Mañana no estás. Lee Child

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Mañana no estás - Lee Child

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—dijo—. Las señales serían las mismas, imagino. Pero aún así fue un falso positivo.

      —Mejor que un falso negativo.

      —Supongo —volvió a decir.

      Pregunté:

      —¿Sabemos quién era?

      —Todavía no. Pero lo vamos a averiguar. Me dicen que encontraron llaves y una cartera en la escena. Probablemente sean definitivas. ¿Pero qué hay del abrigo de invierno?

      —No tengo ni idea —dije.

      Se quedó en silencio, como si estuviera profundamente desilusionada. Dije:

      —Estas cosas son siempre proyectos de desarrollo continuo. Personalmente, creo que deberíamos añadir además un punto doce a la lista de las mujeres. Si una mujer terrorista se quita el velo de la cabeza, va a haber una pista por el bronceado, igual que en los hombres.

      —Buen punto —dijo.

      —Y leí un libro que decía que la parte sobre las vírgenes es una mala traducción. La palabra es ambigua. Es de un pasaje que está lleno de imaginería de comida. Leche y miel. Probablemente significa pasas de uva. Grandes, y posiblemente acarameladas o azucaradas.

      —¿Se matan por pasas de uva?

      —Me encantaría ver qué cara ponen.

      —¿Es lingüista usted?

      —Hablo inglés —dije—. Y francés. ¿Y por qué una terrorista suicida querría vírgenes de todas formas? Muchos textos sagrados están mal traducidos. Especialmente cuando tienen que ver con vírgenes. Incluso el Nuevo Testamento, probablemente. Hay gente que dice que María era una madre primeriza, eso es todo. De la palabra hebrea. No una virgen. Los escritores del texto original se reirían, viendo lo que hemos hecho con todo eso.

      Theresa Lee no hizo ningún comentario al respecto. En cambio preguntó:

      —¿Está usted bien?

      Me lo tomé como una indagación acerca de si había quedado conmocionado. Acerca de si me deberían ofrecer algún tipo de asistencia. Quizás porque me tomó por un hombre taciturno que estaba hablando mucho. Pero me equivoqué. Dije:

      —Estoy bien.

      Y ella pareció un poco sorprendida y dijo:

      —De ser yo, estaría lamentando el haberme acercado. En el tren. Creo que usted la llevó al límite. Un par de estaciones más y podría haber superado lo que fuera que la estuviese haciendo sentir mal.

      Después de eso nos quedamos ahí sentados en silencio por un minuto y entonces el sargento voluminoso metió la cabeza y con un gesto le dijo a Lee que saliera al pasillo. Escuché una conversación breve y en voz muy baja y después Lee volvió a entrar y me pidió que fuera con ella a la calle 35 Oeste. A la comisaría del distrito.

      —¿Por qué? —pregunté.

      Dudó.

      —Formalismos —dijo—. Para que se tome nota de su declaración, para cerrar el expediente.

      —¿Tengo alguna opción en el asunto?

      —No siga por ahí —dijo—. La lista israelí tiene algo que ver. Podríamos llamar a todo esto un asunto de seguridad nacional. Usted es un testigo material, podríamos retenerle hasta que se haga viejo y se muera. Mejor simplemente cooperar como un buen ciudadano.

      Así que me encogí de hombros y la seguí mientras salíamos del laberinto de Grand Central a la avenida Vanderbilt, donde tenía aparcado su coche. Era un Ford Crown Victoria no identificable, maltratado y sucio, pero funcionaba bien. Nos llevó hasta la calle 35 Oeste sin problemas. Entramos por un portal viejo y grande y me llevó escaleras arriba hasta una sala de interrogatorios. Dio un paso hacia atrás y esperó en el pasillo y me dejó pasar primero. Después se quedó en el pasillo y cerró la puerta detrás de mí y echó el pestillo por fuera.

      OCHO

      Theresa Lee volvió veinte minutos más tarde con las plantillas de un expediente oficial y con otro individuo. Puso el expediente en la mesa y presentó al otro individuo como su compañero. Dijo que su nombre era Docherty. Dijo que había venido con unos cuantos interrogantes que quizás deberían haber sido preguntados y respondidos al principio.

      —¿Qué interrogantes? —pregunté.

      Primero me ofreció café e ir al baño. Dije que sí a las dos. Docherty me escoltó por el pasillo y cuando volvimos había tres vasos desechables sobre la mesa, al lado del expediente. Dos cafés, un té. Docherty cogió el segundo café y dijo:

      —Repase todo de nuevo.

      Y eso hice, de manera concisa, básica, y Docherty se escandalizó un poco por el tema de que la lista israelí había dado un falso positivo, lo mismo que le había pasado a Lee. Le respondí de la misma manera que le había respondido a ella, diciendo que un falso positivo era mejor que un falso negativo, y que mirándolo desde el punto de vista de la mujer muerta, que estuviese dirigiéndose hacia una salida para ella sola o planeando llevarse a un montón gente con ella podía no alterar los síntomas personales que estaba desplegando. Durante cinco minutos estuvimos inmersos en una atmósfera catedrática, tres personas razonables discutiendo acerca de un fenómeno interesante.

      Después el tono cambió.

      Docherty preguntó:

      —¿Cómo se sintió usted?

      —¿Con qué? —pregunté.

      —Cuando ella se estaba matando.

      —Contento de que no me estuviera matando a mí.

      —Somos detectives de homicidios —dijo Docherty—. Tenemos que revisar todas las muertes violentas. Entiende eso, ¿no? Por si acaso.

      —¿Por si acaso qué? —dije.

      —Por si acaso hay más de lo que parece.

      —No hay. Se disparó a sí misma.

      —Dice usted.

      —Nadie puede decir lo contrario. Porque eso fue lo que sucedió.

      —Siempre hay escenarios alternativos —dijo Docherty.

      —¿Usted cree?

      —Quizás le disparó usted.

      Theresa Lee me miró de manera solidaria.

      —No le disparé yo —dije.

      —Quizás el arma era de usted —dijo Docherty.

      —No era mía —dije—. Era una pieza de un kilo. No llevo mochila.

      —Usted es voluminoso. Pantalones grandes. Bolsillos grandes.

      Theresa

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