Mañana no estás. Lee Child

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Mañana no estás - Lee Child

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para sutilezas a bajas velocidades. No es posible estabilizar suavemente. Se clavan y se sacuden y rechinan. Los trenes a menudo patinan el último metro con las ruedas bloqueadas. De ahí el chillido característico mientras frenan.

      Supuse que lo mismo aplicaría incluso después del andar lento con el que veníamos. Quizás más aún, relativamente hablando. El arma era esencialmente un peso en el extremo de un péndulo. Un brazo largo y delgado, un kilo de acero. Cuando los frenos mordieran los raíles, el impulso se iba a llevar el arma hacia delante. Hacia el Uptown. Las leyes de Newton. Yo estaba preparado para ir contra mi propio impulso y empujarme de las barras hacia el otro lado y saltar en dirección al Downtown. Con que el arma se moviera solo quince centímetros al norte y yo me moviera solo quince centímetros al sur estaría a salvo.

      Quizás con diez centímetros ya estaría bien.

      O doce y medio, para estar seguro.

      La mujer preguntó:

      —¿Dónde se hizo la cicatriz?

      No respondí.

      —¿Un disparo?

      —Una bomba.

      Movió la boca de la pistola, hacia su izquierda y mi derecha. Apuntó a donde el dobladillo de mi camiseta escondía la cicatriz.

      El tren siguió avanzando. Ya en la estación. Infinitamente lento. Apenas a paso humano. Los andenes de Grand Central son largos. El vagón delantero estaba haciendo todo el recorrido hasta el final. Esperé a que los frenos mordieran los raíles. Supuse que iba a haber una buena sacudida.

      Nunca llegamos a tanto.

      El cañón volvió a mi centro de masa. Después se puso vertical. Por un instante creí que la mujer se estaba rindiendo. Pero el cañón siguió su viaje. La mujer levantó alto el mentón, como un gesto orgulloso y obstinado. Apoyó la boca de la pistola en la carne blanda de debajo. Oprimió el gatillo hasta la mitad. El tambor giró y el martillo al moverse hacia atrás raspó el nylon de su abrigo.

      Después terminó de apretar el gatillo y se voló la cabeza.

      SEIS

      Las puertas no se abrieron por un largo rato. Quizás alguien había usado el intercomunicador de emergencia o el conductor había oído el disparo. Fuera lo que fuera, el sistema pasó a modo de bloqueo total. Era indudablemente algo ensayado. Y el procedimiento tenía mucho sentido. Mejor que una persona armada enloquecida quedara contenida en un solo vagón, en lugar de que se le permitiera andar corriendo por toda la ciudad.

      Pero la espera no fue agradable. Los cartuchos del .357 Magnum se inventaron en 1935. ‘Magnum’ es grande en latín. Una munición más pesada, y mucha más carga propulsora. Técnicamente la carga propulsora no explota. Deflagra, que es un proceso químico a medio camino entre arder y explotar. La idea es crear una burbuja enorme de gas caliente que acelera la bala a lo largo del cañón, como una primavera reprimida. Normalmente el gas sale por la boca del arma detrás de la bala y se prende fuego con el oxígeno del aire alrededor. De ahí el fogonazo. Pero con un disparo a la cabeza haciendo pleno contacto como el que había elegido la pasajera número cuatro, la bala hace un agujero en la piel y el gas a continuación bombea hacia dentro. Se expande violentamente debajo de la piel y o bien se abre paso y desgarra una herida de salida enorme y con forma de estrella o hace volar del mismo hueso toda la carne y toda la piel y desenvuelve el cráneo completamente, como al pelar un plátano de arriba abajo.

