Mañana no estás. Lee Child

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para ocho personas, lejos del centro. Era menuda, estaría entre los treinta y los cincuenta años, y parecía tener mucho calor y estar muy cansada. Agarrada de la muñeca tenía una bolsa de supermercado gastada y miraba hacia delante al lugar vacío del lado opuesto con ojos demasiado agotados como para estar viendo algo.

      El que la seguía era un hombre al otro lado, quizás un metro y medio más lejos. Iba solo en su propio conjunto de asientos para ocho personas. Podría haber sido de la península balcánica, o del mar Negro. Pelo oscuro, piel arrugada. Era fibroso, estaba desgastado por el trabajo y el clima. Tenía los pies plantados en el suelo y estaba reclinado hacia delante con los codos en las rodillas. No dormido, pero casi. En animación suspendida, haciendo tiempo, meciéndose con los movimientos del tren. Estaba alrededor de los cincuenta años, con ropa demasiado juvenil para él. Pantalones vaqueros anchos que le llegaban solo hasta las pantorrillas y una camiseta enorme de la NBA con el nombre de un jugador que no reconocí.

      La tercera era una mujer que podría haber sido de África Occidental. Estaba a la izquierda, al sur de las puertas del centro. Cansada, inerte, con la piel negra desteñida y gris por la fatiga y las luces. Tenía puesto un vestido batik muy colorido en combinación con un cuadrado de tela atado en la cabeza. Iba con los ojos cerrados. Conozco Nueva York razonablemente bien. Me considero a mí mismo como un ciudadano del mundo y a Nueva York como la capital del mundo, por lo que puedo entender la ciudad igual que un británico conoce Londres o un francés París. Estoy familiarizado con sus costumbres pero no las conozco de cerca. Pero era una suposición fácil que cualquier conjunto de tres personas como estas ya sentadas en un tren nocturno de la línea 6 más allá de Bleecker en dirección norte eran empleados de limpieza de oficinas yendo a casa después del turno de noche en los alrededores de City Hall, o trabajadores de restaurantes provenientes de Chinatown o Little Italy. Iban probablemente a Hunts Point en el Bronx, o quizás seguían hasta el final del recorrido en Pelham Bay, listos para un descanso breve y errático antes de más días largos.

      Los pasajeros cuarto y quinto eran diferentes.

      El quinto era un hombre. Quizás era de mi edad, y estaba instalado en una posición de cuarenta y cinco grados en el asiento para dos personas opuesto al mío en diagonal, totalmente del otro lado y al fondo del vagón. Estaba vestido de manera casual pero no barata. Pantalones chinos y un polo. Estaba despierto. Tenía los ojos fijos en algún lugar enfrente de él. El foco cambiaba y se reducía constantemente, como si estuviera alerta y especulando. Me hicieron pensar en los ojos de un jugador de béisbol. Tenían una cierta sagacidad perspicaz y calculadora.

      Pero era a la pasajera número cuatro a la que yo miraba.

      Si ve algo, diga algo.

      Estaba sentada en el lado derecho del vagón, sola en el más alejado de los conjuntos de asientos para ocho personas, del otro lado y más o menos a mitad de camino entre la exhausta mujer de África Occidental y el hombre con los ojos de jugador de béisbol. Era blanca y estaría entre los cuarenta y los cincuenta años. Era sencilla. Tenía el pelo negro, con un corte pulcro pero no estiloso, y con un tono oscuro demasiado uniforme como para ser natural. Estaba vestida toda de negro. La podía ver bastante bien. El tipo que estaba más cerca de mí del lado derecho seguía reclinado hacia delante y el hueco en forma de V entre su espalda inclinada y la pared del vagón hacía que mi línea de visión no estuviera interrumpida salvo por un bosque de barras de agarre hechas de acero inoxidable.

      No una vista perfecta, pero lo suficientemente buena como para hacer sonar todas las alarmas de la lista de once puntos. Los apartados de la lista se encendieron como cerezas en una máquina tragaperras.

      Según la contrainteligencia israelí yo estaba mirando a una terrorista suicida.

