Mañana no estás. Lee Child

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Mañana no estás - Lee Child

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Franz Kafka y George Orwell me habrían dado el mismo consejo. Así que me encogí de hombros y les dije que siguieran adelante e hicieran sus preguntas.

      Empezaron diciendo que estaban al tanto de mi servicio militar y que lo respetaban mucho, lo cual era una frase trillada, lugar común de mierda o significaba que habían sido reclutados de la Policía Militar ellos mismos. Nadie respeta a un policía militar salvo otro policía militar. Después dijeron que me iban a observar muy atentamente e iban a saber si estaba diciendo la verdad o mentía. Lo cual eran puras estupideces, porque solo los mejores entre nosotros pueden hacer eso, y estos tipos no eran los mejores entre nosotros, de lo contrario habrían estado en cargos de rango muy superior, lo cual significaría que en ese mismo momento habrían estado en casa y dormidos en algún vecindario residencial de Virginia, en lugar de estar yendo de acá para allá por la I-95 en medio de la noche.

      Pero yo no tenía nada que esconder, así que les volví a decir que siguieran adelante.

      Tenían tres áreas de interés. La primera: ¿Conocía yo a la mujer que se había matado en el tren? ¿La había visto antes?

      Dije:

      —No.

      Breve y afable, tranquilo pero firme.

      No siguieron con cuestiones suplementarias. Lo cual me indicó de manera brusca quiénes eran y qué estaban haciendo exactamente. Eran el equipo B de alguien, enviados al norte para poner fin a una investigación en curso. Estaban aislándola, enterrándola, marcando una línea debajo de algo que para empezar había hecho sospechar a alguien solo a medias. Querían una respuesta negativa a cada pregunta, para que el expediente se pudiera cerrar y se finalizara el asunto. Querían una ausencia positiva de cabos sueltos, y no querían llamar la atención sobre el tema volviéndolo un gran drama. Querían volver a la autopista con todo olvidado.

      La segunda pregunta fue: ¿Conocía yo a una mujer llamada Lila Hoth?

      Dije:

      —No.

      Porque no la conocía. No en ese momento.

      La tercera pregunta fue más bien un diálogo sostenido. Lo abrió el agente que lideraba. El hombre principal. Era un poco más viejo y un poco más pequeño que los otros dos. Quizás también un poco más inteligente. Dijo:

      —Usted abordó a la mujer en el tren.

      No respondí. Estaba ahí para contestar preguntas, no para comentar afirmaciones.

      El tipo preguntó:

      —¿Cuán cerca llegó?

      —Dos metros —dije—. Poco más o menos.

      —¿Lo suficientemente cerca como para tocarla?

      —No.

      —Si usted hubiera estirado el brazo, y ella hubiera estirado el suyo, ¿se podrían haber tocado las manos?

      —Quizás —dije.

      —¿Eso es un sí o un no?

      —Es un quizás. Sé cuán largos son mis brazos. No sé cuán largos eran los de ella.

      —¿Ella le dio algo a usted?

      —No.

      —¿Tomó alguna cosa de ella después de que estuviera muerta?

      —No.

      —¿Alguna otra persona?

      —No que yo viera.

      —¿Vio que se le cayera algo de la mano, o de la mochila, o de la ropa?

      —No.

      —¿Ella le dijo algo?

      —Nada importante.

      —¿Habló con alguien más?

      —No.

      El tipo preguntó:

      —¿Podría vaciar sus bolsillos?

      Me encogí de hombros. No tenía nada que esconder. Fui a un bolsillo por vez y puse los contenidos sobre la mesa maltrecha. Un fajo doblado de dinero en efectivo, y algunas monedas. Mi viejo pasaporte. Mi tarjeta de débito. Mi cepillo de dientes plegable. La Metrocard que me había permitido subir al metro para empezar. Y la tarjeta de presentación de Theresa Lee.

      El tipo revolvió un poco mis cosas con un solo dedo estirado y le hizo un gesto con la cabeza a uno de sus subordinados, que se acercó para palparme. Ejecutó un trabajo semiexperto y no encontró nada más y negó con la cabeza.

      El tipo más importante dijo:

      —Gracias, señor Reacher.

      Y después se fueron, los tres, tan deprisa como habían entrado. Yo estaba un poco sorprendido, pero lo suficientemente contento. Volví a poner mis cosas en los bolsillos y esperé a que ya no estuvieran en el pasillo y después salí. El sitio estaba tranquilo. Vi a Theresa Lee sin hacer nada en un escritorio y a su compañero Docherty guiando a un individuo a través del sector de la brigada hasta un cubículo al fondo. El individuo era de cuarenta y algo y de estatura media y estaba agotado. Tenía puesta una camiseta gris arrugada y un pantalón deportivo rojo. Había salido de su casa sin peinarse. Eso estaba claro. El pelo era canoso y se le desparramaba para todos lados. Theresa Lee me vio mirando y dijo:

      —Miembro de la familia.

      —¿De la mujer?

      Lee asintió:

      —Tenía información de contacto en la cartera. Es el hermano. Es policía. De un pueblo en Nueva Jersey. Se subió al coche y vino directo.

      —Pobre hombre.

      —Lo sé. No le pedimos que hiciera la identificación formal. Está demasiado destrozada. Le dijimos que era conveniente un ataúd cerrado. Lo entendió.

      —¿Así que están seguros de que es ella?

      Lee asintió de nuevo:

      —Huellas digitales.

      —¿Quién era?

      —No estoy autorizada a decirlo.

      —¿Ya no tengo nada más que hacer aquí?

      —¿Los federales terminaron con usted?

      —Aparentemente.

      —Entonces váyase. Ya terminó.

      Llegué a lo alto de la escalera y ella me llamó. Dijo:

      —No dije en serio lo de que la llevó al límite.

      —Sí lo dijo en serio —dije—. Y puede que haya tenido razón.

      Salí al fresco del amanecer y doblé a la izquierda en la calle 35 y fui hacia el este. Ya

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