Mañana no estás. Lee Child

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Mañana no estás - Lee Child

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más? —preguntó.

      —Había un pasajero que se fue antes de que la policía hablara con él.

      —¿Quién?

      —Un tipo. Los agentes se figuraron que seguro no quería que su nombre quedara en el sistema. Se figuraron que quizás estaba engañando a su esposa.

      —Es posible.

      —Sí —dije—. Es posible.

      —¿Y?

      —Tanto los federales como los que trabajaban por su cuenta me preguntaron si tu hermana me había dado algo.

      —¿Un algo de qué tipo?

      —No especificaron. Imagino que algo pequeño.

      —¿Quiénes eran los federales?

      —No lo dijeron.

      —¿Quiénes eran los que trabajaban por su cuenta?

      Me separé un poco del asiento y saqué del bolsillo trasero la tarjeta de presentación. Cartulina barata, ya arrugada, y ya un poco azul por mis pantalones. Pantalones nuevos, tinte fresco. La apoyé y le di la vuelta y la deslicé sobre la mesa. Jake la leyó despacio, quizás dos veces. Cierto y Seguro, Inc. Protección, Investigación, Intervención. El número de teléfono. Sacó un móvil y marcó. Escuché un retraso y un animado ding-dong de tres notas y un mensaje grabado. Jake cerró el teléfono y dijo:

      —Fuera de servicio. Número falso.

      TRECE

      Hice que me volvieran a servir café una vez más. Jake miraba a la camarera como si nunca hubiera oído una cosa tal. Finalmente ella perdió el interés y se fue. Jake deslizó la tarjeta de presentación hacia mí. La cogí y me la guardé en el bolsillo y dijo:

      —No me gusta esto.

      —A mí tampoco me gustaría —dije.

      —Deberíamos volver y hablar con la policía.

      —Se suicidó, Jake. Esa es la conclusión. Eso es todo lo que necesitan saber. No les importa cómo o dónde o por qué.

      —Debería.

      —Tal vez. Pero no les importa. ¿A ti te importaría?

      —Probablemente no —dijo. Vi cómo sus ojos se quedaban sin expresión. Quizás estaba repasando mentalmente casos viejos. Casas adosadas, calles arboladas, abogados viviendo la gran vida a costa del dinero del fideicomiso de sus clientes, incapaces de resarcirse, escabulléndose por anticipado de la vergüenza y el escándalo y la inhabilitación. O maestros, con alumnas embarazadas. U hombres de familia, con novios en Chelsea o en el West Village. Policías locales, llenos de tacto y de una áspera simpatía, grandes e intrusivos en las viviendas pulcras y tranquilas, revisando la escena, estableciendo hechos, escribiendo informes, cerrando expedientes, olvidando, pasando a lo que viniera después, sin que les importe cómo y dónde y por qué.

      —¿Tienes una teoría? —dijo.

      —Es demasiado pronto para una teoría —dije—. Por el momento lo único que tenemos son hechos.

      —¿Qué hechos?

      —El Pentágono no confiaba del todo en tu hermana.

      —Es fuerte decir eso.

      —La estaban vigilando, Jake. Tiene que haber sido así. Apenas se mencionó su nombre en las comunicaciones, esos federales ensillaron sus caballos. Tres. Eso era un procedimiento.

      —No se quedaron mucho.

      Asentí:

      —Lo cual significa que no desconfiaban tanto. Estaban siendo precavidos, eso es todo. Quizás tenían alguna cosilla en la mente, pero no se la creían demasiado. Vinieron hasta aquí para descartarla.

      —¿Qué tipo de cosa?

      —Información —dije—. Eso es todo lo que tiene el Comando de Recursos Humanos.

      —¿Creyeron que estaba pasando información?

      —Querían descartar la posibilidad.

      —Lo cual significa que en algún momento esa posibilidad existió.

      Asentí de nuevo:

      —Quizás la vieron en la oficina equivocada, abriendo el cajón de expedientes equivocado. Quizás supusieron que había una explicación inocente, pero querían estar seguros. O quizás se perdió algo y no sabían a quién vigilar, así que los estaban vigilando a todos.

      —¿Qué tipo de información?

      —No tengo ni idea.

      —¿La copia de un expediente o algo así?

      —Más pequeño —dije—. Un papel doblado, una memoria de ordenador. Algo que pudiera pasar de una mano a otra en un vagón de metro.

      —Ella era una patriota. Amaba su país. No haría eso.

      —Y no lo hizo. No le dio nada a nadie.

      —Entonces no tenemos nada.

      —Tenemos a tu hermana a cientos de kilómetros de su casa con un arma cargada.

      —Y asustada —dijo Jake.

      —Usando un abrigo de invierno con treinta grados de calor.

      —Con dos nombres dando vueltas —dijo—. John Sansom y Lila Hoth, sean quienes sean. Y Hoth suena extranjero.

      —Igual que Markakis, érase una vez.

      Se volvió a quedar callado y yo bebí un trago de café. En la Octava el tráfico se estaba volviendo más lento. Estaba llegando la hora pico de la mañana. Había salido el sol, un poco al sur del este. Sus rayos no estaban alineados con la cuadrícula de las calles. Llegaban con un ángulo bajo y proyectaban sombras diagonales y largas.

      Jake dijo:

      —Dime alguna pista para poder empezar.

      —No sabemos lo suficiente —dije yo.

      —Conjetura.

      —No puedo. Podría inventar una historia, pero estaría llena de huecos. Y para empezar podría ser una historia del todo equivocada.

      —Inténtalo. Dame algo. A modo lluvia de ideas.

      Me encogí de hombros:

      —¿Has conocido alguna vez a ex Fuerzas Especiales?

      —Dos o tres. Quizás cuatro o cinco, contando los policías estatales que conocí.

      —Probablemente no conociste

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