Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari biblioteca iberica

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hasta su ventana!

      —¿No viste a un soldado emboscado cerca del pabellón?

      —¿Un soldado?

      —Sí, desde aquí se ve brillar el cañón de su carabina.

      —Entonces, ¿qué me aconsejas que haga?

      —¿Sabes qué parte del parque frecuenta Mariana?

      —Todos los días iba a bordar al kiosco chino.

      —¡Muy bien! ¿Dónde está el kiosco?

      —Muy cerca.

      —Llévame a él. Es preciso advertirle que estamos aquí.

      Por una vía lateral llegaron al kiosco. Era un lindo pabelloncito pintado de vivos colores que terminaba en una especie de cúpula de metal dorado, erizada de puntas y de dragones giratorios.

      En derredor había un bosquecillo de lilas y de grandes rosales de fuerte aroma.

      Yáñez y Sandokán, con las carabinas dispuestas por si había alguien dentro, se acercaron y entraron.

      No había nadie.

      Yáñez encendió un fósforo y sobre una mesa vio un cesto que contenía trozos de telas, hilos y sedas, y a su lado, una mandolina.

      —¿Son suyos estos objetos? —preguntó.

      —Sí —contestó Sandokán con infinita ternura—. ¡Aquí me juró amarme por la eternidad!

      Yáñez encontró una hoja de papel y, mientras Sandokán lo alumbraba con un fósforo, escribió lo siguiente: “Desembarcamos ayer durante el huracán. Mañana a medianoche estaremos bajo su ventana. Tenga una cuerda para ayudar a Sandokán a escalar la pared. Yáñez de Gomera”.

      —Supongo que conocerá mi nombre —dijo.

      —¡Sabe que eres mi mejor amigo! —respondió Sandokán.

      Yáñez plegó el papel y lo puso en la cesta de modo que pudiera verlo enseguida, mientras Sandokán arrancaba unas rosas y cubría con ellas el mensaje.

      Los dos piratas se miraron a la lívida luz de un relámpago. Uno estaba tranquilo; al otro lo agitaba una emoción indescriptible.

      —¡Vámonos, Sandokán!

      —¡Ya te sigo! -contestó el Tigre de la Malasia. Cinco minutos después volvían a saltar la cerca del parque y se internaban en el tenebroso bosque.

      R

      Todavía no se calmaba por completo el huracán. La noche era tempestuosa. Mugía y ululaba el viento en mil tonos, retorciendo las ramas de los árboles y haciendo volar masas de hojas, arrancando árboles jóvenes y sacudiendo los centenarios. De cuando en cuando un relámpago deslumbrador rasgaba las espesas tinieblas, y los rayos caían e incendiaban las plantas más elevadas de la selva.

      Era una noche infernal; noche propicia para intentar un ataque contra la quinta. Por desgracia, los hombres de los paraos no estaban allí para prestar ayuda a Sandokán en su empresa.

      Guiados por la luz de los relámpagos, los dos piratas buscaban el riachuelo con el fin de ver si se había refugiado en la bahía alguno de los barcos.

      —¡Nada! —dijo Sandokán con voz sorda cuando llegaron a la boca del riachuelo-. ¿Les habrá sucedido alguna desgracia a mis paraos?

      —Yo creo que no han salido todavía de sus refugios —respondió Yáñez—. Habrán visto que amenazaba otro huracán y no se han movido. Ya sabes que no es fácil atracar cuando se enfurecen los vientos y las olas.

      —Tengo el presentimiento de que han naufragado.

      —No, son muy sólidos. Dentro de algunos días los veremos llegar.

      —Los citaste a reunirse con nosotros en la bahía, ¿verdad?

      —Sí. Vendrán, no lo dudes. Ahora busquemos un asilo. Llueve a torrentes y este huracán no tiene trazas de ceder pronto.

      —Nos vendría bien la cabaña de Giro Batol, pero dudo poder encontrarla.

      —Construyamos un refugio con esas hojas gigantescas de plátano -dijo Yáñez.

      Con los kriss cortaron algunos bambúes que crecían a la orilla del riachuelo, y los clavaron bajo un soberbio árbol cuyas ramas y hojas eran tan espesas que bastaban ellas solas para protegerlos de la lluvia. Cruzaron las cañas formando una especie de esqueleto de tienda de campaña, y las cubrieron con las hojas de plátano para reforzar la improvisada techumbre.

      Se tendieron adentro, comieron un racimo de plátanos y procuraron conciliar el sueño, a pesar de que el huracán se desencadenaba con mayor violencia en medio de truenos ensordecedores.

      La noche fue pésima.

      Se vieron obligados más de una vez a reforzar la cabañita y a recubrirla con nuevas hojas para resguardarse de la espantosa lluvia que caía sin cesar.

      Sin embargo, hacia el amanecer se calmó un poco el temporal y pudieron dormir hasta las diez de la mañana.

      —Vayamos a buscar el almuerzo —dijo Yáñez en cuanto abrió los ojos.

      Registrando entre las peñas pudieron pescar varias docenas de ostras de gran tamaño y algunos crustáceos. De postre, plátanos y naranjas. Terminada la comida volvieron a remontar la costa, con la esperanza de descubrir los paraos. Pero no se veía ninguno en toda la extensión del mar.

      —Es posible que la borrasca no les haya permitido volver —dijo Yáñez.

      —Pero yo estoy inquieto por esta tardanza —contestó el Tigre.

      —No te preocupes, son marineros hábiles.

      Durante gran parte del día dieron vueltas por las playas; pero al ponerse el sol volvieron a internarse en los bosques inmediatos a la quinta de lord James Guillonk.

      —¿Crees que Mariana habrá encontrado nuestro mensaje? -preguntó Yáñez.

      —Estoy seguro.

      —Entonces acudirá a la cita.

      —Si es que está libre.

      —¿Qué quieres decir, Sandokán?

      —Temo que lord James la vigile.

      —¡Mil demonios!

      —De todos modos iremos a la cita.

      —¡Cuidado con cometer imprudencias! En el parque y en la quinta ha de haber decenas de soldados. -No hay duda. Obraré con calma, te lo prometo.

      —Entonces, ¡andando!

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