Mañana no estás. Lee Child

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Mañana no estás - Lee Child

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vieron los aviones cuando impactaban en las torres. Todos los vieron, si les haces caso. En ese momento nadie estaba mirando para otro lado. Los que dicen que fueron Fuerzas Especiales por lo general están mintiendo. La mayoría no pasaron de la infantería. Algunos ni siquiera estuvieron nunca en el Ejército. La gente adorna las cosas.

      —Como mi hermana.

      —Es la naturaleza humana.

      —¿Cuál es tu punto?

      —Estoy elaborando con lo que tenemos. Tenemos dos nombres aleatorios, una época de elecciones que empieza y a tu hermana en el Comando de Recursos Humanos.

      —¿Crees que John Sansom miente acerca de su pasado?

      —Probablemente no —dije—. Pero es un área común de exageraciones. Y la política es un negocio sucio. Puedes apostar a que ahora mismo alguien está investigando al individuo que le hizo el servicio de tintorería hace veinte años, queriendo saber si tenía la green card. Así que viene dado asumir que la gente está verificando punto por punto su verdadera biografía. Es un deporte nacional.

      —Así que Lila Hoth quizás sea una periodista. O una investigadora. Noticias por cable, o algo. O de la radio.

      —Quizás es la rival de Sansom.

      —No con ese nombre. No en Carolina del Norte.

      —Vale, digamos que es una periodista o una investigadora. Quizás puso contra la pared a un empleado del Comando de Recursos Humanos por el historial de servicio de Sansom. Quizás eligió a tu hermana.

      —¿Con qué la podía presionar?

      —Ese es el primer gran hueco de la historia —dije. Lo cual era cierto. Susan Mark estaba desesperada y aterrorizada. Era difícil imaginar a una periodista encontrando algo que le permitiera ejercer una presión de ese tipo. Los periodistas pueden ser manipuladores y persuasivos, pero nadie les tiene particularmente miedo.

      —¿Susan se interesaba por la política? —pregunté.

      —¿Por qué?

      —Quizás no le gustaba Sansom. No le gustaba lo que representaba. Quizás estaba cooperando. O actuando como voluntaria.

      —¿Entonces por qué iba a estar tan asustada?

      —Porque estaba infringiendo la ley —dije—. Debe de haber tenido el corazón saliéndosele por la boca.

      —¿Y por qué tenía el revólver?

      —¿Normalmente no lo llevaba?

      —Nunca. Era una reliquia familiar. Lo guardaba en el cajón de los calcetines, como se suele hacer.

      Me encogí de hombros. El arma era el segundo gran hueco en la historia. La gente saca las armas de los cajones de calcetines por distintos motivos. Protección, agresión. Pero nunca por si en una de esas llegan a sentir de repente el impulso de matarse lejos de casa.

      —Susan no se interesaba por la política —dijo Jake.

      —Vale.

      —Por lo cual no puede haber una conexión con Sansom.

      —¿Entonces por qué surgió el nombre de él?

      —No sé.

      —Susan debe de haber venido conduciendo —dije—. No se puede subir un arma a un avión. Probablemente la grúa se esté llevando su coche en este momento. Debe de haber venido por el Túnel Holland y debe de haber aparcado por Downtown.

      Jake no respondió. Mi café estaba frío. La camarera ya no iba a volver a llenar la taza. Éramos una mesa no rentable. El resto de la clientela ya había cambiado dos veces. Trabajadores, moviéndose deprisa, metiéndose comida, preparándose para un día ajetreado. Me imaginé a Susan Mark doce horas más temprano, preparándose para una noche ajetreada. Vistiéndose. Cogiendo el revólver del padre, cargándolo, metiéndolo en la mochila negra. Subiéndose al coche, tomando la 236 hasta la Circunvalación, yendo en el sentido de las agujas del reloj, quizás echando gasolina, alcanzando los 150, dirigiéndose hacia el norte, los ojos grandes y desesperados, perforando al frente la oscuridad.

      Conjetura, había dicho Jake. Pero de repente yo no quería. Porque podía escuchar en mi cabeza a Theresa Lee. La detective. Usted la llevó al límite. Jake me vio pensando y preguntó:

      —¿Qué?

      —Asumamos que tenían algo con qué presionarla —dije—. Asumamos que era totalmente convincente. Así que asumamos que Susan iba camino de entregar la información que le hubieran dicho que consiguiera. Y asumamos que esta era gente mala. Ella no confiaba en que la fueran a dejar tranquila con lo que fuera que la estaban presionando. Probablemente ella pensaba que iban a subir la apuesta y pedir más. Estaba dentro, y no veía ninguna manera de salir. Y por encima de todo, les tenía mucho miedo. Así que estaba desesperada. Así que cogió el arma. Posiblemente pensó que podía pelear para salir del lugar, pero no era optimista en cuanto a sus posibilidades. En conjunto, no pensaba que las cosas fueran a terminar bien.

      —¿Entonces?

      —Tenía que encargarse de esos negocios. Casi había llegado. Nunca tuvo la intención de dispararse.

      —¿Pero qué hay de la lista? ¿Los comportamientos?

      —La misma diferencia —dije—. Iba camino a algún lugar en el que esperaba que algún otro acabara con su vida, quizás de alguna otra manera, literal o figuradamente.

      CATORCE

      Jacob Mark dijo: “Eso no explica el abrigo”. Pero yo pensaba que estaba equivocado. Yo pensaba que explicaba el abrigo bastante bien. Y explicaba el hecho de que hubiera aparcado en el centro y hubiera viajado hacia el norte de la ciudad en metro. Me figuré que estaba buscando llegar a la persona con la que se tuviera que encontrar desde un ángulo inesperado, saliendo de un agujero en el suelo, armada, vestida toda de negro, lista para algún enfrentamiento en la oscuridad. Quizás la parka de invierno era el único abrigo negro que tenía.

      Y explicaba también todo lo demás. El terror, la sensación de fatalidad. Quizás el balbuceo había sido su manera de ensayar súplicas, o justificaciones, o argumentos, o quizás incluso amenazas. Quizás repetirlas una y otra vez las volvía para ella más convincentes. Más plausibles. Más tranquilizadoras.

      Jake dijo:

      —No puede haber estado de camino a entregar algo, porque no llevaba nada encima.

      —Puede haber tenido algo —dije—. En la cabeza. Me dijiste que tenía muy buena memoria. Unidades, fechas, recorridos, lo que necesitaran.

      Hizo una pausa, e intentó encontrar una razón para estar en desacuerdo.

      No lo logró.

      —Información clasificada —dijo—. Secretos del Ejército. Dios, no me lo puedo creer.

      —Estaba bajo presión, Jake.

      —¿Pero qué clase de secretos tiene una oficina de personal, que valgan como para que te maten?

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