E-Pack Jazmín B&B 1. Varias Autoras

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E-Pack Jazmín B&B 1 - Varias Autoras Pack

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      –¿NO LE habrás dicho que sí? –preguntó Yelena Valero, girándose para ver el semblante de su jefe–. Dime que no has dicho que Bennett & Harper RR.PP. va a aceptar como cliente a Alexander Rush.

      –No –respondió Jonathon Harper, arqueando las pobladas cejas y recostándose en su sillón de piel–. Has sido tú la que le has dicho que sí. Rush ha dejado claro que o trabaja contigo, o nada.

      Ella se sintió desorientada, se le aceleró el corazón.

      –Jon… ya sabes que estuvo saliendo con mi hermana…

      –Y no me importa lo más mínimo. Lo conoces desde que tienes… ¿cuántos?, ¿quince años?

      –Sí, pero de verdad que pienso que…

      –Aquí están sus recortes de prensa –añadió Jonathon, dejando una carpeta encima del escritorio–. Esto no es negociable, Yelena. Te di seis meses libres sin hacerte preguntas. ¿Ahora quieres que te tengamos en cuenta como socia? Pues hazle un hueco en tu agenda.

      Dicho aquello, Jonathon volvió a mirar la pantalla de su ordenador.

      Yelena lo fulminó con la mirada antes de tomar la carpeta y darse la vuelta.

      Cuando llegó al pasillo, sus tacones golpearon con furia el frío suelo de pizarra.

      Entonces se detuvo y miró la puerta cerrada del despacho que había al final del pasillo. Si hubiese sido socia de Jonathon, su igual, este no habría jugado con ella. Pero su jefe parecía pensar que el hecho de conocer a Alex del pasado era una ventaja, mientras que ella pensaba que iba a ser como un choque de trenes.

      Cerró los ojos y respiró hondo.

      «Uno, dos, tres». Se le hizo un nudo en el estómago, sintió miedo y…

      «Cuatro, cinco, seis».

      … una especie de euforia al mismo tiempo. «Espera, ¿qué?».

      Frunció el ceño.

      «Ocho, nueve».

      «Diez».

      Exhaló y volvió a respirar. Su técnica de relajación por fin empezó a surtir efecto, se le apaciguó el pulso, su respiración empezó a ser más regular.

      Abrió los ojos despacio y centró la vista en la puerta. Alex Rush representaba lo desconocido. No obstante, necesitaba desesperadamente aquel ascenso. La libertad que le daría sobrepasaba con mucho cualquier compensación económica. Libertad para trabajar cuando quisiera, desde casa. Para escoger sus propios clientes. Para demostrar a sus padres, de mentalidad demasiado tradicional, que no necesitaba un marido rico que le comprase vestidos y le pagase los tratamientos de belleza. Y, sobre todo, no lo necesitaba para ser una madre de verdad.

      Puso la espalda recta y giró el cuello dolorido. Luego recorrió el resto del pasillo con paso decidido hasta llegar a su despacho.

      Alex Rush esperó solo en el sencillo despacho de Yelena, dándole la espalda a la puerta. Sabía que la enorme ventana, que daba al parlamento de Canberra, enmarcaba su imponente altura y tendría un efecto estratégico. En aquella soleada mañana de agosto, Alex necesitaba todo el poder y la autoridad que proyectaba su altura, necesitaba que ella estuviese en desventaja, tenía que demostrarle que era él quien tenía el control y la última palabra.

      Su confianza se había debilitado brevemente, pero enseguida había apartado todas sus dudas. «No hay tiempo para arrepentirse». Yelena y su hermano Carlos se habían cavado su propia tumba, y la culpa era solo de ellos.

      Oyó el ruido de unos tacones y un segundo después, la puerta se abrió.

      «Que empiece el juego».

      A Alex le irritó que se le acelerase el corazón.

      –Jonathon me ha dicho que has querido verme a mí personalmente, Alex. ¿Te importaría explicarme por qué?

      Él se giró despacio, preparándose para la batalla. Para lo que no estaba preparado era para soportar el impacto que la imagen de Yelena Valero causaba siempre en él. Notó calor en las venas y volvió a sentirse como si fuese un adolescente, y como si estuviese viéndola por primera vez.

      Yelena era impresionante. Era cierto que, para cualquier experto en moda, tenía demasiadas curvas, el pelo demasiado salvaje, la mandíbula demasiado cuadrada y los labios demasiado carnosos en comparación con su hermana pequeña. Pero a él siempre se le cortaba la respiración cuando la veía.

      «Ya no tienes diecisiete años. Yelena te dejó tirado, te traicionó, poniéndose del lado de Carlos, que está decidido a acabar contigo. Solo quieres utilizarla para darle su merecido al cerdo de su hermano».

      La ira lo invadió, cegándolo por un instante, hasta que consiguió dominarla.

      Nadie sabía que llevaba años perfeccionado una máscara a prueba de balas. Y no iba a quitársela en esos momentos, ni siquiera al sentir la tentación de acercarse y besar a Yelena.

      –¿Quién te ha dejado entrar en mi despacho? –le preguntó ella de repente.

      –Jonathon.

      Yelena guardó silencio y frunció ligeramente el ceño.

      –Ha pasado mucho tiempo –comentó él.

      Ella lo miró como si quisiese descifrar qué había oculto detrás de aquellas palabras.

      –No me había dado cuenta –le contestó, mirando su escritorio antes de volver a mirarlo a él.

      Aquello lo enfureció. Él no había hecho otra cosa, más que contar el tiempo desde que su pesadilla había empezado. Todo su mundo se había venido abajo el día de Nochebuena y Yelena… había seguido con su vida, como si él solo hubiese sido un obstáculo en su carrera hacia lo más alto.

      Notó dolor en las manos y bajó la vista. Tenía los puños apretados.

      Juró en silencio y se obligó a relajarse. La recorrió con la mirada, sabiendo que eso la molestaría. La imagen de Yelena, desde los zapatos negros de tacón alto, el traje de chaqueta gris y la camisa rojo fuego que llevaba debajo, era la de toda una profesional. Llevaba el pelo recogido hacia atrás e iba poco maquillada. Hasta sus joyas, unos pequeños aros de oro y una cadena sencilla con el conocido ojo azul de Horus, reflejaban autocontrol. No se parecía en nada a la Yelena que él había conocido, la mujer de besos salvajes, piel caliente y seductora risa.

      La mujer que lo había dejado cuando lo habían acusado de haber matado a su propio padre.

      La vio fruncir el ceño y cruzarse de brazos, y eso le hizo volver al presente.

      –¿Has terminado?

      Él se permitió sonreír.

      –Ni

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