Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari biblioteca iberica

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      —Llevo una carta del baronet William Rosenthal.

      —¡Dámela!

      El cipayo sacó una carta de su casco.

      —¡Bah, cosas viejas! —dijo Yáñez después de leerla.

      —¿Qué escribe ese perro? —preguntó Sandokán furioso.

      —Advierte al lord de un inminente desembarco nuestro en Labuán, y le aconseja vigilancia.

      —¿Nada más?

      —¡Ah, sí! Envía sus respetuosos saludos a tu Mariana, acompañándolos de un juramento de amor eterno.

      —¡Que un rayo parta por la mitad a ese maldito!

      —Paranoa —dijo Yáñez impasible—, envía un hombre al parao para que me traiga papel, pluma y tinta.

      —¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó Sandokán asombrado.

      —Son cosas que necesito para la ejecución del proyecto que vengo meditando hace media hora.

      —Explícate.

      —Voy a ir a la quinta de lord James.

      —¡Tú!

      —Yo mismo, yo —contestó Yáñez con calma.

      —Pero, ¿cómo?

      —Metido en el traje de ese cipayo. ¡Caramba el soldado espléndido que seré!

      —Comienzo a entender. Te vistes de cipayo, y finges que llegas de Victoria...

      —Y aconsejo al lord que se ponga en camino para hacerle caer en la emboscada que le preparamos.

      —¡Ah, Yáñez! —exclamó Sandokán y lo estrechó contra su pecho.

      —¡Despacio, que me quiebras un brazo!

      —¡Si logras lo que te propones, te lo daré todo!

      —Espero conseguirlo.

      —Pero te expones a un gran peligro.

      —No temas, saldré del apuro con honra y sin que se me mueva un pelo.

      —Ten cuidado con la carta que quieres escribir al lord. Es un hombre muy suspicaz, y si ve que la letra no es la misma del baronet, puede mandar que te fusilen.

      —Tienes razón. Es mejor que le diga de palabra lo que quería decirle por escrito. ¡Vamos, desnuden a ese cipayo!

      A una seña de Sandokán, dos piratas desataron al soldado y le quitaron el uniforme. El pobre hombre se creyó perdido.

      —¿Va a matarme? —preguntó a Sandokán.

      —No —contesto éste—. Tu muerte no me reporta utilidad alguna; te dejo la vida, pero quedarás prisionero en mi parao mientras nosotros permanezcamos aquí.

      —¡Muchas gracias, señor!

      En tanto, Yáñez se vestía. Aunque el uniforme le quedaba un poco estrecho, se arregló como pudo y se equipó por completo.

      —¡Mira qué soldado más elegante! —dijo mientras se ponía el sable al costado.

      —Sí, es cierto, eres un magnífico cipayo —contestó Sandokán riendo-. Ahora dame tus últimas instrucciones.

      —Mira —dijo el portugués—, prosigue emboscado en este sendero con todos los hombres disponibles; pero no te muevas de aquí. Diré al lord que los piratas han sido atacados y están dispersos, y que como se han visto otros paraos, le aconsejaré que aproveche este momento para ir a refugiarse a Victoria.

      —¡Muy bien!

      —En cuanto nosotros pasemos, tú atacas la escolta. Entonces yo llevaré a Mariana al parao. ¿Estamos de acuerdo?

      —Sí. ¡Anda, vete, mi valeroso amigo! Di a Mariana que la amo siempre y que tenga confianza en mí. ¡Que Dios te guarde, Yáñez!

      —¡Adiós, hermanito! —contestó Yáñez, abrazándolo. Saltó con ligereza al caballo del cipayo, desenvainó el sable y partió al galope, silbando alegremente.

      R

      La misión del portugués era, sin duda alguna, de las más arriesgadas y audaces que había afrontado en toda su vida. Sin embargo, el pirata se disponía a jugar tan peligrosa carta confiado en su sangre fría y, sobre todo, en su buena estrella, que nunca se había cansado de protegerlo.

      Se acomodó en la silla, se atusó el bigote para dar más arrogancia a su rostro, se colocó el casco, espoleó el caballo y lo lanzó al galope.

      Al cabo de dos horas llegaba a la quinta de lord James.

      —¿Quién vive? —preguntó un soldado escondido detrás de un tronco.

      —¡Eh, jovencito, baja el fusil, mira que no soy un tigre ni una babirusa! —dijo el portugués, conteniendo el caballo—. ¿No ves que soy tu superior?

      —Perdone, pero tengo orden de no dejar entrar a nadie sin saber de parte de quién viene.

      —¡Animal! Vengo de parte del baronet William Rosenthal con un mensaje para el lord.

      —Pase.

      Seis soldados lo rodearon fusil en mano.

      —¿Dónde está el lord? -les preguntó.

      —En su escritorio.

      —Llévenme allí.

      —¿Viene de Victoria?

      —Precisamente.

      —¿No se ha encontrado con los piratas de Mompracem?

      —No he visto ni uno solo, compañero. Esos tunantes tienen cosas más importantes que hacer que andar paseando por ahí.

      Imitando la calma y la rigidez de un inglés, siguió al sargento hasta un elegante saloncito. Esperó un rato.

      —El lord lo espera —dijo el sargento asomándose, y le indicó una puerta abierta.

      El portugués sintió que un escalofrío le corría por los huesos.

      —¡Yáñez, sé prudente! —musitó.

      Entró al escritorio. En un ángulo, sentado ante una mesa de trabajo, estaba el lord, con el rostro pálido y la mirada colérica.

      —¿Le ha dado el baronet algún recado para mí? —preguntó en tono seco.

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