Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari страница 32

Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari biblioteca iberica

Скачать книгу

Sandokán?

      —¡Necesito a ese hombre! ¡Pronto, sígueme!

      Yáñez quiso protestar, pero ya Sandokán se encontraba fuera del recinto. De buena o mala gana, se vio obligado a seguirlo para impedir, por lo menos, que cometiera una imprudencia.

      El soldado estaba a doscientos pasos; era muy joven, probablemente un soldado novato. Avanzaba silbando. Sin duda no había visto a Yáñez, pues de haber sido así, habría empuñado el arma y tomado precauciones. Ambos piratas se le echaron encima.

      Mientras le Tigre lo asía por el cuello, el portugués lo amordazaba. Sin embargo, el soldado tuvo tiempo de dar un agudo grito.

      —¡Pronto, Yáñez! —dijo Sandokán.

      El portugués lo llevó rápidamente a la estufa. Sandokán se le reunió muy inquieto. Había visto a varios soldados correr hacia aquel lugar.

      —¿Habrán visto que capturamos a este hombre? —preguntó Yáñez palideciendo.

      —Por lo menos deben haber oído el grito que dio.

      —¡Entonces estamos perdidos! Me parece que ya vienen.

      No se equivocaba el portugués. Algunos soldados llegaban ya al escondite.

      —Sí, dejó el arma, lo que significa que lo sorprendieron y se lo llevaron —dijo uno.

      —Me parece imposible que los piratas estén todavía aquí y que se hayan atrevido a dar un golpe tan audaz —decía otro—. ¿No será una broma de Barry?

      —No me parece un momento oportuno para divertirse.

      —Yo creo que los piratas lo asaltaron.

      —¿Pero dónde quieres que estén escondidos? Registramos todo el parque sin encontrar el menor rastro.

      —¿Serán de verdad dos espíritus del infierno que pueden esconderse donde quieran?

      —¡Eh, Barry! —gritó una voz—. ¡Deja de hacer bromas pesadas o te doy de latigazos!

      Naturalmente, nadie contestó. El silencio confirmó a los soldados que a su compañero le había sucedido una desgracia.

      —Entremos al invernadero -dijo uno de acento escocés.

      Al oír estas palabras, ambos piratas se sintieron invadidos por una viva inquietud.

      —Prepararé una bonita sorpresa a los chaquetas rojas —dijo Sandokán-. Tú te pones cerca de la puerta y le partes el cráneo al primer soldado que pretenda entrar.

      Yáñez cargó su carabina y se tendió entre las cenizas.

      —¡Será una magnífica sorpresa! —repitió Sandokán—. Esperemos el momento oportuno para aparecer. Los soldados habían entrado ya y removían con rabia los tiestos y cajones de plantas, maldiciendo al Tigre de la Malasia y a su compañero.

      Como no encontraron nada, pusieron los ojos en la estufa.

      —¡Por mil gaitas! —exclamó el escocés—. ¿Habrán asesinado a nuestro compañero y lo habrán escondido ahí dentro?

      —Vayamos a ver —dijo otro.

      —Despacio, camaradas —advirtió un tercero—. La estufa es bastante grande para que pueda esconderse en ella más de un hombre.

      Sandokán apoyó los hombros contra las paredes y se dispuso a dar una embestida tremenda.

      —¡Yáñez —dijo—, dispónte a seguirme! -¡Estoy dispuesto!

      Al oír Sandokán que se abría la portezuela, se alejó algunos pasos.

      En seguida se escuchó un sordo crujido, e inmediatamente cedieron las paredes ante aquel empuje vigoroso.

      —¡El Tigre! —gritaron los soldados.

      Entre las ruinas apareció de improviso Sandokán, con la carabina empuñada y el kriss entre los dientes. Disparó sobre el primer soldado que vio delante, se arrojó con ímpetu terrible encima de los otros, derribó a dos, y huyó seguido de Yáñez.

      R

      El espanto que experimentaron los soldados al ver aparecer al temido pirata fue tal, que ninguno pensó en hacer uso de las armas.

      Cuando, repuestos de la sorpresa, quisieron tomar la ofensiva, era demasiado tarde.

      Los dos piratas, sin hacer caso de las notas de trompeta que salían de la quinta ni de los disparos de los soldados esparcidos por el parque, se perdieron en la espesura de la maleza.

      Corriendo a toda velocidad llegaron en menos de dos minutos a lo más espeso del bosque.

      Los soldados del invernadero se lanzaron fuera gritando a voz en cuello y haciendo fuego en medio de los árboles.

      Los de la quinta sospecharon que sus compañeros habían descubierto al Tigre de la Malasia, y corrían hacia la empalizada.

      —¡Demasiado tarde, queridos míos —dijo Yáñez—, llegaremos nosotros primero!

      —Entremos al bosque, allí les haremos perder nuestro rastro.

      La selva estaba a dos metros de distancia. En ella se ocultaron.

      Pero a cada paso que daban la marcha se hacía más difícil. Por todas partes surgían enormes árboles que alzaban su grueso y nudoso tronco a una altura extraordinaria, y se deslizaban, entrecruzadas como boas monstruosas, miles de raíces. Subían y bajaban agarrados a los troncos y ramas.

      Perdidos en aquella espesísima selva que en realidad podía llamarse virgen, se encontraron muy pronto en la imposibilidad de seguir avanzando.

      —¿Adónde vamos, Sandokán? —preguntó Yáñez—. No sé por dónde pasaremos.

      —Imitemos a los monos —dijo el Tigre de la Malasia.

      —Tienes razón, así perderán nuestro rastro. ¿Y podremos orientarnos después?

      —Ya sabes que los borneses no perdemos nunca la buena dirección. Nuestro instinto de hombres de los bosques es infalible.

      —¿Habrán entrado ya en esta parte de la selva los ingleses?

      —Lo dudo, Yáñez —respondió Sandokán—. Si nos cansamos nosotros, que estamos habituados, ellos no habrán podido dar ni diez pasos. Sin embargo, procuremos alejarnos pronto, porque el lord tiene perros que podrían alcanzarnos.

      Asidos a los árboles, los dos piratas escalaron la muralla vegetal con una agilidad que daría envidia a los mismos monos.

      Pasaban de planta en planta, de árbol en árbol sin poner jamás el pie en falso.

      Así

Скачать книгу