Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari biblioteca iberica

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entró el baronet a la casa, el lord tenía una pierna herida y estaba furioso.

      —¿Y lady Mariana?

      —Lloraba. El lord la acusaba de haber favorecido su fuga, y ella invocaba piedad para usted.

      —¿Lo oyes, Yáñez? —exclamó Sandokán, emocionado.

      —Como resultó infructuosa la persecución —prosiguió el caporal—, quedamos acampados cerca de la quinta para protegerla contra el probable asalto de los piratas de Mompracem. Corrían noticias poco tranquilizadoras. Se decía que había habido un desembarco y que el Tigre estaba oculto en los bosques, dispuesto a raptar a lady Mariana. Lord Guillonk decidió retirarse a Victoria para ponerse bajo la protección de los cruceros y de los fuertes.

      —¿Y el baronet Rosenthal?

      —Se casará en breve con lady Mariana. Dentro de un mes será el matrimonio.

      —¡Quieres engañarme! Lady Mariana detesta a ese hombre.

      —Eso no le importa a lord Guillonk.

      Sandokán dio un rugido de fiera. Un espasmo terrible le desfiguró la cara.

      —Si me has mentido te descuartizo.

      —Le juro que dije la verdad.

      —Si no has mentido, te daré tu peso en oro.

      En seguida se volvió hacia Yáñez y le dijo con tono resuelto:

      —¡Partamos!

      —Estoy dispuesto a seguirte -contestó con sencillez su compañero.

      —Llevaremos a los más valientes.

      —Sin embargo, deja aquí fuerza suficiente para defender nuestro refugio.

      —¿Qué temes, Yáñez?

      —Podrían aprovechar nuestra ausencia para lanzarse sobre la isla.

      —¡No se atreverían a tanto! Yo creo lo contrario.

      —¡Nos encontrarán dispuestos, y entonces veremos si los tigres de Mompracem son más valientes y decididos que los leopardos de Labuán!

      Sandokán escogió a noventa piratas, a los más feroces y más robustos.

      Llamó a Giro Batol y lo mostró a las bandas que se quedaban para defender la isla.

      —Este es un hombre que tiene la fortuna de ser de los más valientes de la piratería —dijo—, y es el único que sobrevivió de la desgraciada expedición a Labuán. Durante mi ausencia, obedézcanle como si fuera yo mismo. Y ahora nos embarcamos, Yáñez.

      R

      Los noventa hombres embarcaron en los paraos. Yáñez y Sandokán subieron a bordo del más grande y mejor armado. Llevaba cañones dobles y además estaba blindado con gruesas láminas de hierro.

      La expedición salió de la bahía entre los vítores de los piratas agolpados en las orillas y en los bastiones.

      El cielo estaba sereno y el mar tranquilo. Pero a eso de medio día aparecieron en el Sur unas nubecillas de color y forma que no presagiaban nada bueno. Sandokán no se inquietó demasiado.

      —Si los hombres no son capaces de detenerme —dijo—, menos lo hará una tempestad.

      —¿Temes un huracán? —preguntó Yáñez.

      —Sí, pero puede favorecernos, hermanito; así desembarcaremos sin que vengan a importunarnos los cruceros.

      —Si anuncias tu desembarco con una lancha cualquiera, el lord huirá a Victoria.

      —Es verdad -suspiró Sandokán.

      —Quizás podamos realizar algo que tengo pensado. Pero dime, ¿se dejará raptar Mariana?

      —¡Sí, me lo ha jurado!

      —¿Y piensas llevarla a Mompracem?

      —Sí.

      —Y después de casarte, ¿la mantendrás allí?

      —No lo sé, Yáñez. ¿Quieres que la relegue para toda la vida en mi isla salvaje, en medio de mis tigres que no saben más que blandir el kriss y el hacha? ¿Quieres que ofrezca a su mirada horribles espectáculos de sangre y muerte, que la ensordezca con los gritos de los combatientes y el rugir de los cañones y la exponga a un constante peligro? ¿Qué harías tú en mi caso, Yáñez?

      —Pero piensa en lo que será de Mompracem sin su Tigre de la Malasia. Contigo todavía puede hacer temblar a los hombres que han destruido tu familia y tu pueblo. Hay millares de malayos y de dayakos que esperan tu llamado para correr a engrosar las bandas de los tigres de Mompracem.

      —En todo eso he pensado ya.

      —¿Y qué te ha dicho el corazón? -¡Sentí que sangraba!

      —Y sin embargo, ¿dejarás perecer tu poderío por esa mujer?

      —¡La amo, Yáñez! ¡Quisiera no haber sido nunca el Tigre de la Malasia!

      El pirata, conmovido, se sentó en la cureña de un cañón y hundió la cabeza entre sus manos.

      En tanto los tres barcos navegaban hacia Oriente impulsados por una brisa tan ligera que la marcha se hacía cada vez más lenta.

      Tanta calma no podía durar mucho tiempo. Hacia las nueve de la noche el viento comenzó a soplar con violencia, señal segura de que alguna tempestad conmovía al océano.

      Las tripulaciones saludaron con alegría las rachas vigorosas de aire, sin mostrar miedo por el huracán que las amenazaba. Sólo el portugués se inquietó y quiso que se amainaran las velas, pero Sandokán no lo permitió, en su ansia por llegar a las costas enemigas.

      Al caer la noche el viento redobló su violencia. Al ver el aspecto del cielo y del mar, otro navegante se habría resguardado en la costa más próxima. Pero Sandokán sabía que estaba a menos de cien kilómetros de Labuán y ni siquiera pensó en tal posibilidad.

      —Temo que este huracán nos envíe a todos a beber en las profundidades del mar -dijo Yáñez.

      —Nuestros barcos son muy sólidos.

      —Pero me parece que el huracán que viene es de los peores.

      —No le temo. Vayamos adelante, que Labuán no está lejos. ¿Distingues a los otros paraos?

      —Diría que uno va hacia el Sur. Es tan grande la oscuridad que no se ve a más de cien metros.

      —Si se extravían, ya sabrán encontrarnos.

      —Pero

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