Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari biblioteca iberica

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muy lejos de la bahía?

      —No, llegaremos allá antes del anochecer —contestó Paranoa.

      —¡No son más que las dos de la tarde! Por lo visto nos espera un buen trozo de camino.

      —Esta selva es muy grande, señor Yáñez, y muy difícil de atravesar.

      —¡En marcha! —dijo Sandokán, poseído de viva agitación—. Temo que haya sucedido algo.

      —¿Que se hayan perdido los paraos?

      —Sí, Yáñez. Si no los encontramos en la bahía ya no los volveremos a ver.

      —¿Qué haremos entonces, Sandokán?

      —¿Y tú me lo preguntas, hermano? ¡Como si el Tigre de la Malasia se asustara y doblara la rodilla ante el destino! ¡Continuaremos la lucha!

      —Piensa que tenemos sólo cuarenta hombres en el parao.

      —¡Cuarenta tigres que, guiados por nosotros, harán milagros!

      —¿Quieres atacar la quinta?

      —Eso ya se verá. Pero te juro que no saldré de Labuán sin llevarme a Mariana, aunque tenga que luchar contra toda la guarnición de Victoria. Quizás de ella dependa la salvación o la caída de Mompracem. ¡El destino de Mompracem está en sus manos, Yáñez!

      Guiados por Paranoa subieron a la orilla del río y se internaron por un antiguo sendero que había descubierto el malayo algunas horas antes.

      Durante cinco horas caminaron por el bosque y a la puesta del sol llegaban al riachuelo que desembocaba en la bahía. Había caído la noche cuando llegaron finalmente a la bahía.

      —Mire, capitán —dijo Paranoa—. Allá se distingue el farol de nuestro parao.

      —¿Qué señal hay que hacerle para que se acerque?

      —Encender dos hogueras en la costa —contestó Paranoa.

      —Vamos hacia la punta más saliente de la península —dijo Yáñez—. Les señalaremos la ruta más exacta.

      Un momento después los tres piratas vieron desaparecer el farol blanco del parao y brillar un punto rojo. Ya nos han visto -dijo Paranoa-; podemos apagar las hogueras.

      —No —dijo Sandokán—. Pueden servir para indicar a tus hombres la verdadera dirección. Ninguno de ellos conoce la bahía, ¿verdad?

      —No, capitán.

      —Pues, entonces, guiémoslos.

      Se sentaron los tres en la playa con los ojos fijos en el farol rojo, que había cambiado de dirección.

      Diez minutos más tarde ya se veía el parao. Sus inmensas velas estaban desplegadas, y se oía el chocar del agua en la proa. Parecía un pájaro gigantesco deslizándose sobre el mar.

      Llegó a la bahía y embocó el canal, entrando en la boca del arroyo. Al verlo anclar cerca de un bosque de cañas, los tres piratas se le acercaron.

      Con un gesto Sandokán impuso silencio a la tripulación, que iba a saludar a los dos jefes con una explosión de alegría.

      —Es posible que no estén muy lejos nuestros enemigos —les dijo—, y les pido que guarden el más absoluto silencio para que no nos sorprendan antes de realizar mis proyectos.

      En seguida, volviéndose hacia su segundo jefe, le preguntó con emoción tan viva que le hacía temblar la voz:

      —¿No han llegado los otros dos paraos?

      —No, Tigre —contestó el pirata—. Durante la ausencia de Paranoa recorrí todas las costas vecinas, llegando hasta las de Borneo, pero no pudimos ver a ninguno de nuestros barcos.

      —¿Qué crees que haya ocurrido?

      —Creo, Tigre de la Malasia, que nuestros dos barcos se han hecho pedazos en las costas septentrionales de Borneo.

      Sandokán se clavó las uñas en el pecho.

      —¡Fatalidad! ¡Fatalidad! —murmuró—. ¡La niña de los cabellos de oro traerá la desgracia a los tigres de Mompracem!

      —¡Ánimo, hermano! —le dijo Yáñez, poniendo una mano sobre su hombro—. No nos desesperemos todavía. Quizás nuestros paraos fueron arrastrados lejos y con tan grandes averías que no hayan podido volver hasta ahora al mar. Mientras no encuentre sus restos no creeré que se hayan hundido.

      —Pero no podemos esperar más, Yáñez. No sé si el lord permanecerá mucho tiempo en su quinta.

      —Si se aleja, ahora tenemos bastantes hombres para atacarlo en el camino y raptar a su sobrina. -¿Intentarías un golpe de tal naturaleza?

      —¿Y por qué no? Estoy madurando un magnífico plan y estoy seguro que dará excelente resultado. Déjame descansar esta noche y mañana haremos lo que haya que hacer.

      —Confío en ti, Yáñez.

      —No dudes, hermano.

      —Sin embargo, no podemos dejar aquí el parao, pueden descubrirlo.

      —Ya pensé en eso, Sandokán. Paranoa ya recibió sus instrucciones. Ahora, vamos a comer algo y luego nos iremos a acostar a nuestras camas. Te confieso que ya no puedo más de cansancio.

      Calmada el hambre de tantas horas, se tendieron en sus literas. El portugués se durmió en seguida. Pero Sandokán tardó bastante en cerrar los ojos.

      Tristes pensamientos y siniestras inquietudes lo tuvieron en vela varias horas.

      Cuando volvió a subir a cubierta, vio que los piratas habían logrado esconder el parao. Lo empujaron ha

      cia las márgenes de la laguna y lo ocultaron en medio de un bosque muy espeso. Cualquiera que pasara por ahí pensaría que se trataba de un grupo de plantas y de ramaje que la corriente había arrastrado hasta allí.

      —¡Brillante idea! —dijo Sandokán.

      —Pues ven ahora conmigo a tierra. Ya hay veinte hombres que nos esperan.

      —¿Qué piensas hacer, Yáñez?

      —Lo sabrás después. ¡Al agua la chalupa y mantengan la guardia!

      R

      Atravesaron el riachuelo, y Yáñez condujo a Sandokán en medio de un boscaje, donde los aguardaban escondidos entre los árboles veinte hombres, armados hasta los dientes y provistos de un saco de víveres y un cobertor de lana. Paranoa y el subjefe, Ikant, estaban allí.

      —¿Están todos? —preguntó Yáñez.

      —Todos

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