Mañana no estás. Lee Child

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      —¿Ve algo? —preguntó.

      Dije:

      —Quizás los teléfonos móviles canadienses tienen más números. —Sabía que a las compañías telefónicas de todo el mundo les preocupa que se les agoten. Agregar un dígito extra aumentaría la capacidad de un código de área por un factor de diez. Treinta millones, no tres. Aunque Canadá no tenía mucha población. Una gran masa de tierra, pero en su mayor parte estaba vacía. Alrededor de treinta y tres millones de personas, pensé. Menos que California. Y California se las arreglaba con números de teléfono normales.

      —No es un número de teléfono —dijo Lee—. Es otra cosa. Como un código o un número de serie. O un número de expediente. Esos tipos están perdiendo el tiempo.

      —Quizás no está conectado. Basura en un coche, podría ser cualquier cosa.

      —No es mi asunto.

      —¿Había algo de equipaje en el coche? —pregunté.

      —No. Nada salvo el tipo de porquerías normales que se acumulan en un coche.

      —Por lo que se suponía que fuera un viaje rápido. Ir y venir.

      Lee no respondió. Bostezó y no dijo nada. Estaba cansada.

      —¿Hablaron esos tipos con el hermano de Susan? —pregunté.

      —No sé.

      —Él parece querer barrer todo debajo de la alfombra.

      —Es entendible —dijo Lee—. Siempre hay una razón, y nunca es muy atractiva. Esa ha sido mi experiencia, en todo caso.

      —¿Van a cerrar el expediente?

      —Ya está cerrado.

      —¿Está contenta con eso?

      —¿Por qué no debería estarlo?

      —Estadísticas —dije—. El ochenta por ciento de los suicidios son hombres. El suicidio es mucho menos común en el este que en el oeste. Y el lugar en el que lo hizo fue raro.

      —Pero lo hizo. Usted la vio. No hay ninguna duda al respecto. No está en discusión. No fue un homicidio ingeniosamente disfrazado.

      —Quizás la llevaron a hacerlo. Quizás fue un homicidio indirecto.

      —Entonces todos los suicidios lo son.

      Miró a uno y otro lado de la calle, con ganas de irse, demasiado amable como para decirlo. Dije:

      —Bueno, fue un placer conocerla.

      —¿Se va de la ciudad?

      Asentí:

      —Me voy a Washington DC.

      VEINTE

      Tomé el tren en Penn Station. Más transporte público. Llegar hasta allí fue tenso. Solo un paseo de tres bloques entre la gente, pero yo buscaba personas que estuvieran examinando caras en la pantalla del móvil, y parecía como si el mundo entero tuviese algún tipo de dispositivo electrónico disponible y abierto. Pero llegué intacto y compré un billete en efectivo.

      El tren como tal estaba lleno y era muy diferente de los del metro. Todos los pasajeros en filas hacia delante, y todos ellos escondidos detrás de respaldos altos. Las únicas personas a las que podía ver eran las que estaban a mis costados. Una mujer en el asiento de al lado, y dos hombres del otro lado del pasillo. Pensé que los tres eran abogados. No de las grandes ligas. Jugadores de segunda o segunda B, probablemente, socios importantes con vidas atareadas. No terroristas suicidas, en cualquier caso. Los dos hombres estaban recién afeitados y los tres eran irritables, pero aparte de eso nada despertaba sospechas. No es que el Amtrak de DC pueda atraer a terroristas suicidas. Más bien fue hecho a medida para bombas en maletas. En Penn los andenes de llegada se anuncian en el último minuto. La gente se queda dando vueltas en el vestíbulo y después se abalanza y se apelotona. No hay seguridad. Maletas negras con rueditas todas idénticas viajan colocadas en los portamaletas. Es suficientemente fácil para cualquiera bajarse en Filadelfia y dejar su maleta en el tren, y después hacerla estallar un poco más tarde, con el teléfono móvil, cuando el tren llega a Union Station ya sin él, justo en el centro de la capital.

      Pero llegamos bien y logré salir indemne a la avenida Delaware. En DC hacía tanto calor como el que había hecho en Nueva York, y estaba más húmedo. Las aceras frente a mí estaban salpicadas con nudos de turistas. Grupos familiares, en su mayoría, de muy lejos. Padres responsables, hijos retraídos, todos vestidos con camisetas y pantalones cortos llamativos, mapas en las manos, cámaras listas. No es que yo estuviera bien vestido o fuera un visitante habitual. Había trabajado en la zona de vez en cuando, pero siempre a la izquierda del río. Pero sabía a dónde estaba yendo. Mi destino era inconfundible y estaba justo delante de mí. El Capitolio de Estados Unidos. Había sido construido para impresionar. La idea era que durante los primeros tiempos de la República vinieran de visita diplomáticos extranjeros y se fueran convencidos de que la nueva nación era un jugador de peso. El diseño había tenido éxito. Más allá del otro lado de la avenida Independence estaban las oficinas de la Cámara de Representantes. En una época tuve un conocimiento rudimentario de la política congresal. Las investigaciones a veces llevaban hasta los comités. Sabía que el Edificio Rayburn estaba lleno de viejos funcionarios que llevaban anquilosados en Washington toda la vida. Supuse que en cambio a alguien relativamente nuevo como Sansom le habrían dado un espacio en el Edificio Cannon. Prestigioso, pero no la cúspide.

      El Edificio Cannon estaba en la intersección de Independence y la Primera, agazapándose del otro lado de la esquina más alejada del Capitolio como si estuviera rindiendo homenaje o preparando una amenaza. Tenía en la puerta todo tipo de seguridad. Le pregunté a un trabajador de uniforme si el señor Sansom de Carolina del Norte estaba adentro. El trabajador revisó una lista y dijo que sí, que estaba. Le pregunté si podía hacer que le enviaran una nota a su oficina. Dijo que sí, que podía. Me dio un lápiz y papel de un anotador especial de la Oficina y un sobre. Dirigí el sobre al Comandante John T. Sansom, Ejército de los Estados Unidos, Retirado, y añadí la fecha y la hora. En el papel escribí: Esta mañana temprano vi morir a una mujer con su nombre en la boca. No era cierto, pero estaba cerca. Añadí: Escalinatas de la Biblioteca del Congreso en una hora. Firmé Comandante Jack-nada-Reacher, Ejército de los Estados Unidos, Retirado. Había una casilla para marcar en la parte de abajo de la hoja: ¿Es usted uno de mis votantes? Marqué la casilla. No cierto en un sentido estricto. Yo no vivía en el distrito de Sansom, pero de la misma manera que tampoco vivía en ninguno de los 434 distritos restantes. Y había estado de servicio en Carolina del Norte, tres veces distintas. Así que sentí que tenía derecho. Cerré el sobre y lo entregué y volví a salir a esperar.

      VEINTIUNO

      Caminé en el calor de Independence hasta el Museo del Aire y el Espacio y después me di la vuelta y me dirigí hacia la biblioteca. Me senté en los escalones transcurridos cincuenta minutos de la hora. La piedra estaba caliente. Había hombres de uniforme detrás de las puertas por arriba de mí, pero no salió ninguno. Los ejercicios de valuación de riesgos deben haber ubicado a la biblioteca en la parte de abajo de la lista.

      Esperé.

      No

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