Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari biblioteca iberica

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nuestros mandatos, los que pondrás en ejecución inmediatamente sin el menor retraso.

      Ikant saltó a la canoa y Yáñez echó a andar, remontando el curso del río.

      —¿Adónde nos conduces? —preguntó Sandokán, que no comprendía nada.

      —Espera un poco, hermanito. Ante todo, dime cuánto dista del mar la quinta de Guillonk.

      —Cerca de cuatro kilómetros en línea recta.

      —Entonces tenemos hombres más que suficientes.

      —Pero, ¿qué vas a hacer?

      —¡Ten un poco de paciencia, Sandokán!

      Se orientó por medio de una brújula y se internó bajo los árboles, a paso rápido.

      Recorrió cuatrocientos metros, se detuvo y se volvió hacia uno de los marineros.

      —Instala aquí tu domicilio y no lo abandones por ningún motivo sin que nosotros te lo ordenemos. El río está a cuatrocientos metros, por lo tanto te puedes comunicar con facilidad con el parao. A igual distancia hacia el Este estará otro de tus compañeros. Cualquiera orden que te transmitan del parao se la comunicas a tu compañero más próximo. ¿Has entendido?

      —Sí, señor Yáñez.

      Mientras el malayo preparaba una cabañita junto al árbol, el grupo se puso en marcha, dejando a otro hombre a la distancia indicada.

      —¿Comprendes ahora, Sandokán?

      —Sí —contestó éste—, y te admiro. Y nosotros, ¿dónde acamparemos?

      —En el sendero que conduce a Victoria. Desde allí podremos ver quién va o viene de la quinta e impedir que el lord huya sin que lo sepamos.

      —¿Y si no se decide a marcharse?

      —¡Por la gran carabina! ¡Atacaremos la quinta y nos robaremos a la muchacha!

      —No llevemos las cosas a ese extremo, Yáñez. Lord James es capaz de matar a Mariana.

      —¡Eso no! ¡Nunca me consolaría si ese bribón le hace algo a la niña!

      —¿Y yo? ¡Sería la muerte del Tigre de la Malasia!

      —Lo sé demasiado bien. ¡Estás hechizado! Llegaban en ese momento a las márgenes de la selva. Al otro lado se extendía una pequeña pradera, con varios grupos de arecas y maleza y atravesada por un ancho sendero donde crecía la hierba.

      —La quinta no ha de estar lejos —dijo Yáñez.

      —Distingo la empalizada por detrás de aquellos árboles.

      —¡Perfecto! —exclamó Yáñez.

      Ordenó a Paranoa que armara la tienda en el extremo del bosque ayudado por los seis hombres que lo acompañaban.

      Sandokán y Yáñez fueron hasta unos doscientos metros de la cerca y luego volvieron al bosque y se tendieron bajo la tienda.

      —Estamos al lado del sendero que va a Victoria -dijo Yáñez-. Si el lord quiere salir, pasará obligadamente junto a nosotros. En menos de media hora podemos reunir veinte hombres decididos a todo, y en una hora tener aquí toda la tripulación del parao. ¡Que intente moverse y lo acorralaremos!

      —¡Sí! —exclamó Sandokán—. Estoy resuelto a lanzar mis hombres contra un regimiento entero.

      —Por ahora —dijo Yáñez—, hagamos algo por la vida. Este paseo matinal me ha abierto el apetito de modo extraordinario.

      Ya habían terminado de comer, cuando entró Paranoa jadeante.

      —¿Qué sucede? —preguntó Sandokán, echando mano a su fusil al ver el rostro alterado del malayo.

      —Alguien se acerca, mi capitán, oí el galope de un caballo.

      —Será un inglés que va a Victoria.

      —No, Tigre, viene de allá.

      —¿Está todavía lejos? —preguntó Yáñez.

      —Eso creo.

      Los dos piratas cogieron las carabinas y salieron, en tanto los seis hombres se emboscaban en medio de la maleza.

      Sandokán se dirigió al sendero, se puso de rodillas y apoyó el oído en el suelo.

      —Sí, se acerca un jinete -dijo.

      —Te aconsejo que lo dejes pasar sin molestarlo —dijo Yáñez.

      —¡Ni lo pienses! Lo haremos prisionero, hermanito. Puede que vaya a la quinta con algún mensaje importante.

      —Es difícil cogerlo sin que dispare.

      —Al contrario. Pondremos un obstáculo y el jinete saldrá despedido de la silla sin que pueda utilizar su arma. Ven, Paranoa, trae una cuerda.

      —¡Comprendo! —exclamó Yáñez—. ¡Magnífica idea! ¡Y se me ocurre otra para utilizar al prisionero!

      —¿Por qué te ríes?

      —¡Ya verás la jugarreta que le haremos al lord! Paranoa y sus hombres tendieron una cuerda muy sólida a través del sendero, pero bastante baja para que quedara oculta con las hierbas que crecían en aquel sitio. El caballo se acercaba rápidamente. Lo montaba un joven cipayo vestido de uniforme. Espoleaba con furia al animal, mirando con recelo en derredor.

      —¡Atención, Yáñez! -murmuró Sandokán.

      El caballo avanzó galopando hacia donde estaba la cuerda. De pronto cayó al suelo. Los piratas ya estaban allí. Antes de que el cipayo saliera de debajo del caballo, Sandokán le había quitado el sable y lo amenazaba con el kriss.

      —No opongas resistencia, porque te cuesta la vida -le dijo.

      —¡Miserables! —exclamó el soldado.

      —¡Por Baco! —exclamó el portugués, muy contento—. Haré bonita figura en la quinta. ¡Yáñez, sargento de cipayos! ¡Un grado que no esperaba!

      Ató al animal, que no sufrió el menor daño, a un árbol, y se reunió con Sandokán, que registraba al sargento.

      —No encuentro ninguna carta —dijo.

      —Por lo menos hablará —dijo Yáñez.

      —No hablaré —contestó el sargento.

      —¡Habla o te mato!

      —¡No!

      —¡Habla! —ordenó Sandokán, empujando el kriss. El inglés dio un grito de dolor; el kriss le hizo brotar sangre.

      —Hablaré

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