      Eso fue lo que pasó en este caso. La cara de la mujer quedó reducida a jirones y andrajos de carne sanguinolenta colgando del hueso destrozado. La bala había viajado verticalmente a través de la boca y había vertido su enorme energía cinética en el cráneo de la mujer, y la gran presión repentina había buscado un desahogo y lo había encontrado donde las placas del cráneo se habían sellado allá lejos en la infancia. De golpe se habían abierto de nuevo y la presión había pegado tres o cuatro fragmentos grandes de hueso por toda la pared encima y detrás de ella. De un modo u otro su cabeza básicamente había desaparecido. Pero la fibra de vidrio antigrafiti estaba cumpliendo su función. Hueso blanco y sangre oscura y tejido gris estaban chorreando por la superficie resbaladiza, sin pegarse, dejando a medida que caían un rastro de caracol. El cuerpo de la mujer había colapsado y había quedado derrumbado sobre el asiento. El dedo índice derecho estaba todavía enganchado en el guardamonte. El arma había rebotado en el muslo y había quedado en el asiento de al lado de ella.

      El sonido del disparo todavía resonaba en mis oídos. Por detrás de mí podía escuchar ruidos apagados. Podía oler la sangre de la mujer. Me incliné hacia delante y revisé la mochila. Vacía. Bajé la cremallera del abrigo y lo abrí. No había nada. Solo una blusa blanca de algodón y el hedor de haber vaciado intestino y vejiga.

      Busqué el tablero de emergencia y llamé yo mismo al conductor. Dije: “Suicidio por disparo de arma de fuego. Penúltimo vagón. Ya terminó. Estamos seguros. No hay más amenazas”. No quería esperar hasta que el Departamento de Policía de Nueva York juntara escuadrones de SWAT y chalecos antibala y fusiles y llegaran con el mayor sigilo. Eso podía llevar mucho tiempo.

      No recibí respuesta del conductor. Pero un minuto después se oyó su voz a través del altavoz. Dijo: “Se informa a los pasajeros de que las puertas permanecerán cerradas por unos minutos debido a un incidente en curso”. Hablaba despacio. Probablemente leía de una tarjeta. Su voz era temblorosa. Nada que ver con los tonos tersos de los presentadores de Bloomberg.

      Recorrí por última vez el vagón con la mirada y me senté a un metro del cadáver sin cabeza y esperé.

      Se podrían haber emitido episodios enteros de programas de televisión policiacos antes de que los auténticos policías simplemente llegaran. Se podría haber extraído y analizado ADN, se podrían haber encontrado coincidencias, se podría haber salido en busca de criminales y se los podría haber atrapado y juzgado y sentenciado. Pero finalmente seis oficiales aparecieron bajando las escaleras. Estaban con chalecos y gorras y habían desenfundado sus armas. Agentes del Departamento de Policía de Nueva York del servicio nocturno, probablemente la comisaría del distrito 14 sobre la calle 35 Oeste, el famoso Midtown Sur. Avanzaron por el andén y empezaron revisando el tren por el primer vagón. Me volví a poner de pie y miré por las ventanillas por encima de los enganches, todo el tren a lo largo, como atisbando por un túnel de acero inoxidable largo e iluminado. A lo lejos la vista se volvía borrosa, debido a la suciedad y a las impurezas verdes en las capas de vidrio. Pero podía ver a los policías abriendo las puertas vagón por vagón, revisando, despejando, sacando a los pasajeros y metiéndoles prisa para que subieran y salieran a la calle. Era un tren nocturno poco lleno y no les llevó tanto tiempo llegar a nosotros. Miraron por las ventanillas y vieron el cadáver y el arma y se pusieron tensos. Las puertas se abrieron con un silbido y subieron todos juntos, dos por cada par de puertas. Todos nosotros levantamos las manos, como un reflejo.

      Cada una de las entradas quedó bloqueada por un policía y los otros tres fueron directos hacia la mujer muerta. Se detuvieron y se quedaron a más o menos dos metros. No revisaron si tenía pulso o ningún otro signo de vida. No pusieron un espejo debajo de la nariz, para corroborar si respiraba. En parte porque era obvio que no respiraba, y en parte porque no tenía nariz. El cartílago había salido volando, dejando pedazos de hueso astillado entremedio donde la presión interna le había hecho saltar los globos oculares.

      Un policía voluminoso con galones de sargento se giró. Se había puesto un poco pálido pero por lo demás estaba llevando a cabo una buena interpretación de una noche de trabajo más. Preguntó:

      —¿Quién vio lo que pasó

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