Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari
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Читать онлайн книгу Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari страница 30
Sandokán obligó a su compañero a atravesar una parte del parque, y lo guió hasta una pequeña construcción de un solo piso que servía de invernadero de flores, situado a unos quinientos pasos de la casa de lord Guillonk. Abrió la puerta sin hacer ruido y avanzó a tientas. -¿Dónde estamos? -preguntó Yáñez. -Enciende un pedazo de yesca.
—¿No verán luz desde fuera?
—No hay peligro.
La estancia estaba repleta de enormes tiestos llenos de plantas que exhalaban delicados perfumes, y amoblada con sillas y mesitas de bambú muy ligeras. En el extremo opuesto el portugués vio una estufa de dimensiones gigantescas, capaz de contener media docena de personas.
—¿Y es aquí donde vamos a escondernos? —preguntó—. Caramba, este sitio no me parece muy seguro.
Los soldados no dejarán de venir a explorarlo, pensando en el dinero prometido por tu captura.
—No te digo que no vengan.
—Entonces nos prenderán.
—Pero no se les ocurrirá buscarnos dentro de una estufa.
Yáñez no pudo refrenar una carcajada.
—¿En esa estufa?
—Sí; nos esconderemos ahí dentro.
—¡Pero, hermanito, quedaremos más negros que los africanos!
—Qué importa, después nos lavaremos.
—¡Pero, Sandokán!
—Si no quieres venir, te las arreglarás con los ingleses. No hay mucho donde escoger: o te metes en la estufa o te prenden.
—Bueno, vamos a visitar nuestro nuevo domicilio para ver si, al menos, es cómodo.
Abrió la portezuela de hierro, encendió otro pedazo de yesca y entró en la inmensa estufa, estornudando con sonoridad. Sandokán lo siguió sin vacilar.
El sitio era bastante amplio, pero había una gran cantidad de cenizas y carbones. Los dos piratas podían estar de pie cómodamente.
El portugués, que no perdía nunca su buen humor, se echó a reír con más fuerza, no obstante lo peligroso de la situación que enfrentaban.
—¿Quién habría imaginado que el terrible Tigre de la Malasia viniera a esconderse aquí? —dijo, muerto de la risa—. ¡Por mil truenos! ¡Estoy seguro de que no nos pasarán lista!
—No hables tan alto, hermano —dijo Sandokán—. Pueden oírnos.
—¡Todavía han de estar muy lejos!
—No tanto como crees. Antes de entrar al invernadero vi a dos soldados.
—¿Vendrán a visitar este sitio?
—Seguramente.
—¿Y si quieren ver también la estufa?
—No nos dejaremos prender tan fácilmente, Yáñez. Tenemos armas y podríamos sostener un asedio.
—¡Y muertos de hambre! Porque supongo que no te contentarás con comer cenizas. Además las paredes de nuestra fortaleza no me parecen muy sólidas. Con un buen empujón se vendrían al suelo.
—Antes nos lanzaremos al ataque. ¡Silencio! Oigo voces cercanas. Ten dispuesta la carabina.
Afuera se oía hablar a varias personas que se acercaban. Crujían las hojas y las piedrecillas del camino rodaban bajo los pies de los soldados.
Sandokán abrió con precaución la portezuela para mirar afuera. Contó seis soldados, a quienes precedían dos negros.
—¡Ya vienen! —dijo a su compañero cerrando la puerta—. ¡Estemos prontos para lanzarnos sobre esos importunos!
—Tengo el dedo puesto en el gatillo de mi carabina.
—¡Desenvaina también el kriss!
Entraron los soldados al invernadero, iluminándolo completamente. Registraron todos los rincones.
—¿Se habrá echado a volar ese condenado pirata? —dijo una voz.
—¿O habrá desaparecido bajo tierra? -dijo otro soldado.
—Ese hombre es capaz de todo, amigos míos --dijo un tercero-. Les aseguro que es un hijo del compadre Belcebú.
—Yo creo lo mismo -dijo el primero con voz temblorosa-. Lo vi una sola vez, pero te digo que no es un hombre, es un tigre, que tuvo el valor de arrojarse encima de cincuenta soldados sin que lo tocara una sola bala.
—¡Me das miedo, Bob!
—¿Y a quién no le daría miedo?
—Ni Lord Guillonk se atreve a hacer frente a ese hijo del infierno.
—Pero tenemos que buscarlo o perderemos las mil libras esterlinas que lord Guillonk ofrece.
—Aquí no está, vamos a buscarlo a otra parte.
—Mira, allá hay una estufa enorme donde pueden esconderse varias personas. ¡Manos a las carabinas y vamos a ver!
—¿Quién se va a esconder ahí? No cabe ni un pigmeo de Abisinia.
—Pero la registraremos.
Sandokán y Yáñez se echaron atrás todo lo que pudieron y se dejaron caer entre las cenizas y los carbones. Se abrió la portezuela y un rayo de luz se proyectó en el interior, pero no era capaz de alumbrar toda la estufa. Un soldado introdujo la cabeza y volvió a sacarla estornudando.
—¡Al diablo el que tuvo la idea de hacerme meter la nariz en ese humo negro! —exclamó furioso.
—Estamos perdiendo un tiempo precioso —dijo otro soldado—. El Tigre debe estar en el parque, tal vez pronto a saltar la cerca.
—Vayámonos, no será aquí donde ganemos las mil libras esterlinas.
Los soldados se retiraron a toda prisa, cerrando ruidosamente la puerta del invernadero.
Cuando el portugués no oyó más ruidos, dio un gran suspiro de satisfacción.
—¡Por los mil naufragios! —exclamó—. En unos cuantos minutos he vivido cien años. No daba ni una piastra por nuestros pellejos. Podemos encender un cirio a Nuestra Señora de los Mares.
—No niego que el momento ha sido de prueba —respondió Sandokán—. Cuando vi tan cerca aquella cabeza, no sé cómo me contuve para no hacer fuego.
—¡Buena la habrías hecho! Pero en fin, por ahora no tenemos nada que temer. Buscarán por el parque y terminarán por convencerse de que desaparecimos. ¿Y cuándo nos marcharemos? Porque supongo que