Mañana no estás. Lee Child

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Mañana no estás - Lee Child

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este a oeste, los números pares suben de oeste a este. Lo sabían, lo tenían grabado. Por lo tanto eran de la ciudad. Pero estaban más acostumbrados a conducir que a andar, porque no miraron si venían en sentido contrario mensajeros en bicicleta. Simplemente se lanzaron a cruzar la calle, esquivando coches, mezclándose, separándose y viniendo hacia mí por la izquierda y por la derecha simultáneamente, lo cual me hizo saber que tenían entrenamiento de campo hasta cierto grado, y que tenían prisa. Supuse que el Crown Vic con las antenas tipo aguja era de ellos. Me quedé a la sombra y los esperé. Tenían zapatos negros y corbatas azules y sus camisetas se transparentaban a la altura del cuello, blanco debajo de blanco. El lado izquierdo de sus americanas estaba más abultado que el derecho. Agentes diestros con fundas sobaqueras. Tenían alrededor de cuarenta años, poco más poco menos. En su mejor momento. Ni principiantes, ni cerca del retiro.

      Vieron que no me iba a ningún lado, así que redujeron un poco la marcha y se me acercaron a paso rápido. FBI, pensé, más parecidos a policías que a paramilitares. No me mostraron identificación. Simplemente asumieron que yo sabía lo que eran.

      —Necesitamos hablar con usted —dijo el de la izquierda.

      —Ya lo sé —dije.

      —¿Cómo?

      —Porque acaban de cruzar corriendo entre los coches para llegar hasta aquí.

      —¿Sabe por qué?

      —Ni idea. A no ser que sea para darme consejos por la experiencia traumática que acabo de vivir.

      La boca del tipo se quedó fija en un gesto impaciente, como si estuviera a punto de increparme por mi sarcasmo. Después su expresión cambió un poco a una sonrisa irónica, y dijo:

      —Vale, este es mi consejo. Responda algunas preguntas y después olvídese de que estuvo en ese tren.

      —¿Qué tren?

      El tipo empezó a responder, y luego se detuvo, pillando con retraso que le estaba tomando el pelo, y avergonzado por parecer lento.

      —¿Qué preguntas? —dije.

      —¿Cuál es su número de teléfono? —preguntó.

      —No tengo número de teléfono —dije.

      —¿Ni siquiera móvil?

      —No ni siquiera, sino especialmente —dije.

      —¿En serio?

      —Soy esa persona —dije—. Enhorabuena. Me han encontrado.

      —¿Qué persona?

      —La única persona en el mundo que no tiene teléfono móvil.

      —¿Es canadiense?

      —¿Por qué sería canadiense?

      —La detective nos dijo que usted hablaba francés.

      —Hay mucha gente que habla francés. En Europa hay un país entero.

      —¿Es francés?

      —Mi madre era francesa.

      —¿Cuándo fue la última vez que estuvo en Canadá?

      —No lo recuerdo. Hace años, probablemente.

      —¿Está seguro?

      —Muy seguro.

      —¿Tiene amigos canadienses o socios?

      —No.

      El tipo se quedó en silencio. Theresa Lee estaba todavía en la acera fuera de la comisaría del distrito 14. Estaba de pie al sol y nos miraba desde el otro lado de la calle. El otro tipo dijo:

      —Fue solo un suicidio en el metro. Lamentable, pero nada importante. Cosas que pasan. ¿Está claro?

      —¿Terminamos? —dije.

      —¿Ella le dio algo?

      —No.

      —¿Está seguro?

      —Totalmente. ¿Terminamos?

      —¿Tiene planes? —preguntó el tipo.

      —Me voy de la ciudad.

      —¿A dónde?

      —A algún otro lugar.

      El tipo asintió:

      —Vale, terminamos. Ahora váyase.

      Me quedé donde estaba. Los dejé alejarse, de vuelta a su coche. Se subieron y esperaron a que se hiciera un hueco en el tráfico y salieron y se fueron. Imaginé que irían por la autopista del West Side hacia el centro, de vuelta a sus escritorios.

      Theresa Lee estaba todavía en la acera.

      Crucé la calle y pasé entre dos coches patrulla azul y blanco aparcados y me subí al bordillo y me quedé de pie cerca de ella, lo suficientemente apartado como para ser respetuoso, lo suficientemente cerca como para que me oyera, de cara al edificio para no tener el sol en los ojos. Pregunté:

      —¿Qué fue todo eso?

      —Encontraron el coche de Susan Mark —dijo—. Estaba aparcado en el medio del SoHo. Lo remolcaron esta mañana.

      —¿Y?

      —Lo revisaron, obviamente.

      —¿Por qué obviamente? Están haciendo un escándalo por algo que aseguran que no es nada importante.

      —No explican su manera de pensar. No a nosotros, en todo caso.

      —¿Qué encontraron?

      —Un pedazo de papel, con lo que creen que es un número de teléfono. Como una nota escrita garabateada. Toda hecha una bolita, como basura.

      —¿Cuál era el número?

      —El código de área era 600, que ellos dicen que es un servicio de móvil canadiense. Una red especial. Después un número, después la letra D, como una inicial.

      —No me dice nada —dije.

      —A mí tampoco. Salvo que no creo que sea un número de teléfono. No tiene prefijo de intercambio y tiene un dígito de más.

      —Si es una red especial quizás no necesita tener prefijo de intercambio.

      —Algo no cuadra.

      —¿Entonces qué era ese número?

      Me respondió llevando la mano a sus espaldas y sacando una libretita del bolsillo de atrás. No un artículo oficial de la policía. Tenía tapa dura negra y un elástico que la mantenía cerrada. La forma de la libreta estaba un poco curvada, como si pasara mucho tiempo en el bolsillo. Corrió el elástico

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