E-Pack Jazmín B&B 2. Varias Autoras
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–Hola, papá –lo besó en la mejilla y, aunque estaba despierto, no la reconoció. En los días buenos, estaba tranquilo y dormía o miraba el sol que entraba por las rendijas de la persiana. En los días malos se quejaba, no se sabía si de dolor. Pero esos días lo sedaban.
–¿Cómo está tu hijo? Ya debe de tener edad de ir al colegio.
Sierra suspiró. A Lenny le fallaba la memoria. Recordaba que había estado embarazada, pero había olvidado que había dado en adopción a las mellizas, además de confundirla con otra persona que tenía un niño. Y en vez de volvérselo a explicar una y otra vez, le seguía el juego.
–Crece muy deprisa.
Y antes de que Lenny pudiera preguntarle nada más, anunciaron por el intercomunicador que era la hora del bingo.
–Tengo que irme –dijo Lenny–. ¿Quieres que te traiga una galleta?
–No, gracias.
Cuando se hubo marchado, Sierra se sentó en el borde de la cama de su padre y le tomó la mano.
–Hoy me han hecho la entrevista –le dijo, aunque no creía que la entendiera–. Ha ido muy bien y voy a ver a las niñas mañana. Sé que piensas que no debería meterme en esto y confiar en el juicio de Ash y Susan, pero no puedo. Tengo que asegurarme de que las niñas estén bien y, como no puedo hacerlo como su madre, lo haré como su niñera.
Y, si eso implicaba sacrificar su libertad y trabajar para Cooper Landon hasta que las niñas dejaran de necesitarla, estaba dispuesta a hacerlo.
Capítulo 2
A LA una y seis minutos del día siguiente, Sierra, muy nerviosa, llamó a la puerta del piso de Cooper. Apenas había dormido esa noche. Aunque sabía que, al firmar los papeles de adopción, renunciaba a volver a ver a sus hijas, había conservado la esperanza, pero no esperaba verlas antes de que fueran adolescentes y hubieran decidido conocer a su madre biológica.
Sin embargo, allí estaba, apenas cinco meses después, a punto de que llegara el gran momento.
Una mujer abrió la puerta. Sierra supuso que sería el ama de llaves, a juzgar por el uniforme que llevaba. Tendría sesenta y muchos años.
–¿Qué desea? –preguntó la mujer con sequedad.
–Tengo una cita con el señor Landon.
–¿Es usted la señorita Evans?
–Sí.
La escudriñó de arriba abajo, hizo un mohín y dijo:
–Soy la señora Densmore, el ama de llaves del señor Landon. Llega usted tarde. Le advierto que, si consigue el trabajo, la falta de puntualidad no se le tolerará.
Sierra no entendió cómo no iba a ser puntual si iba a vivir en la casa, pero no dijo nada.
–No volverá a suceder.
–Sígame.
El frío recibimiento del ama de llaves no consiguió disminuir la emoción de Sierra. Le temblaban las manos mientras pasaban del vestíbulo a un espacio habitable ultramoderno y abierto. Las mellizas estaban al lado de una fila de ventanales con vistas a Central Park parloteando y dando manotazos a los juguetes.
¡Cómo habían crecido! Y estaban muy cambiadas. Si las hubiera visto en la calle, probablemente no las habría reconocido. Tuvo que morderse los labios para no romper a llorar. Se obligó a no moverse mientras anunciaban su llegada, cuando lo que quería hacer era correr hacia sus hijas y abrazarlas.
–La de la izquierda es Fern –le informó la señora Densmore sin el más mínimo afecto en el tono de voz–. Es la más chillona y exigente. La otra es Ivy, la más tranquila y astuta.
¿Astuta? ¿A los cinco meses? Parecía que a la señora Densmore no le gustaban los niños.
Así que no solo iba a tener que vérselas con un atleta ególatra y juerguista, sino también con un ama de llaves autoritaria y criticona. ¡Menuda diversión!
–Voy a buscar al señor Landon –dijo la señora Densmore.
Sola por primera vez con las niñas desde su nacimiento, Sierra se arrodilló a su lado.
–Cómo habéis crecido y qué guapas estáis –susurró.
La miraron de forma inquisitiva con los ojos azules muy abiertos. Aunque no eran idénticas, se parecían mucho. Las dos tenían el pelo negro y liso de su madre, así como sus pómulos, pero no presentaban ningún otro rasgo chino de los que ella había heredado de su abuela. Tenían los ojos de su padre y los dedos finos y largos.
Fern soltó un grito y le tendió los brazos. Sierra deseaba abrazarla con todas sus fuerzas, pero no sabía si debía esperar a que llegara Cooper. Con lágrimas en los ojos, agarró la manita de la niña. Las había echado mucho de menos y sintió unos enormes remordimientos por haberlas abandonado y puesto en aquella situación. Pero no volvería a dejarlas, y se ocuparía de que se criaran bien.
–Quiere que la tome en brazos.
Sierra se giró y vio a Cooper. Estaba descalzo, con la camisa por fuera de los vaqueros y las manos metidas en los bolsillos. Tenía el pelo húmedo y despeinado, como si se lo hubiera secado, pero no peinado. No se podía negar que era atractivo, con los ojos azul claro y los hoyuelos que se le formaban en las mejillas al sonreír. Incluso resultaba atractiva su nariz, ligeramente torcida. Pero los atletas no eran su tipo. Prefería a los estudiosos o a los hombres con una profesión.
–¿Le importa que lo haga?
–Claro que no. De eso se trata en esta entrevista.
Sierra sentó a la niña en su regazo. Fern se fijó en la cadena de oro que le colgaba del cuello e intentó agarrarla, por lo que Sierra se la metió debajo de la blusa.
–Es muy grande.
–Pesa unos siete kilos, creo. Recuerdo que mi cuñada decía que tenían un tamaño normal para su edad. No sé lo que pesaron al nacer. Me parece que hay un cuaderno por algún lado con toda la información.
Habían pesado algo más de tres kilos cada una, pero ella no podía decírselo, ni tampoco que el cuaderno lo había comenzado a escribir ella y se lo había dado a Ash y Susan cuando se llevaron a las niñas. Había escrito en él todo lo referente a su embarazo: la primera patada, la primera ecografía De ese modo, los padres adoptivos podrían enseñárselo a las niñas cuando crecieran. Y aunque había incluido fotos de las diversas fases del embarazo, en ninguna de ellas se le veía la cara. No había nada que pudiera identificarla.
Ivy comenzó a protestar, probablemente celosa de que toda la atención se le prestara a su hermana. De pronto, Cooper la tomó en brazos y la levantó, la lanzó hacia arriba y la volvió a agarrar.
Al ver la cara de Sierra, se echó a reír.
–No se deje engañar. Es un diablillo.
Se sentó frente a ella y se puso a la