aire libre. Temo que no podré ser nunca tu mujer, porque mi tío, que me odia, interpondrá entre tú y yo la inmensidad del océano.

      Dos lágrimas cayeron de sus ojos.

      —¡No llores, amor mío, o me vuelvo loco! Mis hombres no están lejos; hoy son pocos, pero mañana serán muchos, y ya sabes qué clase de hombres son los míos. Entraremos aunque haya que derribar barricadas y prenderle fuego a la quinta. ¿Quieres que te lleve esta misma noche? Tan sólo somos dos, pero haremos pedazos las rejas que te tienen prisionera. ¡Pagaremos con

Скачать книгу