Un príncipe en el desierto - La mujer más adecuada. Rebecca Winters

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Un príncipe en el desierto - La mujer más adecuada - Rebecca Winters Libro De Autor

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la manera de canalizarla hasta la superficie para regar los cultivos. Una tierra fértil para la creciente población de su tribu. Ése sería el siguiente proyecto para los próximos años, pero hasta entonces mantendría su plan en secreto ante la familia de su tío que vivía en los alrededores. Ya había habido suficiente envidia entre ellos como para que durara toda una vida.

      Rashad respiró hondo antes de mirar la calle que figuraba en el pasaporte. Estaba situada en una de las zonas más ricas de la ciudad, junto al lago. ¿Quién pagaba para que Lauren Viret viviera entre la realeza en Montreux?

      ¿Dónde y cómo había conseguido el medallón? Únicamente existían ocho iguales.

      A punto de llegar al límite de su paciencia, Rashad cerró el pasaporte y lo tiró sobre la mesa cercana. Era tarde. No tenía respuesta para ese enigma y necesitaba dormir. Al día siguiente encontraría la solución hablando con ella. Era algo que deseaba hacer y esperaba el momento con inquietud.

      Capítulo 2

      –¿SE—ORITA? ¿Está despierta?

      La misma voz, amable y femenina, que Lauren había oído durante la noche interrumpió su sueño. Notó que le retiraban algo de las vías respiratorias.

      –¿Puede oírme, señorita?

      Lauren intentaba comunicarse, pero le resultaba difícil porque tenía la garganta demasiado seca como para hablar. Cuando intentó sentarse notó que la cabeza le daba vueltas y se percató de que tenía algo en el dorso de la mano.

      –Recuéstese y beba –le dijo la mujer en un inglés con fuerte acento.

      Lauren sintió que le metían una pajita entre los labios y comenzó a beber. El agua fría acarició su garganta.

      –Deliciosa –murmuró, y continuó bebiendo. De pronto, todo su cuerpo cobró vida.

      Abrió los ojos y se percató de que le costaba enfocar la vista. Veía a tres mujeres con el mismo cabello y la misma ropa delante de ella.

      –¿Es usted doctora? –preguntó.

      –No. Soy la enfermera del doctor Tamam. ¿Cómo se encuentra?

      Lauren comenzó a negar con la cabeza, pero se sintió peor.

      –No lo sé –tartamudeó.

      Mientras la enfermera le retiraba la vía de la mano, Lauren intentó situarse. La habitación no se parecía a la de ningún hospital que hubiera visto antes. Era enorme y estaba decorada de manera que recordaba a la habitación de un harén. Se percató de que todo podía ser un sueño y deseó despertar.

      De pronto, recordó la sensación de ahogo y el pánico se apoderó de ella.

      –Ayúdame… No puedo respirar… –se lamentó, incapaz de contener las lágrimas.

      Oyó voces. Entre ellas, una voz grave y masculina que penetró sus oídos. La mano de un hombre agarró la suya.

      –No temas. Estás a salvo –la tranquilizó hasta que se quedó dormida.

      Cuando despertó, descubrió que seguían agarrándola de la mano. Abrió los ojos y vio a un hombre de unos treinta y tantos años junto a la cama. La enfermera había desaparecido.

      Una camisa blanca cubría su torso y dejaba entrever una fina capa de vello oscuro. El color de la tela resaltaba su piel bronceada. Tenía los ojos y el cabello de color negro. Se fijó en que lo llevaba más largo que otros hombres y que sus rasgos aguileños le daban un aire de magnificencia. Ella nunca había conocido a un hombre atractivo de verdad, y aquél era mucho más que eso. Su corazón comenzó a retumbar en su pecho como si le hubieran dado una droga para devolverle la vida.

      Aunque él la miraba como si fuera un depredador acechando a su presa, su mirada ardiente la hizo estremecer.

      –¿Qué estoy haciendo aquí?

      –¿No recuerda lo que le ha sucedido? –preguntó él en tono suave.

      Con nerviosismo, ella se llevó la mano al cuello. De pronto, se percató de que no llevaba puesto el medallón de su abuela.

      Se incorporó y movió la almohada para ver si se le había caído sobre la cama, pero no lo encontró. Tampoco tenía la cadena.

      –¿Me lo ha quitado la enfermera? –preguntó sentada en la cama y mirando al hombre que estaba a su lado.

      –¿El qué? –preguntó él con tono calmado.

      Lauren se esforzó para no mostrar el pánico que se había apoderado de ella. La sábana se le había caído hasta la cintura y el hombre la miraba atentamente. El camisón que llevaba puesto era discreto, pero la mirada de aquellos ojos negros le quemaba la piel.

      –Me falta mi medallón. Tengo que encontrarlo.

      El hombre entrelazó las manos y la miró de nuevo.

      Era como un dios. Así había descrito su abuela a su amante. Lauren había sonreído al oír la descripción de Celia pero, en esos momentos, no sonreía. Quizá había perdido la cabeza. El miedo se apoderó de ella una vez más. Cerró los ojos y se recostó de nuevo.

      –Quizá si me hiciera una descripción, señorita.

      Ella se mordió el labio inferior y notó que lo tenía reseco y agrietado. ¿Cuánto tiempo había estado en esas condiciones? Abrió los ojos de nuevo.

      –Es un medallón de oro del tamaño de una moneda de veinticinco centavos de dólar americano. Quizá un poco más grueso.

      No se atrevió a dar todos los detalles. La relación con su abuelo era un secreto y debía de permanecer como tal.

      –¿Ha visto una moneda de veinticinco centavos alguna vez?

      Él asintió despacio.

      –Lo llevaba en una cadena de oro. No tiene gran valor, pero es mi pertenencia más preciada –las lágrimas se asomaron a sus ojos.

      –Le pediré a los sirvientes que la busquen.

      –Gracias –se secó las lágrimas de las mejillas–. ¿Estoy muy enferma?

      –Le han retirado el oxígeno y la medicación intravenosa. Eso significa que se alimentará a base de zumo y de lo que le apetezca. Después podrá levantarse con ayuda y caminar un poco. Mañana se sentirá mucho mejor.

      –¿Qué me ha pasado?

      Él continuó mirándola con una expresión extraña. Ella tenía la sensación de que estaba tratando de decidir qué contarle. Respiró hondo y dijo:

      –Sea lo que sea podré manejarlo.

      –¿Segura? –preguntó casi en tono seductor.

      –No soy una niña.

      –No. No lo es.

      Ella

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