Mañana no estás. Lee Child

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esperar a la hora pico.

      No respondió.

      —Seis horas más —dije—. Ahí va a funcionar mucho mejor.

      Sus manos se movieron, dentro de la mochila.

      —No ahora —dije.

      No dijo nada.

      —Solo una —dije—. Muéstreme una mano. No necesita las dos ahí dentro.

      El tren frenó fuerte. Me tambaleé hacia atrás y volví a ir hacia delante y me estiré hacia arriba para alcanzar la barra cerca del techo. Mis manos estaban húmedas. El acero se sintió caliente. Grand Central, pensé. Pero no. Miré por la ventanilla esperando luces y azulejos blancos y en cambio vi el brillo de una tenue lámpara azul. Nos estábamos deteniendo en el túnel. Mantenimiento, o señalización.

      Me di la vuelta.

      —Muéstreme una mano —volví a decir.

      La mujer no respondió. Me estaba mirando la cintura. Con las manos en alto se me había levantado la camiseta y la cicatriz en la parte baja de la tripa quedaba a la vista por encima del pantalón. Piel blanca en relieve, dura y rugosa. Puntos grandes y crudos, como un dibujo animado. Esquirlas, de un coche-bomba en Beirut, mucho tiempo atrás. Estuve a cien metros de la explosión.

      Estaba noventa y nueve metros más cerca de la mujer en el asiento.

      Miraba fijamente. La mayoría de la gente pregunta cómo me hice la cicatriz. No quería que ella me preguntara. No quería hablar de bombas. No con ella.

      —Muéstreme una mano —dije.

      —¿Por qué? —preguntó ella.

      —No necesita tener dos ahí dentro.

      —¿Entonces a usted para qué le sirve?

      —No lo sé —dije. No sabía exactamente qué era lo que estaba haciendo. No soy un negociador de rehenes. Solo estaba hablando por hablar. Lo cual no es característico. Por lo general soy una persona callada. Habría sido estadísticamente muy poco probable para mí morir en medio de una frase.

      Quizás por eso estaba hablando.

      La mujer movió las manos. La vi pasar dentro de la mochila a un agarre de una sola mano con la derecha y sacó la izquierda despacio. Pequeña, pálida, débilmente recorrida por venas y tendones. Piel de mediana edad. Uñas sin pintar, cortas. Ningún anillo. No casada, no comprometida. Giró la mano, para mostrarme el otro lado. La palma vacía, roja porque tenía calor.

      —Gracias —dije.

      Apoyó la mano con la palma hacia abajo en el asiento de al lado de ella y la dejó ahí, como si no tuviera nada que ver con el resto de su persona. Lo cual era así, a estas alturas. El tren se detuvo en la oscuridad. Bajé las manos. El dobladillo de mi camiseta volvió a donde le correspondía.

      —Ahora muéstreme qué hay en la mochila —dije.

      —¿Por qué?

      —Solo lo quiero ver. Sea lo que sea.

      No respondió.

      No se movió.

      —No voy a tratar de quitárselo —dije—. Se lo prometo. Solo lo quiero ver. Estoy seguro de que lo puede entender.

      El tren volvió a arrancar. Aceleración lenta, sin sacudidas, velocidad baja. Una entrada suave a la estación. Un deslizamiento lento. Quizás doscientos metros, pensé.

      —Creo que al menos tengo derecho a verla —dije—. ¿No lo cree?

      Hizo un gesto con la cara, como si no entendiera.

      —No veo por qué usted tiene derecho a verla —dijo.

      —¿No?

      —No.

      —Porque soy parte de esto. Y quizás puedo ver si está bien preparada. Para después. Porque esto lo tiene que hacer después. No ahora.

      —Usted dijo que era policía.

      —Esto lo podemos solucionar —dije—. Puedo ayudarle. —Miré por encima de mi hombro. El tren avanzaba lentamente. Luz blanca más adelante. Me di la vuelta. La mano derecha de la mujer se estaba moviendo. La estaba ajustando en un agarre más firme y la estaba sacando despacio de la mochila, todo a la vez.

      Miré. La mochila se le enganchó en la muñeca y usó su mano izquierda para mover la correa. Apareció la mano derecha.

      No una batería. Nada de cables. Ningún interruptor, ningún botón, ningún detonador.

      Algo totalmente distinto.

      CINCO

      La mujer tenía un arma en la mano. Estaba apuntando directamente a mí. Hacia abajo, al medio, en una línea entre mis ingles y mi ombligo. Todo tipo de cosas necesarias en esa región. Órganos, columna, intestinos, arterias y venas varias. El arma era un Ruger Speed-Six. Un revólver .357 Magnum grande y viejo con un cañón corto de diez centímetros, capaz de hacerme un agujero lo suficientemente grande como para ver la luz del otro lado.

      Pero en suma yo estaba mucho más contento de lo que había estado un segundo antes. Muchas razones. Las bombas matan a todas las personas al mismo tiempo, las armas matan de uno en uno. Las bombas no necesitan puntería, y las armas sí. El Speed-Six pesa alrededor de un kilo totalmente cargado. Mucha masa que controlar para una muñeca delgada. Y los disparos de Magnum sacan por el cañón un fogonazo fuerte y dan un culatazo riguroso. Si ella hubiera usado antes el arma lo sabría. Tendría lo que entre tiradores se conoce como el sobresalto del Magnum. Un instante antes de apretar el gatillo el brazo se le contraería y los ojos se le cerrarían y giraría la cabeza. Había una buena probabilidad de que fallara en el disparo, incluso a dos metros. La mayoría de las armas cortas erran en el disparo. Quizás no en un polígono, con protector auditivo y protector visual y tiempo y calma y nada en juego. Pero en el mundo real, con pánico y estrés y temblando y con el corazón acelerado, las armas cortas son una cuestión de suerte, buena o mala. La mía y la de ella.

      Si erraba no iba a conseguir un segundo tiro.

      —Tranquila —dije. Solo para emitir algún sonido. Su dedo estaba blanco ahuesado en el gatillo, pero todavía no lo había movido. El Speed-Six es un revólver de doble acción, lo cual significa que la primera mitad del movimiento del gatillo tira el martillo hacia atrás y hace girar el tambor. La segunda mitad suelta el martillo y dispara el arma. Mecánica compleja, que lleva tiempo. No mucho, pero un poco. Me quedé mirando el dedo de ella. Sentí al tipo con los ojos de jugador de béisbol, mirando. Supuse que mi espalda bloqueaba la vista en la parte de más allá del vagón.

      —Usted no tiene ningún problema conmigo, señora —dije—. Ni siquiera me conoce. Baje el arma y hablemos.

      No respondió. Quizás hizo algún gesto con la cara, pero yo no estaba mirando su cara. Estaba mirando su dedo. Era la única parte de ella que me interesaba. Y estaba concentrado en las vibraciones que venían del suelo. Esperando que el vagón se detuviera. El pasajero loco ese

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