E-Pack Jazmín Luna de Miel 2. Varias Autoras

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¿De un hombre que me dice lo que tengo que ponerme y que ni siquiera me permite broncearme? Raúl, yo jamás permitiría que un hombre me dijera cómo tengo que peinarme o pintarme las uñas. Te estoy dando aquello por lo que me pagaste, lo que tú exigiste. ¡Considera mi virginidad como un extra!

      Hundió los talones en la arena, y casi se creyó sus propias palabras. Intentó olvidar los sentimientos absurdos que la habían invadido la noche anterior, cuando se había quedado dormida entre sus brazos.

      –Estoy aquí por dinero, Raúl. Estoy aquí por la misma razón por la que estaba con Gordon.

      –Si estabas con Gordon por dinero, ¿a qué se debe que estuvieras intentando cambiar las sábanas antes de que entrara mi empleada?

      –Nunca he estado con Gordon en ese sentido. Solo estaba sustituyendo a Ginny.

      –Compartiste su cama. Y todo el mundo conoce su reputación.

      –Gordon no quería ir solo a la boda –respondió Estelle con cuidado.

      –¿Y te pagó para que te presentaras allí con el aspecto de una mujerzuela? ¿Y qué me dices de lo del Dario’s? –se interrumpió de pronto y frunció el ceño al darse cuenta de lo lejos que había ido Gordon. Y lo frunció un poco más al comprender la verdad–. ¿Gordon es…? –no terminó la pregunta. Sabía que aquello no era asunto suyo–. ¿Necesitabas el dinero para ayudar a tu hermano?

      Estelle asintió en silencio.

      –Estelle, no es a mí a quien corresponde juzgar tus motivaciones…

      –Entonces, no lo hagas.

      Pero su advertencia no le detuvo.

      –Andrew no lo aprobaría –continuó diciendo.

      –Y esa es la razón por la que nunca se enterará.

      –Sé que, si yo tuviera una hermana, no querría que…

      –¡No te atrevas a compararte con mi hermano! Tú ni siquiera quieres conocer al único hermano que tienes.

      –¿Y eso qué tiene que ver con todo esto?

      –Tú y yo somos muy diferentes, Raúl. Si yo me enterara de que tengo un hermano, no me dedicaría a urdir estrategias para hundirle.

      –Yo no estoy urdiendo nada. Sencillamente, no quiero que me quiten lo que me pertenece por derecho. Y tampoco quiero terminar trabajando con él.

      –Te estás perdiendo muchas cosas, Raúl.

      –No me estoy perdiendo nada, tengo todo lo que quiero.

      –Solo tienes cosas que se pueden comprar con dinero. Yo incluida.

      Raúl la besó, pero el beso no le supo a nada. Fue un beso vacío que palidecía al lado de lo que habían compartido la noche anterior. Y, cuando le quitó la parte superior del biquini, Raúl supo que Estelle estaba fingiendo, que, en realidad, estaba pensando en el yate y en las personas que podían estar viéndoles. Y que estaba haciendo un gran esfuerzo para no llorar.

      –Aquí no –dijo Raúl por ella.

      –Por favor, Raúl…

      Estelle buscó sus labios. Continuaba representando su papel, y su falta de experiencia le impedía darse cuenta de que Raúl sabía que su cuerpo mentía.

      Él quería recuperar la intimidad de la noche anterior. Podían aprender a disfrutar el uno del otro y romper después de buenos modos. Lo último que quería era que Estelle estuviera tensa y triste. Admiraba lo lejos que era capaz de llegar por su familia. Y creía lo que acababa de decirle, que no buscaba su amor.

      –Seguiremos después –Raúl se apartó de ella–. Ahora estoy hambriento.

      La ayudó a ponerse el biquini, utilizando su propio pecho como escudo para impedir que alguien pudiera verla o fotografiarla con un teleobjetivo. Su timidez, en vez de irritarle, le hizo sonreír. Sobre todo al pensar en lo desinhibida que había estado la noche anterior.

      –Vamos –le dijo, a pesar del dolor que sentía en la entrepierna–. Volvamos al yate.

      –NOS daremos una ducha y después nos arreglaremos para la cena –dijo Raúl cuando abordaron de nuevo el yate–. ¿Quieres que le pida a Rita que te peine?

      –¿A Rita?

      –Es masajista y esteticista. Si quieres que te ayude, solo tienes que pedírselo a Alberto –dijo Raúl, y se dirigió hacia su camarote.

      Estelle le llamó. Olía ya los aromas de la cena y estaba realmente hambrienta.

      –¿Por qué tenemos que arreglarnos para la cena? Solo vamos a estar nosotros dos.

      –En un yate como este, cuando el chef… –comenzó a explicar Raúl, pero cambió de opinión, porque a bordo no siempre era necesario guardar la etiqueta–. Muy bien… –se volvió hacia Alberto, que ya había tomado nota.

      –Avisaré al chef inmediatamente.

      Se ducharon en cubierta y se sentaron después a cenar.

      Raúl estaba acostumbrado a tener a rubias con cuerpos espectaculares y vestidos muy poco discretos sentadas frente a él. Pero había algo increíblemente sensual en el hecho de estar sentado medio desnudo, disfrutando de las exquisiteces que les llevaban.

      –Creo que podría acostumbrarme a esto –comenzó a decir Estelle, pero se corrigió rápidamente–. Quería decir que…

      –Ya sé lo que querías decir –para Estelle fue un alivio verle sonreír–. La comida es increíble. El chef es maravilloso. Es algo habitual en los yates.

      Estuvieron charlando mientras cenaban con mucha más naturalidad que en ocasiones anteriores. Y no lo hacían para que lo viera la tripulación. Después, disfrutaron de unos bailes en cubierta.

      –Ahora comprendo por qué teníamos que cambiarnos para cenar –admitió Estelle–. ¿Crees que he ofendido a alguien?

      –Creo que no podrías ofender a nadie aunque lo intentaras.

      Comenzaba a oscurecer. Raúl miró hacia los acantilados y hundió la cabeza en el pelo de Estelle.

      –Y, por cierto, aunque me acuses de ser un canalla controlador, lo que me preocupa es que puedas quemarte. Jamás en mi vida había visto una piel tan blanca.

      –Creo que ya me he quemado un poco, de hecho.

      –Lo sé.

      Se trasladaron al salón. Estelle estaba empezando a relajarse hasta tal punto que, cuando les llevaron una copa de vino, ni siquiera se apartó de sus brazos.

      –Vámonos a la cama… –sugirió Raúl con la mano en el biquini, intentando liberar su seno.

      –No, todavía no –susurró Estelle contra sus labios–. Ahora

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