      DOS

      Descarté el pensamiento de inmediato. No por una cuestión de perfil racial. Las mujeres blancas son tan aptas para la locura como cualquier otra persona. Descarté el pensamiento por una cuestión de implausibilidad táctica. El momento del día estaba mal. El metro de Nueva York supondría un buen objetivo para un atentado suicida. La línea 6 sería tan buena como cualquier otra y mejor que la mayoría. Tiene una estación debajo de la terminal Grand Central. A las ocho de la mañana, a las seis de la tarde, un vagón lleno, cuarenta sentados, 148 de pie, esperar hasta que las puertas se abran hacia los andenes repletos, apretar el botón. Cien muertos, un par de cientos de heridos de gravedad, pánico, daño en la infraestructura, posiblemente incendio, un centro de transporte de los más importantes cerrado por días o semanas y en el que quizás ya no se vuelva a confiar nunca más. Una anotación significativa, para personas cuyas cabezas trabajan de maneras que no podemos entender bien.

      Pero no a las dos de la mañana.

      No en un vagón en el que viajan apenas seis personas. No cuando los andenes de metro de Grand Central solo tendrían basura flotando de acá para allá y vasos desechables vacíos y un par de sin techo viejos sobre los bancos.

      El tren se detuvo en Astor Place. Las puertas se abrieron con un silbido. No se subió nadie. No se bajó nadie. Las puertas se cerraron de vuelta con un golpe y los motores chirriaron y el tren siguió.

      Los puntos de la lista seguían encendidos.

      El primero era uno obvio sin mucha ciencia: vestimenta inapropiada. A estas alturas los cinturones con explosivos están tan evolucionados como los guantes de béisbol. Coge un pedazo de tela resistente de un metro por medio metro, dóblalo una vez longitudinalmente y tienes un bolsillo continuo de veinticinco centímetros de profundidad. Ajústalo alrededor del terrorista y cóselo por la espalda. Los cierres y las hebillas pueden llevar a reconsideraciones. Inserta una estacada de cartuchos de dinamita todo alrededor del bolsillo, cabléalos, rellena los huecos con clavos o rodamientos, cose la parte de arriba para que quede cerrada, añade unas correas para que sostengan el peso desde los hombros. Del todo efectivo, pero del todo abultado. La única manera práctica de esconderlo, una prenda de vestir una talla por encima de lo adecuado, como una parka de invierno acolchada. Nunca apropiada para el Medio Oriente, y plausible en Nueva York quizás tres meses de doce.

      Pero era septiembre, y hacía tanto calor como si fuera verano, y bajo tierra diez grados más. Yo estaba en camiseta. La pasajera número cuatro tenía puesto un abrigo de plumas North Face, negro, grueso, brillante, un poco demasiado grande y cerrado hasta la barbilla.

      Si ve algo, diga algo.

      Pasé de largo el segundo de los once puntos. No inmediatamente aplicable. El segundo punto es: un andar robótico. Significativo en un puesto de control o en un mercado repleto de gente o afuera de una iglesia o de una mezquita, pero irrelevante para un sospechoso sentado en el transporte público. Los terroristas suicidas caminan de manera robótica no porque estén abrumados de éxtasis por pensar en la inminente inmolación sino porque están cargando veinte kilos extra de peso desacostumbrado, que se les está clavando en los hombros a través de las correas, y porque están drogados. El atractivo de la inmolación tiene sus limitaciones. La mayoría de los terroristas suicidas son gente simple intimidada, con una barrita de pasta de opio crudo entre la mejilla y la encía. Esto lo sabemos porque los cinturones de dinamita explotan con una onda de presión característica en forma de donut que enrolla hacia arriba el torso en una fracción de nanosegundo y hace que la cabeza salga volando limpia de los hombros. La cabeza humana no está atornillada. Solo permanece ahí por la gravedad, de alguna manera agarrada por piel y músculos y tendones y ligamentos, pero esos insustanciales sostenes biológicos no hacen mucho contra la fuerza de una violenta explosión química. Mi mentor israelí me dijo que la manera más fácil de determinar si un ataque con bombas al aire libre fue llevado a cabo por un terrorista suicida y no por un coche o un paquete bomba es registrar en un radio de veinte o treinta metros y buscar una cabeza humana cercenada, que probablemente esté extrañamente intacta e indemne,

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