E-Pack Jazmín Luna de Miel 2. Varias Autoras

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cuando el capitán ya no podía oírle.

      Estelle no contestó.

      –Toma –enfadado consigo mismo por haber cedido, pero odiando al mismo tiempo su incomodidad, le arrojó el biquini–. Póntelo si quieres.

      Estelle estaba temblando de verdad, pensó Raúl con una sensación de culpabilidad mientras veía cómo se ponía la prenda. Cruzó el jacuzzi y la hizo volverse para atarle el biquini. Después, y sin saber por qué, la estrechó en sus brazos y estuvo abrazándola hasta que dejó de temblar. La besó entonces y admitió la verdad sobre aquel territorio virgen.

      –Sí, anoche exploré otros territorios vírgenes, y fue sorprendente.

      NORMALMENTE, Raúl amarraba el yate en la zona más concurrida del muelle. Sin embargo, aquella tarde, navegaron lentamente hasta los acantilados de Maro - Cerro Gordo.

      –Las playas son inigualables y los turistas lo saben –le explicó Alberto–, pero no hay ninguna carretera de acceso –se volvió hacia Raúl–. Las motos de agua ya están preparadas.

      Pero estaban a punto de salir cuando Raúl se acordó de algo. Se volvió y vio el rostro pálido de Estelle. Su disculpa entonces fue sincera.

      –Estelle, lo siento. Había olvidado el accidente de tu hermano.

      –No pasa nada –respondió. Le castañeteaban los dientes–. Él estaba haciendo el payaso cuando tuvo el accidente –estaba intentando fingir que la moto no la aterraba–. Nosotros seremos más prudentes.

      Raúl no tenía ninguna intención de ser prudente. Adoraba montar en moto acuática y quería compartir aquella diversión con ella. Pero le tomó la mano y dijo:

      –Sí, claro que pasa algo. No tienes por qué fingir.

      ¡Por supuesto que tenía que fingir!, pensó Estelle. Tenía que fingir constantemente.

      –Monta conmigo –la animó Raúl–. Alberto, ayúdala.

      Se dirigieron juntos hacia la bahía a mucha menos velocidad de la que Raúl acostumbraba. La empleada que estaba preparando la mesa para la cena miró a Alberto cuando él se volvió para observar su trabajo y compartieron ambos una breve sonrisa.

      Desde luego, nadie esperaba el efecto que aquella mujer estaba teniendo sobre Raúl.

      –Creo que voy a ir a cambiar la colección de DVD –sugirió la empleada, y el capitán asintió.

      –Me parece muy sensato.

      Estelle se aferraba con fuerza a la cintura de Raúl mientras saltaban sobre las olas. Apoyaba la cabeza en su espalda sin estar muy segura de si la velocidad de los latidos de su corazón se debía al terror que le inspiraba la moto, a las preguntas a las que pronto tendría que enfrentarse o, simplemente, a la emoción del momento.

      Hacer el amor con Raúl había sido increíble. Y mientras sentía su piel bajo la mejilla, con las olas del mar salpicándola y el viento azotando su pelo, no podía arrepentirse de estar viviendo todo aquello. La pasión que habían compartido sería un recuerdo que visitaría con frecuencia en el futuro.

      Raúl se adentró en la orilla. Estelle se separó de él y bajó de la moto sin su ayuda.

      –Son impresionantes –miró hacia los acantilados–. ¡Mira qué altura!

      Raúl lo hizo, pero solo durante un instante. Y Estelle estaba demasiado ocupada admirando el paisaje como para fijarse en su palidez.

      –¿Qué te dijo Ángela el día de la boda? –le preguntó de pronto Raúl.

      Estelle, que esperaba todo un bombardeo de preguntas sobre su falta de experiencia, se sorprendió, pero se recordó a sí misma la falta de interés de Raúl en ella.

      –No estaba segura de que fuéramos una verdadera pareja.

      –¿Y la sacaste de su error?

      –Por supuesto. Al parecer, cree que, si te quiero, debería animarte a hacer las paces con tu padre. Quiere que vayamos a hacerles una visita.

      –Ya es demasiado tarde para jugar a la familia feliz.

      –También me dijo que no quiere que te sientas culpable por la muerte de tu padre, como ya te sientes por la de tu madre.

      –No soy yo el que tiene que sentirse culpable –respondió Raúl, pero no añadió nada más.

      Se detuvo y se sentaron en la playa, mirando hacia el yate. Estelle vio que encendían las luces. La tripulación estaba preparando la cena. Le resultaba difícil creer que existiera un lujo como aquel. Pero el lujo del que ella realmente deseaba disfrutar era Raúl.

      –No supe qué decirle. Apenas sé nada sobre tu familia y sobre ti.

      –En ese caso, te contaré todo lo que necesitas saber –estuvo considerando durante unos segundos la mejor manera de explicárselo–. Mi abuelo, el padre de mi madre, dirigía un pequeño hotel. Las cosas le fueron bien, construyó otro hotel y compró después un terreno en el norte.

      –¿En San Sebastián? –preguntó Estelle.

      –Sí, en San Sebastián. Cuando murió, sus tres hijos heredaron el negocio. Mi padre y mi madre se casaron y mi padre comenzó a trabajar en el negocio familiar. Pero siempre se le consideró un intruso, o así se sentía él, aunque fue el encargado de supervisar la construcción del hotel de San Sebastián. Cuando yo nací, mi madre comenzó a enfermar. Con el tiempo, he llegado a la conclusión de que estaba deprimida. Fue entonces cuando mi padre empezó a acostarse con Ángela. Al parecer, Ángela se sintió culpable y dejó el trabajo, pero comenzaron a verse otra vez.

      –¿Cómo has averiguado todo eso?

      –Mi padre me lo contó la mañana del día que te conocí.

      Así que aquella información era casi tan novedosa para Raúl como para ella, pensó Estelle.

      –Ángela se quedó embarazada, a mi padre comenzó a devorarle la culpabilidad y le contó a mi madre la verdad. Quería saber si podría perdonarle. Ella lloró y gritó, le dijo que se marchara y mi padre se fue con Ángela. Su hijo estaba a punto de nacer. Mi padre asumió que mi madre se lo contaría a su familia, pero no fue así. Cuando mi madre sufrió el accidente, mi padre regresó y se dio cuenta de que nadie sabía que tenía otro hijo. Al contrario, le dieron la bienvenida de nuevo a la empresa –se quedó callado durante unos segundos–. Pero pronto averiguarán la verdad.

      –Ángela me dijo que te culpabas por la muerte de tu madre.

      –Eso es todo lo que necesitas saber de momento –la miró–. Ahora te toca a ti.

      –No sé qué decirte.

      –¿Por qué me mentiste? Yo dejé muy claro que quería una mujer experimentada.

      –Siento no contar con suficientes recursos…

      –¡No estoy hablando de sexo! Yo quería una mujer que supiera manejar una

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