Un príncipe en el desierto - La mujer más adecuada. Rebecca Winters

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Un príncipe en el desierto - La mujer más adecuada - Rebecca Winters Libro De Autor

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La enfermera y yo la llevaremos allí inmediatamente.

      Al ver que el doctor no decía nada más, Rashad experimentó una sensación extraña.

      –Iré enseguida, doctor.

      –Lo esperaré –el doctor colgó el teléfono.

      El médico que había cuidado a toda su familia durante años había finalizado la llamada antes de que Rashad pudiera hacer más preguntas. Eso significaba que el hombre guardaba cierta información que sólo quería compartir con Rashad.

      Como el resto del personal del palacio el doctor estaba pendiente de cualquier cosa que pudiera resultar sospechosa. Toda precaución era poca cuando se trataba de la seguridad de la familia de Rashad.

      Rashad entró en el despacho de la planta con la intención de ocuparse de unos detalles que requerían su atención, pero al ver que no era capaz de concentrarse decidió volar a Al-Shafeeq para averiguar qué sucedía. Se dio una ducha rápida y comió en su propia suite antes de dirigirse a la otra ala del palacio vestido con uno de sus batines informales.

      Junto al patio de la suite había un jardín de flores exóticas. Su madre solía cuidarlo con los jardineros porque le encantaba. Rashad había decidido llevar allí a la mujer porque ella también era una especie exótica. Recordó el comentario de Tariq acerca de su belleza y pensó que sus palabras no reunían la manera en la que él la describiría.

      Abrió la puerta y saludó a la enfermera que le dijo que el doctor continuaba dentro con la mujer norteamericana. Rashad atravesó el gran salón hasta la habitación. Desde la distancia vio que la paciente estaba en la cama con un gotero en el brazo. Se acercó a ella. El doctor estaba al otro lado comprobándole el pulso. Cuando vio a Rashad, soltó el brazo de la mujer y se acercó a él.

      –¿Cómo está? –preguntó Rashad.

      –Recuperándose. Le he puesto una medicación en el gotero para ayudarla a dormir. Mañana debería encontrarse mejor como para poder enfrentarse a lo sucedido. La enfermera se quedará a cuidarla por la noche y para darle oxígeno en caso de que lo necesite. Quería que viniera porque me gustaría que viera lo que he encontrado en el colgante que llevaba alrededor del cuello.

      Rashad frunció el ceño y se acercó para ver de qué estaba hablando el doctor. La mujer tenía mejor aspecto y había recuperado el color del rostro. Le habían lavado el cabello y sus mechones brillaban con las alas de las mariposas que revoloteaban en el jardín. Sus pestañas oscuras contrastaban contra la tez de su rostro y hacían que pareciera aún más bella.

      La enfermera la había vestido con un camisón de color blanco. Estaba cubierta con una sábana, pero se veía que llevaba una cadena de oro alrededor del cuello.

      –¿Qué se supone que tengo que ver? –preguntó Rashad.

      –Esto. Me tomé la libertad de quitárselo en la clínica antes de hacerle el reconocimiento.

      Al mirar el objeto brillante que el doctor sostenía en la mano, Rashad suspiró hondo. Era una medalla de oro con una media luna grabada, el símbolo de la familia real de Shafeeq.

      Sólo se acuñaban medallas así cuando nacía un varón en la familia. A Rashad le habían dado la suya cuando cumplió los dieciséis años. Normalmente las llevaban colgadas del cuello, pero Rashad había roto la tradición y había encargado que le hicieran un anillo con ella para poder sellar los documentos importantes. Lo tenía guardado en el escritorio de su despacho en el palacio.

      ¡Era imposible que aquella mujer de otro continente tuviera una! Sin embargo, era cierto que la tenía.

      ¿Cómo la había conseguido?

      Sin dudarlo, se guardó la medalla en el bolsillo antes de volverse hacia la mujer. Con cuidado, le retiró la cadena del cuello y sintió la suavidad de su piel contra sus dedos. Una piel suave que las mujeres de su tribu no poseían.

      La paciente emitió un suave gemido y volvió la cabeza hacia el otro lado, como si hubiera sentido la caricia de sus dedos. Él contuvo la respiración, confiando en que despertara pronto para poder mirarla a los ojos y descubrir los secretos que guardaba en el alma.

      Al mismo tiempo, deseaba que continuara dormida para retrasar el momento en el que le dirían que había estado a punto de morir. Había un precio por disfrutar de la terrible belleza del desierto. A veces, el precio era demasiado alto pero aquella mujer había estado dispuesta a correr el riesgo. ¿Por qué?

      Confuso, guardó la cadena junto a la medalla y se volvió hacia el doctor.

      –Has hecho bien en informarme de esto, pero no se lo cuentes a nadie más.

      –Mis labios están sellados, Alteza. La enfermera no desvistió a la paciente hasta después de que yo le retirara la medalla.

      En el pasado, el doctor había salvado la vida de Rashad en más de una ocasión y Rashad se fiaba plenamente de él.

      –Estoy en deuda contigo. Gracias por ocuparte de ella.

      El doctor asintió.

      –Me voy a casa. Llámeme si me necesita. Más tarde vendré a verla.

      En cuanto se marchó, Rashad revisó las maletas que habían dejado las doncellas buscando una pista que explicara aquel misterio, pero no encontró nada.

      Para su sorpresa, la ropa de la mujer era normal. Tenía dos vestidos de noche, uno negro y otro color crema. Un par de zapatos de tacón, unas sandalias y un jersey. El resto, ropa práctica para el desierto. Su ropa interior era sencilla. También llevaba un neceser con algunos cosméticos. Era la maleta de alguien que acostumbraba a viajar con poco equipaje.

      Rashad sabía que no debía quedarse demasiado tiempo junto a la cama de aquella mujer. Su pensamiento vagaría por diferentes caminos, distrayéndolo de la misión que tenía.

      Por el bien de la familia a la que había jurado proteger, esperaría a la mañana para averiguar cómo aquella mujer había conseguido la medalla.

      Tras despedirse de la enfermera recorrió el pasillo que llevaba hasta su suite, situada en la segunda planta pero al otro lado del palacio. Una vez allí, les pidió a los sirvientes que se fueran. Necesitaba estar solo. Se sirvió un café y se dirigió al dormitorio. Sacó el pasaporte de la mujer y se sentó para mirarlo con detenimiento.

      Lauren Viret. Veintiséis años. Pocas personas salían tan favorecidas en la foto de un pasaporte, pero aquella mujer no podía salir mal en ninguna foto. Incluso inconsciente, su belleza lo había dejado impactado.

      Dirección: Montreux, Suiza.

      Montreux. La ciudad donde la familia Shafeeq tenía sus finanzas. Había ido allí por asuntos de negocios y alguna vez había esquiado en Porte du Soleil, un lugar que estaba a media de hora de la ciudad suiza, conocido por su animada vida nocturna. Rashad no solía ir al casino ni salir de fiesta. Sin embargo, Faisal, su primo de cuarenta años, el hijo ambicioso de Sabeer, el hermano pequeño de su padre, frecuentaba aquel lugar de manera regular en viajes de placer.

      A Rashad le gustaba la nieve, pero prefería volar a Montreux en verano. La imagen del lago de Ginebra que se veía desde la terraza de la casa familiar le encantaba. Tanta agua azul con barcos de vela y de vapor, cuando él había nacido en una

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