Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari
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Читать онлайн книгу Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari страница 34
La pantera, seguramente hambrienta, se quedó en una rama que caía sobre el riachuelo formando una especie de puente. Era una fiera bellísima, de un metro y medio de largo.
Su adversario, muy feo, mediría un metro cuarenta de estatura y unos brazos que no bajaban de dos metros y medio. Su cara larga y arrugada tenía aspecto feroz, especialmente sus ojillos. Estos monos no gustan de la compañía; generalmente evitan encontrarse con los hombres y con los otros animales, pero si se los irrita o se les amenaza son terribles y casi siempre triunfan a causa de su gran fuerza.
—Creo que asistiremos a una lucha a muerte —dijo Yáñez.
—Por ahora no quieren nada con nosotros —contestó Sandokán-. Pero después tendremos que hacer frente al vencedor.
—Es probable que para entonces esté en malas condiciones como para poder impedirnos el paso.
—¡Mira, la pantera se impacienta!
—Y el mono ya no aguanta las ganas de romperle las costillas.
—Carga tu fusil, Sandokán, nunca se sabe lo que puede suceder.
Un rugido espantoso siguió a sus palabras. El orangután había llegado al colmo de la rabia. Al ver que la pantera no se decidía a abandonar la rama, se adelantó amenazador, golpeándose el pecho que resonaba como un tambor.
Al verlo acercarse, la pantera se recogió como preparándose para dar un salto, pero no parecía tener mucha prisa.
El orangután se sumergió en el río, cogió con ambas manos la rama sobre la que estaba su adversario y la sacudió con fuerza.
La pantera no pudo sostenerse y cayó al agua. Pero apenas había caído, volvió a lanzarse sobre la rama y de ahí se arrojó sobre el mono, incrustándole las garras en los hombros y en las costillas.
El orangután dio un aullido de dolor; la sangre le corría por la piel.
Satisfecha con el resultado de su ataque, la pantera procuró encaramarse a la rama, sirviéndose del ancho pecho del mono como punto de apoyo. Pero, a pesar de sus tremendas heridas, el orangután alargó con rapidez el brazo y cogió la cola de su contrincante. La apretó con tal fuerza, que la fiera dio un maullido de dolor.
—¡Pobre pantera! —dijo Yáñez.
—Está perdida —dijo Sandokán—. Si no puede soltarse, no escapará con vida.
El pirata no se engañaba.
Al sentir el orangután entre sus manos la cola de su enemiga, saltó sobre la rama. Reunió sus fuerzas, levantó en peso a la fiera, la hizo girar en el aire y la estrelló contra un enorme tronco.
Se oyó un golpe seco; en seguida la pobre bestia, abandonada por su enemigo, rodó por el suelo y se deslizó en las negras aguas del arroyo.
—No creí que ese monazo se desharía tan pronto de la pantera.
—¿No corremos el peligro de que ahora las emprenda contra nosotros? —preguntó Yáñez—. ¡Está furioso!
—Pero le chorrea la sangre por todas partes —dijo Sandokán—. ¿Por qué no se va?
—Creo que tiene su nido arriba de ese árbol.
—Entonces disparemos contra él y avancemos a lo largo del riachuelo. Somos hábiles tiradores, pero es mejor que nos acerquemos para no errar.
Mientras se disponían a atacar al orangután, éste se acurrucó en la orilla del río y se lavó las heridas con sus manos.
Sandokán y Yáñez se acercaron a la orilla opuesta. Apoyaron los fusiles en una rama y se aprestaban a disparar, cuando vieron que el orangután se ponía de pie de un salto y se golpeaba el pecho con furor.
—¡Nos habrá visto? —dijo Yáñez.
—No es con nosotros su furia. ¡Mira hacia allá, se mueven unas ramas!
—¿Serán los ingleses?
Alguien se acercaba apartando con precaución las hojas, ignorante del peligro. El mono estaba detrás de un tronco, dispuesto a destrozar al nuevo adversario. Ya no gemía ni aullaba; solamente anunciaba su presencia con su ronca respiración.
—¿Qué le sucede? —preguntó Yáñez. Alguien se acerca al mono.
—¿Hombre o animal?
—Todavía no logro distinguir al imprudente.
—¿Y si es un pobre indígena?
—No le dejaremos tiempo al mono para que lo mate. ¡Ah, he visto una mano!
—¿Blanca o negra? -Negra.
En ese momento el gigantesco orangután se precipitaba en medio de la espesura con un aullido espantoso. Se oyó un grito, seguido de dos tiros. Sandokán y Yáñez habían hecho fuego.
Herido en la espalda, el mono se volvió y vio a los piratas, dio un salto enorme y cayó en el río.
Sandokán empuñó el kriss, resuelto a luchar cuerpo a cuerpo. El animal se le vino encima, cuando se oyó un grito en la orilla opuesta:
—¡El capitán!
En seguida resonó un disparo. El orangután cayó muerto en el arroyo.
El hombre que acababa de matar al temible mono se lanzó al río y gritó:
—¡El capitán! ¡El señor Yáñez! ¡Qué contento estoy de haberle metido una bala en el cráneo a ese orangután!
—¡Paranoa! —exclamaron con júbilo los dos piratas.
—¡En persona!
—¿Qué haces en esta selva?
—Lo buscaba, mi capitán. Vi a varios ingleses acompañados de perros y me figuré que los buscaban por aquí.
—¿Llegaron ya todos los paraos? -preguntó Sandokán con ansiedad.
—Cuando salí a buscarlos no había venido ninguno más que el mío.
—¿Cuándo te alejaste de la boca del río?
—Ayer por la mañana.
—Quizás los empujó la tempestad muy al norte —murmuró el Tigre.
—Puede ser, mi capitán -dijo Paranoa.
—¿Perdiste algún hombre durante la borrasca?
—Ni uno siquiera, mi capitán.
—Y el barco, ¿ha sufrido algún daño?
-Muy pocas averías, que ya están