E-Pack Jazmín B&B 1. Varias Autoras

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asintió con la cabeza. No parecía enfermo, pero su padre jamás hubiera admitido una debilidad, un problema, de modo que se lo había ocultado a todo el mundo.

      –Y murió ayer, después de las once.

      Lo habían encontrado muerto en su oficina a las 12:30., pero Selene no sabía cómo lo había averiguado Sarantos.

      –A las nueve –siguió él–, el director de mi gabinete jurídico estaba hablando con el de su padre sobre el contrato británico.

      –Lo sé.

      Selene lo sabía porque ella era la directora del gabinete jurídico de la naviera Louvardis. Era ella con quien habían hablado y, después, por teléfono, le había contado a su padre los términos del contrato: blindado, restringido, implacable y, en su opinión, justo y práctico.

      –A las once, Hektor me llamó por teléfono –dijo Sarantos. Y a Selene le sorprendió cómo pronunciaba el nombre de su padre, como si fuera un amigo–. Me echó una bronca y, una hora después, estaba muerto.

      Antes de que ella pudiera decir nada, Aristedes Sarantos se dio la vuelta para salir de la casa.

      ¿Había ido al entierro para decir que había sido él quien propició la muerte de su padre? ¿Por qué?

      Pero ¿cuándo entendía nadie por qué hacía las cosas aquel hombre?

      En lugar de correr tras él para exigir una explicación, Selene tuvo que sufrir un infierno de frustración y especulaciones hasta que, por fin, horas después, todos se apiadaron de la familia y los dejaron solos.

      Tenía que marcharse de allí, pensó. Probablemente, para siempre. Tal vez entonces llegarían las lágrimas, aliviando la presión que se había ido acumulando en su interior.

      Estaba atravesando la verja de la casa cuando lo vio.

      Se había hecho de noche y no había mucha luz, pero lo reconoció de inmediato.

      Aristedes Sarantos, al otro lado de la calle, mirando la casa como un centinela. Y el corazón de Selene se aceleró de curiosidad, de emoción.

      ¿Por qué seguía allí?

      Decidida a preguntar, frenó a su lado.

      –¿Quiere que le lleve a algún sitio?

      Él se encogió de hombros.

      –Pensaba ir andando hasta el hotel.

      Selene abrió la puerta del pasajero.

      –Suba.

      Él la miró en silencio durante unos segundos y después subió al coche, doblando su atlético cuerpo como un leopardo para sentarse a su lado.

      Y ella se quedó sin aire. Sabía que debería preguntarle en qué hotel se hospedaba, arrancar el coche, hacer algo. Pero no podía. Tenerlo tan cerca la impedía pensar.

      «Concéntrate, eres una prestigiosa abogada y empresaria de veintiocho años, no una adolescente atolondrada».

      Él le dio el nombre del hotel y después volvió a quedar en silencio.

      Antes de aquel día había pensado que Aristedes Sarantos no tenía sentimientos, pero tal vez no era así.

      Veinte minutos después, detuvo el coche frente al hotel en el que todo el mundo sabía que se alojaba cuando estaba en Nueva York. Aquel hombre podría comprarse un país entero, pero no tenía casa.

      Aristedes abrió la puerta del coche y, cuando pensaba que iba a marcharse sin decirle adiós, se volvió hacia ella. En sus ojos había un brillo de algo que la conmocionó, algo oscuro y terrible.

      –Nos veremos en el campo de batalla.

      No volvería a verlo salvo como enemigo, pero antes de volver a la batalla tenía que saber…

      –¿Se encuentra bien? –le preguntó.

      –¿Y usted?

      Selene intentó llevar aire a sus pulmones.

      –¿Usted qué cree?

      –Interrogarme no hará que se sienta mejor.

      –¿Tan transparente soy?

      –Ahora mismo, sí. ¿Qué quiere saber?

      –¿Aquí?

      –Si quiere… o podría subir a mi habitación.

      A su habitación.

      Selene se mordió los labios para disimular, pero estaba temblando de arriba abajo.

      –¿Cuándo comiste por última vez? –le preguntó Sarantos, tuteándola por primera vez.

      Ah, claro, pensó Selene. Su nerviosismo era debido a la falta de comida, tenía que ser eso.

      –Ayer por la mañana.

      –Pues entonces ya somos dos. Vamos a comer algo.

      Aristedes la llevó a su suite, pidió un cordon bleu, y la animó a comer. Era irreal tener a Aristedes Sarantos a su lado, preocupándose de ella. Y más raro aún estar en su suite, pero no sentirse amenazada. No sabía si alegrarse de que fuera un caballero o sentirse decepcionada.

      Después de cenar, la llevó al salón de la suite, donde sirvió un té de hierbas. No habían hablado mucho durante la cena, ella nerviosa, él pensativo.

      Aristedes se quedó frente a ella, con las manos en los bolsillos del pantalón.

      –Habíamos tenido demasiados enfrentamientos –empezó a decir–, pero el último fue diferente. No parecía él.

      Estaba hablando de su padre, pensó Selene. ¿Por qué había ido al entierro? ¿Se sentiría culpable? Su padre siempre decía que Aristedes Sarantos era inhumano…

      –¿Crees que lo presionaste demasiado? ¿Te sientes responsable de su muerte?

      Aristedes negó con la cabeza.

      –Creo que él se presionaba demasiado en su deseo de no dejarme ganar; o, al menos, no dejar que ganase sin castigarme por ello.

      –Y te sientes responsable.

      Él no refutó esa afirmación.

      –Nunca entendí nuestra enemistad. No éramos rivales, trabajábamos en campos complementarios y deberíamos haber sido aliados.

      –Eso dijo mi padre una vez.

      Aquello era totalmente nuevo para él. Y muy turbador.

      –Pero despreciaba mis orígenes tanto como para no estrechar mi mano.

      –No, eso no es verdad. Mi padre no era arrogante –replicó ella.

      Aristedes

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