E-Pack Jazmín B&B 2. Varias Autoras

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desprevenido. Tuvo que esforzarse para mirarla a los ojos, oscuros e inquisitivos. Llevaba el pelo suelto, que le caía sobre los hombros, y sintió la necesidad de acariciárselo. En lugar de ello, se metió las manos en los bolsillos del pantalón.

      «Puedes mirarla, pero no tocarla», se dijo, y no era la primera vez que lo hacía desde que ella había conocido a las niñas. No se parecía en nada al tipo de mujer que le gustaba. Tal vez fuera eso lo que le resultaba tan atractivo. Era distinta, suponía una novedad.

      Quizá contratarla no hubiera sido una buena idea.

      –¿Quieres algo? –le preguntó ella, y él se dio cuenta de que estaba allí plantado mirándola.

      –Espero no haberte despertado.

      –No, aún no me había acostado.

      –Solo quería saber cómo había ido todo.

      –Muy bien. Necesitaré un tiempo para establecer una rutina.

      –Siento no haber estado para ayudarte.

      Ella pareció confusa.

      –No esperaba que me fueras a ayudar.

      Coop le miró el escote. No tenía grandes senos, pero tampoco eran pequeños. ¿Por qué no podía dejar de mirarlos?

      Ella se dio cuenta, pero no hizo nada para cubrirse. ¿Y por qué habría de hacerlo? Estaba en su habitación. Él era el intruso. Y además, estaba haciendo el ridículo.

      –¿Algo más?

      Él se obligó a mirarla de nuevo a la cara.

      –Quería que habláramos un poco de las niñas. No hemos tenido la oportunidad de hacerlo y puede que tengas algunas preguntas.

      Ella vaciló y él pensó que se iba a negar, pero aceptó.

      –De acuerdo, dame un minuto.

      Ella cerró la puerta y Coop fue a la cocina mientras mentalmente se daba de bofetadas. Se estaba comportando como si nunca hubiera visto a una mujer atractiva. Tenía que dejar de comérsela con los ojos porque ella iba a pensar que era un pervertido. Lo último que deseaba era que no se sintiera a gusto en su casa.

      Sacó dos copas y las puso en la encimera central. Sierra entró mientras servía el vino. Se había puesto unos leggings negros y una camiseta amarilla. Contra su voluntad, volvió a mirarle las piernas. Solía salir con mujeres muy delgadas, algunas de ellas modelos, pero no porque prefiriera ese tipo de mujer, sino porque era el que revoloteaba a su alrededor. Sierra no estaba gorda, simplemente tenía un aspecto saludable.

      Se recordó rápidamente que daba igual su aspecto, porque era terreno prohibido.

      –Siéntate –dijo Coop, y ella lo hizo en un taburete frente a él, que le dio una de las copas–. Espero que te guste el vino blanco.

      Ella vaciló y frunció el ceño de forma adorable.

      –Tal vez no debiera.

      Él metió la botella en la nevera para evitar que Sierra creyera que trataba de emborracharla para aprovecharse de ella.

      –Solo una copa –afirmó él–. A no ser que no bebas.

      –Sí, bebo, pero no me parece que sea buena idea, me preocupa que una de las niñas se despierte. Prefiero estar en plena posesión de mis facultades.

      –Si las mellizas fueran tus hijas y quisieras relajarte tras un día duro, ¿te parecería bien tomarte una copa de vino?

      –Sí.

      –Entonces, deja de preocuparte de lo que piense y disfrútala.

      Ella la agarró.

      –Un brindis por tu primer día –dijo él–. Háblame de ti.

      –Creí que íbamos a hablar de las niñas.

      –Lo haremos, pero antes quiero que me cuentes algo sobre ti.

      –Ya has leído mi currículum.

      –Sí, pero me gustaría saber más de ti como persona. Por ejemplo, ¿por qué decidiste ser enfermera?

      –Por mi madre.

      –¿Ella lo era?

      –No, era ama de casa, pero tuvo cáncer de mama cuando yo era una niña. Las enfermeras se portaron tan bien con ella, con mi padre, con mi hermana y conmigo que fue entonces cuando decidí que era eso lo que quería hacer.

      –¿Murió?

      –Sí, cuando tenía catorce años.

      –Es una mala edad para que una chica pierda a su madre.

      –Creo que fue más duro para mi hermana, que solo tenía diez años.

      Él rodeó la encimera y se sentó en un taburete que había a su lado.

      –¿Hay alguna edad que sea buena para perder a uno de tus padres? Mis padres murieron cuando tenía doce años, y fue muy duro para mí.

      –Mi hermana era un ser dulce y feliz, pero se convirtió en una niña malhumorada y amargada.

      –Yo sentía tanta rabia que pasé de ser un niño bastante bueno a convertirme en el matón de la clase.

      –No es raro que, en una situación así, un niño se desahogue con otro menor y más débil. Probablemente te diera una sensación de poder en una situación en que no podías hacer nada.

      –Pero es que yo me metía con chicos mayores que yo. Como era muy grande para mi edad, me peleaba con otros de más edad. Y, aunque un par de veces recibí una buena paliza, en general, ganaba. Y, sí, me sentía poderoso, me parecía que era lo único que controlaba.

      –Mi hermana no se dedicó a pelearse, pero tomó drogas durante un tiempo. Por suerte, salió de aquello, pero no pudo soportar que mi padre enfermara. A los dieciocho años se fue a Los Ángeles. Es actriz, o trata de serlo. Ha hecho un par de anuncios y trabajado de extra en el cine. Básicamente, es camarera.

      –¿Qué le pasa a tu padre?

      –Tiene Alzheimer. Está en la fase final.

      –¿Cuántos años tiene?

      –Cincuenta.

      –Vaya, es muy joven para tener Alzheimer.

      Ella asintió.

      –No es habitual, pero a veces sucede. Comenzó a mostrar síntomas a los cuarenta y siete, y la enfermedad avanzó muy deprisa. Lo medicaron de diversas formas, pero nada funcionó. No creo que pase de este año.

      –Lo siento.

      Ella se encogió de hombros y bajó los ojos.

      –La

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